Por OMAR OSORIO AMORETTI
Como alguna vez durante su pasado democrático, Venezuela nuevamente se ha convertido en un referente universal, aunque esta vez de carácter negativo. Pocos desconocen los trazos tenebristas que ahora la arropan. No me quedan dudas de que esta proyección internacional ha permitido estudiar mejor la producción literaria de algunos de sus escritores, así como difundirlos de manera global.
Nadie cuestiona que, viniendo de una dinámica que los relegaba a una suerte de literatura menor o marginal o periférica o clandestina o como prefieran llamarlo, esto es un hecho importante. Pero toda realidad es jánica, y como aquel dios romano siempre trae consigo alguna cuota de sombra, de revés. Es probable que la nuestra sea la de vivir por un buen tiempo bajo el estereotipo realista en nuestra literatura, representante de condiciones paupérrimas y dantescas, infinitamente apegada a lo político, aspectos estos tan afines a los estereotipos del primer mundo en relación con nuestras realidades.
Quizá los indicios más palpables de ello los tengamos en trabajos como Patria o muerte (2015) de Alberto Barrera Tyszka (quien gana el XI Premio Tusquets de novela) y ahora La hija de la española (2019) de Karina Sainz Borgo.
Sainz Borgo (Caracas, 1983) pertenece a ese grupo de escritores que comenzó su carrera literaria desde el periodismo. La tendencia, al menos en el siglo XX, fue notoria en autores como Gabriel García Márquez, Truman Capote o Rodolfo Walsh. Hay también en ella, en una sutil correspondencia entre poética y pensamiento, un interés por reflexionar, iluminar aquellos aspectos que atañen al devenir sociopolítico de su país, como puede verse en Tráfico y Guaire. El país y sus intelectuales (Fundación para la Cultura Urbana, 2007), en donde, entre otras cosas, estudia la conexión entre la figura del artista como interlocutor autorizado del espacio público y algunos de los cambios que han ocurrido en nuestra época contemporánea. Vistas así las cosas, que su primera novela haya tenido una repercusión de tal magnitud (comparable, quizá, a lo que en su momento hizo País portátil [1968] de Adriano González León) no hace sino evidenciar una coherencia personal no siempre discernible (y en tantos otros, tampoco deseable) en los autores.
El impacto que representó en el mundo editorial la publicación de la novela popularizó en gran medida la historia sin haberse distribuido aún en las librerías. Una mujer de nombre Adelaida acaba de perder a su madre por una enfermedad y no le quedan mayores lazos que la aten al país. En medio de una serie de protestas en contra del gobierno chavista (similares a las que ocurrieron en el año 2017 en contra de Nicolás Maduro), le toca vivir en una nación destruida, sumida en una dinámica propia de las guerras. Para colmo, su casa es invadida por algunos grupos progobierno y no le queda otra opción que irrumpir en la casa de una vecina, conocida como “la hija de la española”, la cual, para mayor patetismo, yace muerta dentro. A partir de entonces comenzará un plan para asumir su identidad y escapar de Venezuela. Como se ve, es una trama cuyo conflicto recuerda en parte a Blue Label / Etiqueta azul (2010) de Eduardo Sánchez Rugeles, aunque la decadencia del mundo donde habitan estos personajes está más acentuada.
A medida que avanzaba en la lectura, me fue surgiendo una impresión llamativa en relación con el lenguaje. No me refiero al trabajo estético que todo creador debe tener con su obra (algo tácito en nuestros tiempos) y que indudablemente aquí está presente, sino a la sensación de estar leyendo una novela escrita para lectores europeos. Es lo mínimo que puede pensarse ante situaciones nacionales expuestas bajo voces y giros expresivos propiamente del español ibérico como estos:
“Los de la funeraria no tenían datáfono para las tarjetas”.
“A las cuatro menos cuarto, mi mamá retiraba el mantel de lona de la mesa del comedor”.
“El obstáculo se desplegó ante nosotros como un alud: una caravana de motocicletas”.
“Si había prensa, ella bajaría al quiosco a por él”.
“—Vaya mierda, ¿no? —dijo sin levantar el dedo del mantel”.
