Papel Literario

La mala memoria. Fragmentos

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Por HEBERTO PADILLA

Antes de empezar el acto me reuní con José Antonio Portuondo, que presidiría la reunión, ya que Nicolás Guillén se había negado rotundamente a participar «en la farsa», según dijo.

Y en verdad fue una farsa. La reunión se apartó del propósito que señalaron los oficiales días antes. Fidel Castro estaba enfurecido porque la condena de los escritores americanos y europeos por mi encarcelamiento no cesaba. Entonces decidió apelar al último recurso: grabar la sesión y difundirla a través de Prensa Latina como evidencia de que el gobierno revolucionario había sido generoso con un grupo de contrarrevolucionarios confesos; pero el método era demasiado burdo y tenía antecedentes en todos los países comunistas cuando quería destruirse una reputación. Lejos de convencer a sus críticos internacionales, la farsa hacía más clara las intenciones de Castro. Quedaba demostrado que una fatal jurisprudencia normaba el abuso de poder en cualquier sitio.

De la inolvidable noche de la autocrítica, en abril de 1971, poco puedo agregar que no haya sido ampliamente divulgado por la prensa internacional; pero algunos hechos fueron omitidos. Mi intervención no fue exactamente la que Prensa Latina difundió. Hay partes que, a última hora, creyeron oportuno censurar; por ejemplo, mi alusión a Ortega y Gasset cuando dije: «De cuyo nombre Mario Parajón no quiere acordarse», el gobierno decidió omitirlas pero está recogida en la filmación que hizo el Icaic esa noche y que un día, cuando los tiempos cambien, serán reveladas. Tienen cierto interés, al menos para mí y para mis colegas.

Tampoco se difundió la intervención del poeta haitiano René Depestre que, creyendo que aquella reunión era espontánea, dio lectura a una carta suya a Fidel sobre la situación de los escritores cubanos donde calificaba de ejemplar el tratamiento que los dirigentes vietnamitas daban a los problemas surgidos en el seno de las organizaciones culturales. La carta proponía ese ejemplo para Cuba. A su lectura, Depestre agregó un comentario sobre la reunión, dijo que, por primera vez, asistía a un encuentro de crítica y autocrítica entre escritores donde la Seguridad del Estado podía exhibir limpia la frente por su conducta ejemplar, y que yo había reconocido mis errores con la misma sinceridad con que habían admitido los suyos el resto de mis compañeros, que no habían vacilado en autocriticarse y en haber hecho promesa de enmienda.

Depestre está vivo, pero en Francia. Dos días después de su intervención fue separado de su cargo en la emisora Radio Habana Cuba y nunca más pudo leer sus comentarios en creole dirigidos a Haití. No tuvo otra alternativa que pedir la salida del país con su mujer e hijos, que tampoco obtuvo con facilidad.

El que quiera verificar el aspecto literal de la farsa no tiene más que leer la carta que supuestamente escribí al gobierno revolucionario desde la prisión el 5 de mayo. Aunque más breve, es, básicamente, el mismo texto que debí memorizar y que, casi al pie de la letra, recité en la Unión de Escritores según las instrucciones de la Policía. La revista madrileña Índice publicó esa carta íntegra, conjuntamente con la llamada autocrítica.

La farsa pareció complacer a Fidel Castro, sobre todo por la destreza con que repetí ante mis compañeros los párrafos aprendidos de memoria donde el recuento de mi ingratitud hacia él cobraba la vehemencia deseada. Al terminar mi intervención, secundado por mis amigos que repitieron con la misma convicción el cúmulo de errores que la Seguridad del Estado nos atribuía, todos los presentes nos rodearon y nos abrazaron. Ni siquiera Norberto Fuentes, que escenificó con brillantez el papel de discrepante que la Policía le había asignado, pudo escapar a la efusión de los presentes. Fue una orgía de abrazos revolucionarios. Mi discurso, por demás, terminó con el «Patria o Muerte, Venceremos», que era un gesto litúrgico de emocionado acatamiento.

Al vaciarse la sala, quedamos únicamente los intérpretes del melodrama. Los últimos abrazos de la noche vinieron del grupo de policías que celebraban con nosotros un acto donde la represión triunfaba, donde la efusiva sumisión a las órdenes nos había transformado en dóciles marionetas para la satisfacción del Comandante.

