Por JUAN LUIS LANDAETA
este aire es nuestra única escritura indescifrable
este aire es nuestra común e incomprensible obra condición
Inger Christensen
Desde que lo conocí, Sergio siempre me hizo pensar en mi relación con la escritura y con el hecho de ser escritor o de dedicarme a intentar textos. Considerando que la literatura, la vida asociada a ella y el acto siempre sorpresivo de escribir o encontrarse a sí escribiendo es casi un error y siempre un misterio. Las ideas, los imaginarios, pero sobre todo ciertas operaciones o limitaciones: cada texto que se emprende sustituye en tiempo y forma a otro que jamás se abordará y acaso nos procure la sensación de tener una deuda que persiste. Eso último resultaba un elemento frecuente en nuestras conversaciones. La sensación (sin más, tampoco con pesar o jactancia) de que no importa cuánto se escriba, se suele sentir que no se escribe lo suficiente, por no decir, todo lo que se quiere, no haciendo uso del contraste con otros autores, sino del itinerario propio.
En ese sentido, su cavilación, la ironía, el interés auténtico por acercarse a los objetos (materiales o de pensamiento) se me revelaron de un modo fascinante y que para mí estaba regido por una suerte de exigencia: la de no rendirse a la forma esquemática de los géneros, fueran literarios o racionales. Ello me brindó, primero como alumno y luego como amigo, una gran herramienta de exploración, diversión, conocimiento y, siempre, de duda. Ante Sergio siempre sentí que la duda era una acción.
El rechazo (para nada categórico, pero firme) a la noción de lugar común lo excluía del sentido de rareza al uso de las “personalidades de artista”. En él la literatura no resultaba excéntrica, pero tampoco estaba seducido por su mandato. Con muchísima inteligencia y honestidad reflexionó bastante sobre “la actuación” del escritor en público, lo que se espera o lo que se supone de él. El caso concreto que brindaba era el de las ferias de libros o demás actos por el estilo. Tampoco se comportaba como si estuviera “más allá de eso”, pensarlo sería exactamente errar el punto. A Chejfec le encantaba sentir el aire del invierno en la cara mientras montaba bicicleta, cocinar para sus amigos, hacer reír sin reírse él y enriquecer en hallazgos su colección de colecciones. Coleccionaba muchísimas cosas, entre objetos y saberes.
En su trato y en su prosa, era lo exactamente contrario a un alarde. Le rehuía al énfasis, casi como si se tratara de un maltrato. Hablo del énfasis, de esa forma de sustituir la capacidad interpretativa como subrayando, y me viene a la cabeza la escena en Mis dos mundos, en que un personaje monologa ante la proyección de su sombra en un lago, mientras un par de animales se acerca. La cadencia de la reflexión y el tono calan tan rápido y con tanta sutileza que se hace muy difícil no doblarse de la risa. Así operaba su duda y así la escribía.
En uno de nuestros últimos encuentros, me mostró con orgullo una adquisición reciente. Se trataba de una suerte de serpiente-lámpara de acrílico que conectaba toda la parte superior de la biblioteca de su estudio con el tono azul de sus bombillos LED. Estaba emocionado. Se extendió sobre la necesidad y utilidad de un artefacto así, en una época de video clases y conferencias por Zoom. Me reí con él y celebré como siempre el compromiso frente a sus interlocutores de explicar (y demostrar) cosas como la posibilidad de regular, ajustar y disponer de la intensidad de la luz en un sitio, con la misma calma que recomendaba una película, desistía de un tópico o sugería un bar que había conocido por la zona.
He procurado evitar el estilo de los textos que despiden a un amigo o a un maestro y todo lo que eso implica. La despedida o el gesto ante su muerte no es sino una antesala a los siguientes textos que se harán o escribirán recordándolo, pensándolo a él y a su escritura. Es casi un género. Como siempre, nadie sabe cómo hacerlo y mucho menos cómo hacerlo sin que sea como siempre se hace. De sus clases y de mis lecturas de su obra siempre me he quedado con la intención de estar al mismo tiempo al margen de lo periférico y de lo central, esa dicotomía necia, que limita la posibilidad a la que invitaba sin prisas, la de poder arrojar muchas miradas sobre cualquier cosa. Únicas no por raras, sino por legítimamente posibles.
Sergio me enseñó a incorporar y amigarme con todas las dudas que implica el hecho escritural. Incluso desde sus procedimientos, ya que también compartíamos la curiosidad por todo lo que la escritura a mano o caligráfica implica. Pero también la paciencia, el cuestionamiento frente a lo que se escribe o cómo se nos presenta una vez concebido, incluyendo su futilidad. En esa vacilación, ajena al uso del claro señalamiento, he vivido y experimentado mis lecturas de su obra. Siempre con la precaución de evitar los extremos, incluso los que atañen a la comprensión u omisión del sentido de los párrafos de un texto, el que sea.
El escritor está acudiendo constantemente a una aproximación, en cuyo rastro queda (resta) una obra. Pienso ahora mismo en él, su manera de pensar, la calidez de su trato, sus chistes, su libreta diminuta o su teléfono celular envuelto en una bolsita de plástico dentro de otro contenedor que a su vez reposaba en su bolso. Pienso en su escritura, en lo que le preguntaba a la gente o lo que detenía su atención. Pienso en lo que pasa cuando se termina un libro o se muere alguien con quien empezamos un diálogo hace años. Y pienso en Buenos Aires, Caracas y Nueva York, como tres piezas aludidas, inestables, dentro de un estudio enorme.