“De ahora en adelante, ya no tendría treinta y ocho sino cuarenta y siete años y mi vida debía parecerse a la de una cocinera con secretariado y un gran técnico superior en Turismo (…) y no la de filóloga especializada en edición literaria”.
Aunque las causas pueden ser múltiples, me inclino a pensar que detrás de esto está la mano quirúrgica del editor. Con esto, el lector venezolano (para más señas, aquel que vive dentro del país, y por ende está habituado a sus usos del español) no dejará de sentir una sensación de extrañamiento, de estar ante una representación afín a su realidad, y sin embargo rodeada de un halo lingüístico que la aliena de alguna manera.
Esta percepción se incrementa con la presencia, nada colateral dentro de la historia, de líneas y en ocasiones hasta párrafos cargados de un didactismo excesivo (más cónsono con el discurso de la crónica) en el que, por cierto, han caído otros escritores (pienso en Juan Carlos Méndez Guédez y algunos pasajes de Y recuerda que te espero [Madera Fina, 2013]). Hablo, para más señas, de información adicional, de datos y descripciones que para el lector venezolano resultan por lo general innecesarias. Es lo mínimo que ocurre ante las partes que tratan sobre el origen de la harina P. A. N., la palabra “musiú” o de la creación del parque Los Caobos.
Y es que lo anterior solo tiene sentido dentro de una poética que contempla la difusión, por vía del discurso plástico, de un imaginario nacional venezolano a una sociedad ajena. Uno, además, diseñado bajo una estructura maniquea donde un grupo de personajes rezuma los atributos absolutos de la maldad y otros los de la bondad, esta última muy ligada a la indefensión propia de las víctimas.
Como todos los infiernos, el de Sainz Borgo ignora las medias tintas. Por un lado, los chavistas en todas sus ramificaciones: colectivos, bachaqueros, militares cuya ética y estética son sombrías y grotescas; por el otro, los civiles, estudiantes sin rostros, escuderos en una guerra tácita. El efecto es prácticamente instantáneo: la sensación dantesca y la indignación se disparan, pero la trama paga un precio alto al volverse rígida, como si el lector, para decirlo en términos un tanto figurativos, fuera testigo de cómo lo que ocurre es voluntad de la autora más que de los personajes.
País trituradora, país fosa séptica, país maldito donde no se pone la noche. Aunque para algunos la visión apocalíptica sobre Venezuela pueda parecerles agresiva y hasta disruptiva, se trata de una expresión que se entronca al menos con aquella vertiente narrativa que surgió durante el gomecismo (1908-1936), donde el camino al progreso estaba en el puerto de La Guaira. A su manera, La hija de la española es vástaga de exponentes como Ídolos rotos (1901), pues ambas obras comparten muchos elementos, incluyendo el divorcio amargo con el país (compárese el famoso “Finis Patriae” de Alberto Soria versus el contemporáneo “Maldito país: no volverás a verme nunca más”, pronunciado al final de la novela por Adelaida).
Los bemoles que demarcan sus respectivas historias tampoco son minúsculos. En la obra de Díaz Rodríguez el narrador, artista e intelectual se aleja de un territorio bárbaro en el cual no podrá crecer ni ser comprendido; en la de Sainz Borgo, por el contrario, el intelectual (que aquí no es un artista pero tiene acceso a la cultura, es correctora de textos y, a juzgar por sus reflexiones sobre la tragedia padecida, piensa su situación con agudeza crítica) es llevado al estado más básico de la existencia, a huir ante el terror de perder la vida en una sociedad que ha sido llevada de facto al estado de naturaleza.
Todo esto me da pie para pensar que, a partir de la publicación de esta novela, la narrativa de la violencia en Venezuela (ese tema-Goliat cuya sombra se remonta a lo más antiguo de nuestra expresión literaria) vuelve a la palestra sin ambages, desprovisto de alusiones simbólicas y exploraciones del fenómeno un tanto indirectas o veladas, como fue tendencia general durante buena parte del siglo XXI. Así, La hija de la española se ancla en un legado que la legitima a nivel poético y abre el camino a otras obras que tendrán este tenor en el futuro cercano.
*La hija de la española. Karina Sainz Borgo. Editorial Lumen. España, 2019.