El jefe de la operación nos colmó de elogios. Y antes de retirarse nos dijo con mucha gravedad: «Informen al doctor Portuondo de cualquier sinvergüenza que mañana les niegue el saludo. Para nosotros es muy importante saber quiénes continuarán siendo sus amigos y quiénes no.»

Mis amigos involucrados en el caso estaban eufóricos. «Con tal respaldo a nada debemos temer»; pero yo no les oculté mi opinión: «A partir de mañana hay que decirle a Portuondo que nadie ha dejado de saludarnos, ni siquiera nuestros peores enemigos.»

Esa noche no dormimos ni Belkis ni yo. Con el fondo de un disco de Vivaldi, continuamos un diálogo de mudos. Habíamos decidido no decirnos una palabra sobre el caso por temor a los micrófonos. Todo cuanto pensábamos lo escribíamos en montones de páginas que íbamos incinerando puntualmente. Me describía ella todo el desarrollo de la situación que yo ignoraba, y mientras más escribía, más claro se perfilaba que aquella reunión, lejos de haber cancelado el escándalo internacional de nuestro caso, abría una brecha, establecía una ruptura insalvable entre la política represiva del gobierno cubano y la actitud de escritores y artistas del mundo entero que hasta ese momento se habían resistido a creer que Castro reproduciría los métodos de Stalin en un país tan remoto y distinto.

Quedaba demostrado que si el intento de convertir a Jorge Edwards en un burdo reclutador de espías en los medios literarios cubanos fue un rotundo fracaso, no lo fue menos la burda mascarada de autocrítica que no engañó a nadie; pero la morbosa satisfacción que siente un tirano al lograr la humillación de un adversario aunque sea mediante el miedo y la tortura, está por encima de cualquier análisis frío y objetivo. Pero a Castro le interesaba demostrar que Padilla y sus amigos aceptaban la ceremonia de autodegradación como cobardes, a la manera en que lo había hecho el comunista Aníbal Escalante. Su autocrítica, hecha en los términos clásicos de los países comunistas, fue publicada en Granma y en todos los periódicos como prueba de su cobardía.

Casi de inmediato Octavio Paz analizaba así la situación en la revista de siempre: «…supongamos que Padilla dice la verdad y difamó al régimen cubano en sus charlas con escritores y periodistas extranjeros. ¿La suerte de la revolución cubana se juega en los cafés de Saint-Germain des Prés y en las salas de redacción de las revistas literarias de Londres y Milán…? El régimen cubano, para limpiar la reputación de su equipo dirigente, dizque manchada por unos cuantos libros y artículos que ponen en duda su eficacia, obliga a uno de sus críticos a declararse cómplice de abyectos y, al final de cuentas, insignificantes enredos político-literarios.

Todo esto sería únicamente grotesco, si no fuese un síntoma más de que en Cuba ya está en marcha el fatal proceso que convierte al partido revolucionario en casta burocrática y al dirigente en César.»

Berta, mi exmujer, y mis hijos, Gissele, María y Carlos, ya habían escuchado por la radio las primeras reacciones que mi caso había suscitado en el exterior. La que mejor resumía el punto de vista general era la atribuida a Gabriel García Márquez: «Yo no sé si Padilla le ha hecho daño a la Revolución como se dice; pero su autocrítica sí se lo está haciendo, y mucho».

El gobierno había cometido el error de hacer circular, a través de la agencia Prensa Latina, mi supuesta carta pidiendo clemencia. Y esto, sin duda, había suscitado la desconfianza general.

Según los oficiales de la Seguridad del Estado, Fidel había visto la filmación de la ceremonia de la autocrítica hecha exclusivamente para él, y había quedado satisfecho.

Pocos días después, por la noche, Alberto Mora apareció en mi apartamento sumamente nervioso, y me dijo que la campaña internacional contra Fidel se había intensificado, le hizo una seña a Belkis de que se quedara y me tomó por un brazo. Cuando íbamos por el pasillo me dijo en voz baja: «Supongo que ustedes no hablarán nada en este apartamento».

