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La muerte de Bolívar, ¿historia o fábula?

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Por ROLDÁN ESTEVA-GRILLET

En 1997, recibí la visita de un profesor de origen tachirense, siendo yo profesor de la escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela. El motivo era una publicación de su autoría de la que me obsequió dos ejemplares, por si a algún otro colega le interesaba el tema. El título del libro era bastante llamativo y polémico: El parricidio de Santa Marta. Simón Bolívar asesinado. Ninguna editorial respaldaba la publicación e inferí que el mismo autor la había costeado. No recuerdo que haya salido alguna reseña para la época. Rastreando en Internet, sólo queda evidenciado que, por lo menos, tuvo un lector que asumió el contenido del libro con devoción fanática, como una revelación que calzaba con sus propias ideas políticas de bolivariano populista: el ex teniente coronel Hugo Chávez Frías, principal responsable del intento de golpe de Estado de 1992 contra el gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez. Sobreseída su causa, al igual que la de todos sus cómplices, Chávez estuvo en campaña por todo el país incitando a la abstención —aunque también a resucitar las guerrillas— hasta que un exsindicalista y exmilitante de Unión Republicana Democrática lo convenció de la vía electoral y le organizó un nuevo partido con el que llegaríamos a la “quinta república”.

Al cabo de diez años de la publicación de El parricidio de Santa Marta, en 2007, Chávez, en su condición de presidente reelecto, se atrevió a darle un espaldarazo a la hipótesis del desconocido autor, Luis Salazar Martínez, al punto de nombrar una comisión para confirmar sus sospechas acerca del verdadero motivo de la muerte de su Dios. De nada sirvieron las declaraciones de las Academias de la Historia y de la Medicina a propósito del tema. Tres años más, en 2010, no contento con que se averiguara la verdadera causa de la muerte, Chávez sacó otra idea de la lectura de citado libro, la de exhumar los restos del Libertador (tal como lo exigía el Dr. José Izquierdo Esteva, polémico y prestigioso anatomista en 1947, autor citado por Luis Salazar Martínez, si bien no de manera coherente), y todo el país se vio envuelto en una cuestionable por innecesaria exhumación de los restos de Bolívar, para someterlos a las pruebas de ADN. Se llegó a saber que uno de los babalaos cubanos que lo asesoraban, viendo que perdía el favor de la gente, le recomendó repotenciarse “tocando” huesos sagrados. Como complemento —pues había dinero de sobra—, el presidente quiso tener una imagen nueva de su ídolo, a partir de la calavera, porque la sospecha de falsedad y manipulación oligárquica se extendía hacia la iconografía de época.

Otra de las ideas que Chávez sacó de este libro fue la de cambiar el escudo nacional, tomando de modelo una de las versiones históricas, aquella donde el caballo corre hacia la izquierda y que el autor reproduce en la página 182. Claro, hizo pasar la ocurrencia como una inocente observación de su hijita Rosinés.

Luis Martínez Salazar no volvió a aparecer, salvo por un artículo sobre el supuesto socialismo de Bolívar. Quien acaparó el tema, y alcanzó la atención preferencial de Chávez, fue otro improvisado fabulador, Jorge Mier Hoffman, experto en informática, que con mejores recursos publicó sus fantasías en un grueso volumen con el título La carta que cambiará la historia, libro que Chávez leía con fruición ante las cámaras. Este presunto descendiente del español Joaquín de Mier, de Santa Marta, terminó sus días feamente asesinado en Margarita por el hampa común que sólo quería robarle su lujosa camioneta. Volvamos, pues, al más modesto Salazar Martínez.

Mal puede catalogarse como un profesional de la historia, es más bien un tergiversador de la misma; para colmo, viciado su enfoque con las creencias masónicas y espiritistas contrarias a toda indagación científica. Además, es un típico bolivariano, de esos que han hecho de la figura histórica un mito de ribetes cuasi religiosos. Las fuentes referidas, en particular las cartas de Bolívar, son interpretadas en función de una hipótesis tan descabellada como falta de asidero histórico. Les da crédito a las interpretaciones más cuestionables de la historiografía (¿o teología?) bolivariana y hasta, ingenuamente, a cuanta leyenda pueda arrimar a su idílica e inmaculada visión del Héroe. Para añadidura, carga su discurso masónico y espiritista, con una lectura socialista a fin de convertir a Bolívar —como mucha gente de izquierda lo ha pretendido con Jesús— en un pionero del socialismo romántico y, por ende, en un enemigo del capitalismo y especialmente de esos Estados Unidos de América, cuando éste país no era todavía el poder industrial, político, económico y militar que será a fines del siglo XIX.

El libro de marras tiene la particularidad de fantasear sobre la hipótesis del envenenamiento como causal de la muerte de Bolívar, contra todas las evidencias de la historia. También a Napoleón, muerto de cáncer de estómago, lo han querido presentar como una víctima más bien de sus servidores, por orden de Inglaterra. Nuestro autor es más preciso en su pesquisa, pues identifica al posible criminal: nada menos que el sobrino preferido de Bolívar, Fernando Bolívar Tinoco, hijo de su fallecido hermano Juan Vicente. El cómplice sería el general Mariano Montilla, entonces gobernador de Cartagena de Indias.

