Por LORENA ROJAS PARMA
Escribir sobre el profesor Ángel Cappelletti en un espacio tan breve es un compromiso difícil en muchos sentidos. Su obra es tan extensa, tan fértil, tan fuera de las especializaciones, que, en cierta forma, no podemos ser justos con su espíritu y curiosidad intelectual. Filósofo y doctor en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires, sus estudios han abierto caminos en la filosofía clásica, medieval, renacentista, moderna, política y han dado cobijo, además, en el alma del mundo hispano, a la filosofía oriental. Es frecuente ir a una librería de cualquier capital latinoamericana y sorprenderse, todavía, con algún texto inesperado de Cappelletti; alguno que «no sabíamos que existía» y que ya nos asoma un nuevo horizonte para pensar. Lo mismo ocurre en la Web, por supuesto, que atesora artículos, estudios, capítulos de libros, libros, de una importante y copiosa producción filosófica que tiene la magia de no concluir, de seguir asombrándonos, y que vino a la vida fundamentalmente en Caracas, en la Universidad Simón Bolívar. En aquellos años de país próspero que dio amparo a muchos e importantes intelectuales hispanoamericanos, y que hizo posible que la nobleza de nuestra academia se enriqueciese aún más de trabajo contemplativo y sereno.
Como suele suceder, Cappelletti abandonó Argentina, su país de origen (Rosario, 1927), por el oprobio político de entonces, y tras una breve estadía en Montevideo, se radicó en Caracas en 1968. Ese peregrinaje, a pesar de todo, terminó siendo para nosotros una gran fortuna. Su trabajo como filósofo, filólogo, traductor, poeta, historiador, intérprete, con la calidad de las mejores producciones del mundo, indudablemente lo confirma. Y en medio de esa dificultad que nos agobia cuando contamos con un espacio tan breve y una obra tan copiosa, me corresponde ahora confesar, desde el corazón de mi experiencia, un poco como santa Teresa, que sus obras sobre el mundo clásico —traducciones, estudios introductorios, artículos o libros— son de una valía inestimable. Su cavilación filosófica sobre los grecorromanos es especialmente bella y rigurosa. Sin extraviarse en laberintos áridos de tecnicismos, sus trabajos traen a la vida de nuestra comprensión autores profundos y complejos, con el lenguaje claro y elegante del que conoce bien lo que dice. Su conocido libro La filosofía de Heráclito de Éfeso es, sin duda, un buen ejemplo de ello. Texto muy meditado y revelador, tratándose de un autor como Heráclito, por quien descubrimos en Cappelletti una especial proximidad filosófica. Nada distinto ocurre, en realidad, con otras obras dedicadas al difícil mundo «presocrático», tan bellamente tratado, cavilado, destilado. No hallo otra imagen más reveladora de su saber sobre la aurora de la filosofía que esa fermentación filosófica que a veces ocurre en almas privilegiadas. Con un tono equilibrado, sereno, apegado a los textos, pero respetuoso de la lucidez y libertad filosóficas, sus lectores nos emocionamos ante sus hallazgos y, es preciso subrayarlo, ante el riguroso orden de sus trabajos. Acaso los estudiosos de La filosofía de Anaxágoras puedan dar testimonio de ese laborioso modo de exposición y cavilación de Cappelletti. Sin desvíos, sin rupturas, sin omisiones, sin torcer las ideas hacia sus convicciones, va tejiendo textos que se decantan en afirmaciones muy firmes sobre filósofos que, como esos de los inicios de la filosofía, exigen una especial seriedad académica y hondo sentido vital.