Le respondí que lo peligroso lo poníamos por escrito. Mientras nos dirigíamos hacia su automóvil me propuso que habláramos de cosas generales durante el trayecto. Pensé que nos dirigiríamos a su apartamento; pero al rato estábamos frente a la casa donde había vivido su madre. Entramos por una puerta independiente en una habitación pequeña separada del resto.

Alberto me confesó que la situación estaba complicándose peligrosamente. Me contó lo que ya Belkis me había dicho: días después de mi detención le había escrito una carta a Fidel expresándole su inquietud por el hecho, y se la entregó a Carlos Rafael Rodríguez para que la hiciera llegar personalmente.

Tan pronto Fidel la leyó ordenó la detención de Alberto. Sólo estuvo cuarenta y ocho horas en la Seguridad del Estado, gracias a la intervención de su íntima colaboradora Celia Sánchez, quien le había prometido a la madre de Alberto, en su lecho de muerte, que ella protegería a su hijo de un peligro que la buena mujer intuía.

Alberto me dio a leer la carta. Era extensa, pero recuerdo casi literalmente el comienzo: «Fidel, tú sabes que yo no me hice un revolucionario por ti.»

Ese tuteo que Castro había eliminado casi por completo en su relación con sus antiguos compañeros, y el permitirse enjuiciar su actitud conmigo, fue suficiente para que Castro no sólo ordenara su arresto, sino además fuera hasta su celda para insultarlo a gritos por haber respaldado a un enemigo y haber puesto en duda la justicia revolucionaria. Al final le pidió que fuera a ver al jefe de la Seguridad del Estado. Abrantes lo recibió efusivo diciéndole que Fidel le encomendaba la tarea de visitar algunos planes especiales. Quería que Alberto estudiase sobre el terreno el funcionamiento de ellos y que le hiciera un informe detallado, y le entregó las llaves de un «Chevrolet Belair».

—El lunes salgo para Las Villas. Estaré de regreso el jueves; trata de ser prudente porque las cosas pueden complicarse para todos.

A las cuarenta y ocho horas que siguieron a la reunión de la Uneac, se produjeron las primeras reacciones internacionales. Eran de condena a los métodos represivos de Castro. Me llegaron varios cablegramas. Uno de Julio Cortázar: «Me siento más que nunca tu hermano», otro de Evtushenko: «Te apoya y abraza tu hermano ruso: Eugenio», otro, sin firmar, con las señas de «María Auxiliadora N.° 2», procedente de Roma. Todos eran mensajes de adhesión; pero hubo uno que jamás pude esperar. Cuando oí por teléfono aquella voz, la voz inconfundible de Blas de Otero, quedé estupefacto. Su tono era resuelto y efusivo, si bien lacónico: «Heberto, te hablo desde Madrid. Quiero que sepas que estoy de tu parte y te abrazo. Y no firmaré nada contra ti. Que nadie te confunda. Nunca, óyelo bien, firmaré nada contra ti. Dale un abrazo a Belkis y a los demás. Sé que pronto nos veremos.»

No me dejó hablar. Su propósito estaba circunscrito al mensaje, a su testimonio de solidaridad; sólo alcancé a decirle: «Gracias, te quiero, Blas», pero su imagen adquirió de repente una impresionante cercanía. Pensé en Blas de Otero como si estuviese a un palmo de distancia, como en los días de su estancia habanera.

Nos habíamos conocido en París en 1962. Toda su vida estaba entregada al trabajo político, y su obra poética —una de las pocas realmente originales en castellano en los años cincuenta— era acogida y apreciada en todas partes. Por aquellos días supe que su nombre estaba propuesto como candidato al Premio Nobel de Literatura. Él, mientras tanto, trabajaba en sus mejores libros y su obra era traducida a numerosas lenguas. Blas de Otero era el nuevo poeta que el Partido esperaba, de manera que no tardaron las invitaciones de la Unión Soviética, China y de todos los países de la Europa del Este.

Lo animaba la idea de ir a Cuba. Soñaba con escribir todo un libro dedicado a la Isla; pero sobre todo conocer un país de nuestro idioma en medio de una revolución.