Fernando, entonces de apenas veinte años, educado en Estados Unidos (dato que levanta sospechas en el pesquisador) habría tenido un motivo para asesinar a su tío, quien tan bien se había ocupado de su educación: el supuesto temor a no ser considerado como el sucesor o heredero ante la presencia de otro más directo, el supuesto hijo adulterino de Bolívar, habido en Fanny du Villars, leyenda a la que el autor le da absoluta credibilidad. Como se sabe, a Bolívar le han atribuido como cinco hijos y él mismo se creyó que tenía uno en Potosí… Bueno, también a Humboldt le atribuyeron otros tantos, el último un charlatán vendedor de menjurges en La Habana.

Además de falsear innumerables datos, no por mala fe sino por simple ignorancia, Luis Martínez Salazar convierte al joven Fernando en cómplice de los que intentaron acabar con la vida del Libertador la noche del 25 de septiembre de 1825. ¿Qué lo hace sospechoso? Pues, el no haber salido de su cuarto de enfermo a enfrentar a los complotados del Palacio de San Carlos con una pistola descargada y sacrificar su vida por su adorable tío.

La visión esquemática que ve en el “centralismo” bolivariano una fórmula anticapitalista de gobierno, es decir, socialista, contra el “federalismo”, que sería la contrapartida del capitalismo pro imperialista, revela por parte de este autor, no sólo una deficiente documentación de época, sino una falsificación ideológica de lo que tales sistemas de gobierno representaban para la época. La contaminación comunista le hace ver en la dictadura de Bolívar (1828-1830) una “dictadura revolucionaria” cuando, justamente, en contra de su supuesto anticlericalismo liberal, el Libertador se apoyó en el poder tradicional de la Iglesia —al devolverle algunos de sus fueros— para sostener su gobierno ante los embates del “santanderismo” que, en rigor, constituía el ala progresista del país. Tan es así que el “bolivarianismo” colombiano estuvo a lo largo del siglo XIX vinculado al tradicionalismo conservador, mientras que en Venezuela Bolívar fue siempre exaltado por gobiernos militaristas y dictatoriales (Guzmán Blanco, Juan Vicente Gómez, Marcos Pérez Jiménez). Es sólo en la segunda mitad del siglo XX que la figura de Bolívar ha empezado a ser vista como adalid de ideales de izquierda, en particular, en lo que tiene de antidemocrática, personalista y totalitaria, además de militarista y centralista, según las pautas de los regímenes comunistas. Si Carlos Marx juzgó mal a Bolívar, por apoyarse en los resentimientos de oficiales europeos que pelearon a su lado, la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), en su deseo de halagar el sentimiento patriótico latinoamericano, inició el rescate de figuras cesaristas y autócratas como el paraguayo Dr. Rodríguez Francia; respecto a Bolívar, un político y escritor colombiano les dio luces en 1956: Indalecio Liévano Aguirre.

Lo más débil del libro El parricidio de Santa Marta es que, según el autor, todos estaban interesados en la desaparición de Bolívar, menos Manuela Sáenz. Los enemigos por excelencia son los estadounidenses, luego los “federalistas”, término con el que identifica a los seguidores de Santander y los defensores del sistema capitalista, en contra de la “Patria socialista” que aspira fundar Bolívar. También resulta difícil de calibrar —a menos que nos entonemos en el discurso de completa elucubración del autor—, que cuantas veces Bolívar enfermó haya habido un envenenamiento. Según esta teoría, esos diversos envenenamientos fueron minando la salud del Libertador hasta que le produjeron la tuberculosis fatal. Una prueba de total ausencia de talento para la historia de parte del autor es no sólo el haber tomado por verídica la carta atribuida a Bolívar y dirigida a Fanny du Villars, y fechada un día antes de su muerte en la hacienda de San Pedro Alejandrino, siendo que esa carta es apócrifa y fue escrita por el exiliado venezolano Luciano Mendible Montejo, estando en Barranquilla en 1925, según propia confesión; sino más, el asumir como fuente autorizada un diálogo inventado por el escritor colombiano Álvaro Mutis, “El último rostro”, donde pone a hablar a Bolívar con un ficticio coronel polaco (Miecislaw Napierski). Mutis adelantaba con ese fragmento una novela que no quiso seguir, y concedió a su connacional y amigo Gabriel García Márquez el permiso para escribir la suya (El general en su laberinto, 1989), junto a toda la bibliografía que Mutis había coleccionado. García Márquez rindió pleitesía a la imagen de un Bolívar de izquierda. Menos mal que tuvo un lector desconfiado, José Ignacio Cabrujas, quien le puso los puntos sobre las íes para desconsuelo de las viudas y huérfanos del héroe.

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