Por XENIA GUERRA
El arte se vale en primera instancia de la mirada, la literatura lo sabe. Pero, la mirada también puede albergar sin pudor ni remordimientos: la banalidad, que no es resultado de la técnica porque le pertenece a la propia mirada. El cartelismo de los años 30 en París remite a la Unión Soviética, en el caso español nos lleva a la Guerra Civil, pero en el siglo XXI en la Facultad de Humanidades y Educación de la Universidad de Los Andes, el cartelismo nos lleva a una preocupación por los baños o en su lectura más directa: por la mierda.
Hannah Arendt refiere que el mal no es algo que le pertenece a una persona extraordinaria o excepcional, que el mal germina con mayor vitalidad en las personas corrientes, esas que, podemos decir, tienen incrustada la banalidad en la mirada. Para creer que un Seminario como este, donde se discuten fundamentos teóricos del lenguaje y del arte y, por ende, del sentido que construye el sujeto en su relación con el mundo, tenga que cerrarse para que los baños de la Facultad se limpien no hay que ser banal, hay que estar banal, como si se tratara de un estado de estupidez transitoria, de un enamoramiento con la mediocridad, de algo que posiblemente tenga cura.
La mirada banal no está atravesada por el pensamiento, no le interesa porque su objetivo es la complicidad. Como la mirada de Chávez, esos ojitos traicioneros enmarcados en los carteles que empapelaron el país para mirar y ser cómplices de la criminalidad y el hambre que nos ha llevado a los que todavía estamos en Venezuela a sobrevivir como solo pueden hacerlo quienes conviven con la doble figura de víctima y sobreviviente: en comunidad.
Todo evento del pensamiento, como los que organiza el Departamento de Literatura Hispanoamericana y Venezolana es para y en función de establecer comunidad. En el seminario sobre “El narrador”, nos reunimos para pensar con Benjamin las singularidades de nuestras propias ideas, esas que el chavismo ha intentado uniformar desde la indolencia, la sensiblería y la complicidad.
La mirada cómplice no construye un relato, su enamoramiento con la mediocridad, solo ve una imagen aislada, desconectada, que no respira. Una imagen incapaz de construir el relato del testimonio que la misma imagen exige.
Es decir, la imagen de la mirada cómplice es una poceta sucia que solo sirve como objeto de información inmediata porque en esa mirada la complicidad le impide narrar el testimonio de una universidad que sobrevive sin recursos para no ser capturada, rendida en su pasividad; la universidad responde con su dignidad vital. La mirada cómplice no piensa el origen de las carencias porque esa no es su meta, su meta es la complicidad con un gobierno que siempre ha atacado el pensamiento, las ideas, lo diferente para convertirlas en la mierda de un baño que alcanzan a ver los ojitos de un cartel.
Walter Benjamin fue criticado por los académicos, quienes le negaron su habilitación como profesor universitario; fue desplazado por la ortodoxia comunista por el uso singular y no radical del pensamiento de Marx; se suicidó tratando de escapar de la persecución nazi por su condición judía, de la que también fue crítico. Y, a los casi 79 años de su muerte, en esta facultad de humanidades un cartelismo escolar, risible y sin concepto, juega a continuar la persecución del pensamiento que resiste con ideas la suciedad de una pobreza que quiere desplazarse de los baños a la cabeza.
Sin embargo, hay algo de lo que no es capaz la mirada cómplice, de comprender la teorización aquí expuesta sobre su existencia, una existencia entre nosotros camuflada, disfrazada porque le urge ser anónima, pero su identidad se hace evidente en el hábito de sus prácticas.