Caminando por el Barrio Latino por la mañana o por la tarde, deteniéndonos en las librerías de viejo, tomando café negro y fumando como desesperados, Blas era la estampa del entusiasmo y la vitalidad, por lo menos conmigo. Otros me aseguraban que era un ser reconcentrado y arisco, casi inaccesible. Yo nunca lo vi así. Todas las ocasiones en que nos encontramos nos íbamos a recorrer sitios que él conocía y a discutir sobre los poetas que nos interesaban y sobre la poesía que era necesario escribir. Y con los años, siempre encontramos la ocasión de hablar. Entonces, para mí era un ser vital y fraterno, hasta que logré conocerlo y supe realmente su verdadera enfermedad. Su llamada telefónica, en aquellas circunstancias, fue para mí la más conmovedora manifestación de lealtad.

De Juan Goytisolo, de Julio Cortázar, recibí llamadas telefónicas inmediatamente después que la revista Verde Olivo comenzó sus ataques contra mí y contra los que consideraba escritores liberales; pero ni Juan, ni Julio, profesaban la militancia comunista de Blas de Otero. Es cierto que al enviarme su libro Mientras, en 1970, en medio de la ofensiva cada vez más creciente que me había tomado de blanco, rompía Blas el marco de rígida disciplina que adoptaron los comunistas españoles de la época de Franco, pero en mayo de 1971 yo era el hombre que salía de la cárcel, rodeado de la confusión que el gobierno cubano se encargó de propalar a través de las distorsionadas informaciones de Prensa Latina. Yo quedaba abruptamente condenado como enemigo de la Revolución. Esa era la postura oficial, y ya se sabe que ningún militante puede apartarse de ella.

Pensé en nuestras conversaciones en París, al comienzo de los años sesenta, cuando me habló preocupado, pero sin vacilaciones, de la expulsión de Jorge Semprún y Fernando Claudín del Partido Comunista español. No me ocultó sus simpatías por ambos hombres, pero estaba firmemente convencido de que la decisión del Partido no era gratuita y él consideraba que un verdadero militante estaba obligado a acatarla. En mi caso actuaba por su cuenta y riesgo. Entonces comprendí que, más allá de cualquier ideología, lo más importante es haber compartido experiencias comunes. Un proceso revolucionario al que había dedicado tres años de su vida en Cuba, y desde la noche sólo pueden juzgarlo auténticamente quienes lo viven. Y Blas había dedicado tres años de su vida a Cuba, y desde la noche en que hizo su presentación pública en el recital con que inauguró su estancia en nuestro país, empezamos a descubrir nuestras sorprendentes afinidades literarias y artísticas. Blas se metió en la Revolución de cuerpo entero, y juntos recorrimos ciudades, pueblos, planes agrícolas, y juntos advertimos disparates e injusticias y, lo que más le irritaba, la autosuficiencia de los burócratas que, en su opinión, hacían del marxismo una caricatura, aunque ya entonces para mí esa caricatura iba siendo su verdadero rostro.

¿Descubría a su regreso a España males idénticos en su propio Partido o, por el contrario, había sido el Partido el que llegó a sus mismas conclusiones? No lo sé. Aquella reacción espontánea de apoyo en aquellos momentos pasaban de mi teléfono a la cinta magnetofónica de la Policía, y Blas no lo ignoraba. Había decidido, pues, que el Partido Comunista cubano lo supiese, que su «más alto nivel», tan atento a las reacciones de solidaridad conmigo, lo supiese también. «Nadie me hará firmar nada contra ti», y nada firmó. Su nombre no aparece junto al grupito de comunistas profesionales que se dieron prisa en correr a la Embajada de Cuba en Madrid para recibir órdenes de La Habana. Blas no acudió a buscarlas, ni nadie se atrevió a sugerírselo. El único poeta español que había vivido tres años en Cuba, que escribió poemas de elogio de las tareas revolucionarias, el único que hizo trabajo voluntario, mano a mano con nuestros campesinos, y que publicó en nuestras prensas la primera edición sin censura de su hermoso libro Que trata de España, no aceptó cohonestar la decisión de devolver actualidad al grito ibérico de «Muera la inteligencia». La historia lo hacía coincidir con Unamuno y, como él, tampoco supo renunciar a sus principios.

Como dicen que ocurre con la muerte, la voz de Blas desencadenó en mi mente todo el cúmulo de instantes compartidos a través de los años, en París, en Praga, en La Habana: aquellos tiempos del gran entusiasmo, del gran desconcierto y del gran pánico.