La importante influencia de Cappelletti se filtra no solo en las referencias que hacemos a sus libros, sino en la posibilidad que nos brinda de lograr nuevas perspectivas, lecturas, interpretaciones, amparadas por una atmósfera segura, de terreno labrado, que resguarda la apertura espiritual para seguir pensando. Es especialmente fina y relevadora, quisiera recordar, su manera de comprender la noción de physis. Tan pertinente en los tiempos filosóficos y científicos que corren; tan filosóficamente fértil para pensar nuestro mundo. Sin confrontaciones ni agriuras, la sostiene ante numerosos esfuerzos materialistas o empíricos que insisten en omitir su vitalidad. Su estupenda posibilidad de ser materia y espíritu, donde aún no prosperan los quiebres de la existencia. Suele ocurrir que situaciones filosóficas ahogadas en discusiones interminables encuentren resolución sensata en los textos de Cappelletti. Donde lo filosófico es siempre lo importante. Y desde donde respiramos para seguir adelante.
En tiempos en los que no era fácil tener acceso a testimonios, doxografía, compilaciones, fuentes secundarias o artículos internacionales, los libros de Cappelletti dan cuenta con mucha generosidad de las más importantes discusiones sobre sus temas en estudio. Fuese Protágoras, Lao Tse, los pitagóricos o los atomistas griegos. Su maravilloso libro sobre Protágoras de Abdera —Protágoras: naturaleza y cultura—, pionero en muchos sentidos, no solo da cuenta de la copiosa discusión sobre sus fragmentos y testimonios, sino que presenta una traducción e interpretación novedosas, abiertas a posibilidades y perspectivas. Ese texto, si bien no el único, fue resultado de uno de sus seminarios en la Universidad Simón Bolívar. Lo que no solo habla de la calidad de sus clases, sino de la honda reflexión que inundaba sus disertaciones ante los alumnos pensativos. La compilación, ordenación y traducción de fragmentos, en estos casos, que se acompaña de una sólida interpretación filosófica en medio de las discusiones más influyentes en el mundo, por supuesto que no deja de sorprendernos. Inteligencia, sensibilidad, disciplina y finura de espíritu se conjugan para que ese trabajo prospere tan armoniosa y rigurosamente. Su traducción de la Poética de Aristóteles, sus incontables artículos y traducciones sobre Platón y Aristóteles, sus estudios sobre los medievales son textos de lectura constante para todos nosotros. Donde vamos a cavilar nuestras propias angustias. Pero es preciso destacar trabajos más o menos breves sobre temas puntuales, muy luminosos y originales, que suelen dejarnos en ese estado de asombro y gratitud. Como si no hubiese quedado un resquicio inexplorado, como si varias vidas hubiesen sido vividas en ese reflexionar indetenible de la existencia en todos sus tiempos. Notas de filosofía griega, Sobre tres diálogos menores de Platón, Ciencia jónica y pitagórica, La teoría aristotélica de la fantasía, Lao Tse y el Taoísmo primitivo… son solo algunos títulos que en ocasiones se resguardan tras los trabajos más extensos o reconocidos.
Merece la pena recordar la anécdota sobre la traducción de Lucrecio. No me refiero a su libro Lucrecio: la filosofía como liberación, que bien valdría una disertación aparte, sino al encargo de la traducción de De rerum natura. Cappelletti se propone, en lugar de comenzar una nueva, el rescate y el estudio minucioso de una magnífica traducción llevada a cabo también en Venezuela, entre finales del siglo XIX y principios del XX, por Lisandro Alvarado. Podríamos decir que desconocida, acaso no suficientemente valorada, hasta que Cappelletti la presenta con un extenso estudio introductorio y un minucioso aparato crítico. Hoy es, sin duda, uno de nuestros grandes resguardos espirituales. Y entre gestos académicos como este, entrelazados con viajes por el mundo, que son siempre viajes hacia uno mismo, hallamos el corazón de Cappelletti, también, en la filosofía clásica china, en la belleza aparentemente lejana de un saber que no dudó en reconocer como filosófico. En los años setenta, cuando veían la luz esos textos, no era común que cierto canon académico reconociera como filosofía el legado de India y China. Pero el tono equilibrado y sereno de Cappelletti se decantó por la disposición hacia la proximidad, la exploración, el estudio que suele crear puentes antes que rupturas o fronteras. Se trata de pensar, de saberse uno mismo con lo reflexionado, más que de catalogar. Hoy, de nuevo, es una lectura imprescindible si queremos pensar la vida con las grandiosas revelaciones que vienen del otro lado del mundo. El espíritu de nuestros tiempos —como la physis— tiende a reconocer la unidad de la pluralidad, lo común en la diferencia. Y en sus trabajos hallamos el soporte, ese camino labrado antes mencionado, muy meditado, que tal vez en estos nuestros días tenga aún más valor. Chuang Tse, Confucio, Marco Aurelio, Cicerón, Abelardo, filósofos medievales, se organizan académicamente en textos independientes donde encuentran sus propios espacios para (con)vivir. Así en el alma incansable de su autor. Con Internet e incontables recursos digitales, con nuestra sorprendente instantaneidad, no dejamos de preguntarnos, silenciosamente, cuántas vidas necesitamos para forjar una obra como la de Cappelletti. Para pensarnos tan prolija y concienzudamente.
