Por MIGUEL ÁNGEL ESCOTET
El temor a la persona máquina, a la persona desnuda de sentimientos, dolores, alegrías y pasiones ha surgido varias veces en el curso de la historia de la ciencia. Si con Copérnico, Galileo, Kepler y Newton, entre otros, el ser humano se situó a sí mismo dentro del universo y comenzó a desentrañar las leyes básicas que rigen el comportamiento de ese universo, con las ideas de Planck, Fermi, Einstein y Schrödinger la persona está llegando a conocer las interioridades de la materia, a la vez que a través de la tecnología empieza a penetrar en nuevos mundos. El estudio del propio ser humano desde la perspectiva biológica y psicológica adquiere en este primer cuarto del siglo un avance importante dirigido a penetrar las interioridades del ser humano por medio de escudriñar las complejidades del cerebro.
De improviso, hemos llegado al umbral de lo infinitamente pequeño y al umbral del espacio ilimitado. El ser humano se da cuenta de que materia y energía son formas diferentes de un mismo ente, produce artificialmente nuevos elementos químicos, desentraña y aísla la molécula básica de la vida para después replicarla en un tubo de ensayo, hasta crear un gen; produce componentes electrónicos cada vez más comprimidos que poseen una capacidad inimaginable de memoria y que pueden llevar a cabo complejas operaciones y también, como un niño revoltoso y niña traviesa que juegan con fuego en medio de un bosque, se colocan su propia espada de Damocles al fabricar artefactos y productos que poseen la capacidad de acabar consigo mismo.
Se nos perfila un futuro que va desde el inevitable y deseable progreso de la ciencia y la tecnología, al abuso y mal uso de ellas, en detrimento, paradójicamente, del mismo ser humano. Un futuro signado por el empequeñecimiento del tiempo y el espacio, dentro del cual el extraordinario desarrollo y vertiginosidad de las comunicaciones permite que la persona de cualquier latitud se convierta existencialmente en ciudadano de la Tierra, más allá de los nacionalismos y etnocentrismos. Al mismo tiempo, es un futuro amenazado por el incremento de la población que supera al incremento de producción alimentaria; un futuro oscurecido por la contaminación ambiental y la irreversibilidad del daño ecológico que comienza a hacer inhabitable partes de nuestro planeta; un presente y un futuro signados por pandemias que ponen a prueba la práctica científica y las políticas sanitarias pero también la ética social; un futuro que nos mantiene en vilo entre el temor y la esperanza: un futuro que, para los optimistas como Dennis Gabor, tenemos la posibilidad de inventar para el bien de todos, o un lugar que, para tantos pesimistas, es un agujero negro al que somos empujados por fuerzas que no podemos controlar. Un futuro, en definitiva, que pende entre la seguridad del ser humano para domeñarlo y las restringidas posibilidades de supervivencia.
Sin embargo, gran parte de la población mundial no parece muy sobresaltada por estas perspectivas dramáticas. A su manera, sigue usufructuando de forma indiscriminada los instrumentos tecnológicos, consumiendo con voracidad, despilfarrando las oportunidades de su descendencia para disfrutar solamente, su instante de vida, de forma egoísta, como queriendo olvidar el futuro de sus hijos, de las generaciones por venir. Mientras tanto, algunos de los líderes más poderosos se dirigen a nosotros con su rostro solemne para justificar la seguridad de la humanidad, al tiempo que llenan sus despensas territoriales y extraterritoriales con arsenales nucleares y armas convencionales.
Parece, por tanto, fuera de lugar ver en la ciencia y en la tecnología la panacea del futuro del ser humano, especialmente si arrinconamos la ética en la aplicación de los hallazgos científicos. Coincidimos con Bertrand Russell en que el progreso de la ciencia no es necesariamente una bendición para la humanidad. Sobre todo cuando esos hallazgos convierten la ciencia en un instrumento político y al científico en un asalariado que tiene, como una obligación burocrática, descubrir nuevas verdades.
Presiones de esa naturaleza sobre el investigador para que, como las gallinas, incube por doquier los huevos de los hallazgos científicos, pueden producir farsantes de la ciencia que nos revelan que la delincuencia intelectual puede ser tan execrable y maligna como el asesinato, el robo, la estafa o la extorsión. Entre los horrores de ese siglo de horrores que acabamos de dejar, no podemos olvidar las muchas pseudociencias patrocinadas por los nazis y el retraso, el desprecio del mundo y el hambre por la repercusión que tuvieron sobre la agricultura, que las doctrinas de Lysenko, bendecidas por Stalin proporcionaron a la antigua Unión Soviética.