*La mala memoria. Heberto Padilla. Prólogo: Nati González Freire. Editorial Pliegos. España, 2008.

Fidel Castro aparece

Esta política de mano dura no conocía escrúpulos. Las primeras señales las ofreció la revista Verde Olivo: difamar, insultar. ¿Por qué la toleraba, o auspiciaba, Fidel Castro? Los escritores cubanos no ignorábamos la reacción hostil de los intelectuales extranjeros defensores, en su mayoría, de la revolución cubana, por la actitud del gobierno de apoyar la invasión soviética a Checoslovaquia, después de que la Prensa cubana difundió durante tres días la más amplia y objetiva versión de los hechos, que hacía presumir con seguridad la condena de Cuba a la invasión. El propio Castro comenzó su discurso, en que admitió la «amarga necesidad» de aprobar la invasión, reconociendo que sus palabras defraudarían a muchas personas. Si esto era así, ¿por qué irritarse de tal modo ante el repudio internacional a su conducta, hasta el extremo de devolver el golpe a los escritores cubanos, que ni siquiera pudimos permitirnos el lujo de Evtushenko, que condenó la invasión desde el extranjero, donde se encontraba realizando una de sus tantas giras literarias, y que no sufrió represalia alguna al regresar a Moscú? ¿Era éste un acto simbólico, y al romperme la cabeza a mí, y al meterme en una celda, al mismo tiempo que a mi mujer, se hacía la morbosa ilusión de que era a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir a quienes estaba sometiendo a un duro castigo? No me sorprende, porque Fidel Castro ha vivido siempre fascinado por abolir esas desproporciones.

Enfrentarse a esta maniobra perfectamente orquestada, sin escrúpulos, era totalmente inútil. No hay valentía más estéril y anónima que la de un cubano que pretenda gritar su verdad frente a un equipo policial armado hasta los dientes. No dejarse provocar es el primer consejo que te dan los amigos, pues saben con todo lo que cuenta el provocador y todo lo que pierde su víctima. No hay más arma contra el matón que las de la inteligencia o la astucia. Frente a ellos, no es cuestión de cojones. Los del jefe del Estado están blindados por su aparato represivo, pero los de un escritor encarcelado son muy vulnerables a la patada y la tortura. «Los españoles vociferan: esto es así por mis cojones. Bueno, más grandes los tiene un toro y se los cortan», decía Galán, un viejo asturiano que adoraba la corona británica, símbolo para él de toda la sabiduría del mundo, y que gritaba «¡Viva Inglaterra!» en aquella asfixiante cervecería cubana en que la orina competía con el chorro amarillento de una cerveza horrible, servirá al precio de un dólar en cualquier recipiente, porque jarras no había. El viejo sacaba de quicio a mis amigos Hubert Martínez Llerena y a Alberto Martínez Herrera, que solían acompañarme al sitio, pero los tres sentíamos la amenazante cuchilla en el mismo sitio donde la sufre el toro.

Fue estando allí, en el hospital, que Fidel Castro vino a verme. Recuerdo el estruendo de rejas que se abrían a su paso y el movimiento espectacular de la escolta abriéndole paso en un sitio en que hasta los objetos se habrían arrodillado para hacerlo pasar; los gritos que lanzó a los policías: «Salgan todos y esperen en el pasillo» en tanto sus guardianes se esfumaban y él agitaba un file, y recorría el espacio a grandes zancadas evitando el mirarme de frente. «Aquí los únicos que tenemos que estar somos nosotros dos». Se volvió teatralmente: «Porque hoy tengo bastante tiempo para hablar contigo y creo que tú también; y, además, tenemos bastante de qué hablar.»

Sí, tuvimos tiempo sin duda para hablar, o para que él hablara y se explayara a su gusto, y se cagara en toda la literatura del mundo «porque echar a pelear revolucionarios no es lo mismo que echar a pelear literatos, que en este país no han hecho nunca nada por el pueblo, ni en el siglo pasado, ni en éste; que están siempre trepados al carro de la Historia… ». El imponente jefe que se alzaba soberbio frente al no menos imponente adversario vestido con un uniforme descolorido, con una cicatriz sangrante aún en la frente, con todo el cuerpo magullado por las inmortales patadas de la Historia.