Hay que hacer mención, también, de un Cappelletti «político» que abre otros territorios de reflexión. Un importante número de publicaciones sobre anarquismo, es sabido, comparte su legado. Pensamiento utópico, socialismo, positivismo, ensayos libertarios, también ocuparon sus horas de trabajo. La filosofía y las circunstancias políticas de Argentina y Venezuela se filtran en todas esas meditaciones exigidas por el rugido del mundo. Como inevitablemente ocurre al filósofo. El estudio constante de esas obras nos da el perfil de un Cappelletti que ha sido influyente en la sociología y en la política académica, y que ha pensado la vida desde esos visos libertarios. Nos resulten o no especialmente afines sus ideas, quizá lo invaluable se devele en que quien nos habla de esas cosas, respalda su palabra en un saber profundo de los clásicos y la cultura, que ha enriquecido su mundo interior con Heráclito, Platón o Marco Aurelio en la belleza de sus lenguas y en la hondura de sus hallazgos. Esto nos deja al descubierto la fortaleza espiritual que se necesita para decir algo importante sobre el mundo o la mejor manera de vivir. Acaso se omita por la urgencia de la vida o por desconocer, como los políticos, que el orden bueno y justo comienza por uno mismo. Como lo afirma Sócrates, en el Gorgias, diálogo bellamente traducido por Cappelletti, valga recordarlo, con un generoso estudio introductorio y aparato crítico.
Sus últimos años en Venezuela —y también en vida— transcurrieron en Mérida, en la Universidad de Los Andes. Libros, clases, conferencias quedaron en la memoria de su Facultad de Humanidades, afortunada por dar cobijo al filósofo tras su jubilación de la Universidad Simón Bolívar. En las pocas clases que se resguardan en la red, en especial impartidas en la ULA, aún se escucha la vitalidad de sus disertaciones con ese acento que se debate entre el caraqueño y el de sus tierras de origen, a donde regresa definitivamente en 1994. Su retirada, tras ese largo y provechoso período en Venezuela, nos permite ver, en perspectiva, que sucede a pocos años del inicio de una oscuridad que ha lastimado sensiblemente a la universidad. Tal vez el alma del filósofo presentía que era tiempo de partir.
La ciudad de Rosario pacientemente cuidaba su regreso. Allí fallece Cappelletti en el temprano 1995. Que el lugar de origen fuese también el del final después de un largo peregrinaje es expresión de los misteriosos ritmos transformadores de la vida, donde coinciden, como en aquel círculo de Heráclito, principio y fin. Es una suerte de justicia poética para un filósofo de alma presocrática y, en especial, efesia.
Parafraseando a Diotima de Mantinea, en el Banquete platónico, los hijos del intelecto, vástagos del alma que piensa la justicia y la vida buena, son la inmortalidad de nuestra existencia pasajera, frágil, que busca, sin embargo, permanecer. Por ello, Cappelletti es, como las almas creativas y bellas, inmortal. Y aquí estamos nosotros atestiguándolo.
Su trabajo pertenece a nuestro resguardo espiritual, a la sorprendente fortaleza de nuestro pensamiento filosófico que aún florece en el abismo, como dice el poeta. A esa espesura donde podemos retomar, con la serenidad de la palabra meditada, lo que hemos extraviado.
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