Por ello, la responsabilidad de la sociedad y del Estado, a través del sistema educativo, está en la preparación de las futuras generaciones con un sentido de búsqueda del conocimiento, de satisfacción plena por el aprendizaje y olfato para cuestionar lo que se les quiere presentar como verdades absolutas. La escuela debe inculcar en el sujeto que aprende un amor profundo por la idea de conocer, pero a la vez tiene que darle el derecho de pensar y de cuestionar lo que se le enseña. Cuando la escuela no deja pensar, cuando ésta se convierte en una dictadura para la mente, el niño asocia el ir la escuela con un lugar de castigo, como si aprender fuera una acción fatigosa y desagradable. Se debe, por tanto, eliminar de la educación, en primer lugar, la idea de que la niña o niño callado y obediente es el que se lleva todo los honores y en segundo lugar, esa actitud enquistada en la sociedad y en los propios dirigentes de que aquella sirve casi únicamente para ascender en la escala social, obtener prestigio, acumular honores, certificados y diplomas y llegar a ser un miembro destacado pero sumiso de la sociedad. La escuela, desde muy temprana edad, marca en la niñez la impronta negativa de que la evaluación de su aprendizaje como estudiante se recompensa con una nota, calificación o certificado. Se le llena desde siempre de papeles y títulos, lo que hace, sin pretenderlo, que busque más los diplomas que los aprendizajes.
Pero un educador no debe perder de vista que la adquisición del conocimiento es una responsabilidad inherente a la naturaleza humana. ¿Acaso hay que pagar por haber aprendido lo que deben saber? La mejor recompensa está en el acto de conocer. Ese es el secreto de los grandes pensadores y científicos.
Al mismo tiempo, los conocimientos se enseñan mediante asignaturas, fragmentados, en segmentos. Peor aun, se dicotomizan en dos áreas, las ciencias y las humanidades, como idiomas separados e incomunicables, como lenguajes contrapuestos. La escuela ayuda, lamentablemente, a romper ese puente natural que existe entre el conocimiento del ser humano, de su medio y de sus creaciones. Rompe ese sentido «gestáltico» y de armonía del universo, al que se refería Kepler. Diversificar puede ser bueno, si aplicamos el principio de la unidad en la diversidad. Esto exige integrar el conocimiento y romper esa falsa dicotomía sobre la que C.P. Snow expresaba que tan grave era una persona llena de ciencia que no pudiera darse cuenta de lo que significaba la Novena Sinfonía de Beethoven, como era grave que una persona llena de cultura humanística y artística no supiera lo que significan las dos primeras leyes de la termodinámica de Clausius. Creemos firmemente que el mundo del futuro, de hoy mismo, tendrá que regresar a ese concepto renacentista en donde la formación de hombres y mujeres se incline a que sepan mucho de lo suyo pero que sepan suficientemente de lo otro, de lo que no es su disciplina.
Precisamente, esa integración fortalece el sentido ético del ser humano. Le enseña a respetar al otro como a uno mismo. Le enseña que todos los conocimientos son complementarios, que los saberes generados por otras personas que no son de su disciplina o que no son de su cultura son tan importantes como los que forman parte de su propia especialidad. En este proceso, aprende a trabajar colectivamente, interdisciplinariamente, hoy más que nunca indispensable en la búsqueda del conocimiento y en la contemplación estética. Aprende que la adquisición de los conocimientos es una actividad natural, necesaria y satisfactoria. Aprende a cuidar, a tener cuidado por la naturaleza humana, por la cultura, por el medio ecológico, y en suma por todo el bagaje de saberes que constituye el mejor patrimonio que podemos legar a las generaciones futuras. La fragmentación de los saberes nos aproxima a la “persona entrenada” y nos aleja del desideratum de “persona educada” y nos puede convertir en eficientes robots, fuertes, admirables, magníficos, pero vacíos por dentro como esos frutos que crecen a orillas del mar muerto.
*Miguel Ángel Escotet es catedrático emérito de investigación y exdecano de la Universidad de Texas y fue el vicerrector fundador de la Universidad Nacional Abierta de Venezuela. Actualmente es el presidente de Afundación y rector-presidente de Ieside, España.