Papel Literario

La epístola de un siglo venezolano

por Avatar Papel Literario

Por ELISA LERNER

Este libro de Rodolfo Izaguirre es la carta de un hombre que siempre ha sido rebelde, en el que los fuegos dorados de la inteligencia no cesan, de corazón dulce y, recio a la vez, porque nuestro país ha exigido y exige muchas batallas. Lo que queda en el aire es la emocionada carta sobre un siglo venezolano. Una carta tierna, como los zumos de una fruta de nuestros trópicos. Por supuesto, sin dejar a un lado sus asperezas, porque Rodolfo Izaguirre nunca se ha ocultado de la historia. Siempre la historia ha querido pasar paralela a él. Sin embargo, él nunca ha tardado en tropezarse con ella y descubrir su amargo sabor. Aún en un libro de bellezas como este último. Acaso novela del género no ficción, como dirían ahora los entendidos. En medio de una trama preciosa pero, como el mar, poco dócil, nos trae en las olas que llegan a tierra, misivas conmovedoras de lo que hemos sido nosotros mismos, la sociedad, las familias venezolanas casi durante «cien años de soledad».

Y esa escritura está hecha con la desgarrada sinceridad, sin circunloquios, como lo hizo Thomas Bernhard con el país que le dejara una infancia oscurecida por la atroz experiencia del totalitarismo. Y, sin embargo, dejemos los ambages, este libro es una confesión de amor a la mujer, Belén Lobo, con la que convivió en santa e increíble felicidad y armonía, se dice pronto, durante la bicoca de cincuenta años. Conozco pocos libros como este de rendición cabal por parte de los escritores, a la figura y memoria de la mujer que ha sido su esposa. Al contrario, recuerdo nada menos que una sabia mujer, dos veces Premio Nobel en Física y en Química, madame Curie, quien en un breve diario fragmentario confía las tribulaciones que le ha ocasionado la súbita partida de su marido Pierre, muerto al instante cuando iba distraído y tropezó con el caballo que conducía un cochero por las calles de París.

En su fervor Lo que queda en el aire es comparable al tributo que Joe Di Maggio, casado por menos de un año con Marilyn Monroe, le lleva con fidelidad impresionante a la tumba de esta un ramo de rosas rojas que, con el paso del tiempo, se vuelven amarillas. Porque la más espléndida rosa amarilla fue la propia cabellera de la más cautivadora, pero tan solitaria desde siempre, Marilyn. En tributo fructífero, Belén Lobo deja a Rodolfo tres hijos donde el menos convencional de ellos prosigue los trazos del padre y se hace escritor.

Apabullada por los hermanos, tal como lo cuenta Maggie O Farrell en Destino de casada, Lucrezia di Cósimo descubre la belleza aproximadamente cuando es una niña de siete años y en la tigresa que guarda su padre en el sótano del palacio sorprende la añoranza de la selva. Belén se encuentra por primera vez con la belleza al admirar en el Teatro Municipal las delicadezas como de bosque dorado y, a la vez, de bosque naranja, en los bailarines que vuelan como mariposas nunca vistas en lo alto del escenario. El encuentro con la belleza le dará tesón y fuerza para seguir. La nutre de coraje y decisión para toda la vida. En el hogar casi dickensiano que le ha tocado, prontamente abandona los estudios en el liceo para cuidar de la madre. Pero cuando la madre muere y también un hermano, en medio del dolor que la embarga, tiene la puerta abierta. Muy jovencita comienza estudios de ballet en la Escuela de la Nena Coronil.

Rodolfo aunque acompañado de un coro de hermanos fue, de alguna manera, un pequeño y delicado Oliverio Twist cuando la madre Tula, exquisita como la urdimbre de las telarañas de oro que solo atisbamos ver en los sueños, muere joven y él está más necesitado de ella. En cambio, al progenitor no deja de reprocharle como en una «Carta al padre» sacada a la valentía de las intemperies, no oculta en la secreta cobardía de las cómodas. A Rodolfo le asiste la reciedumbre, esa sinceridad apabullante quizá en razón de que había nacido con el don de la belleza y no necesitó de revelaciones. O ese don que había nacido con él se hizo acaso más ferviente cuando pudo admirar los milagros de Hollywood en el modestísimo Teatro Colón, en las proximidades de su casa materna. Acaso la vida era como la bailaban Fred Astaire y Gingers Rogers en las espejeantes pistas armónicas del cine musical. Y, si no lo era, Rodolfo terminó por escribir como ágil y elegante bailarín al proporcionar belleza a los que estaban más próximos al corazón de sus páginas. Por otra parte, cuando leyó La montaña mágica de Thomas Mann quizá percibió que, de algún modo, ya la había empezado a leer durante su infancia en la inolvidable caligrafía del rostro de Greta Garbo. De seguro, una metáfora visual del semblante enigmático de Claudia Chauchat, maravilloso personaje de La montaña mágica que nunca terminará de responder a nuestras preguntas.

Asimismo Rodolfo debió embelesar de Belén una joven independiente, decidida. Lo tengo dicho. La pasión por la danza probablemente se originó en ella como una forma de vuelo superior para elevarse por encima del dolor vivido en el hogar, la displicencia del padre hacia la madre de Belén, la anticipada muerte de esta. En el país del gomecismo, la presunta esposa era un naipe efímero que lucía colorida estampa durante la noche erótica. Cercanos al alba, estampa desteñida pronta a ser suplida por otro naipe. En suma, como en un pueblo de vastísimo éxodo como el judío el hogar no era un país, la claridad de un orden grato donde tengan refugio las primerizas ilusiones e incertidumbres de la vida. Llegó el momento en que habría que emprender la huida para otro país de verdad. Belén lo encontró en la danza, Rodolfo en el cine y en la escritura.

El libro delicioso de Rodolfo Izaguirre a veces brama de dolor cuando evoca los denuestos de nuestra historia. Sin embargo, nuestro escritor a cada tanto rasura sin contemplación «la barba incivil de la que se hace eco nuestro notable poeta Ramos Sucre en poema aparentemente de remota índole. Aun así, me atrevería a decir que este es un libro burbujeante, con muchas páginas de contento y regocijo. Capítulos amorosos, sonrientes, de humor chispeante y ligero, donde la amistad tiene su reino de tintes dorados cuando se evoca, sobre todo a Salvador Garmendia y a Perán Erminy.

Lo que queda en el aire es la carta de un siglo venezolano vivido entre avalanchas buenas, risueñas y avalanchas menos buenas, dolorosas. La carta de un siglo iluminada cordialmente por la luz de un jardín familiar del trópico. Los verdes son un sueño unánime y protector de los helechos desde el cristal de la casa. En el relato de Rodolfo el tiempo se abre y se cierra, vuelve a abrirse y cerrarse, tal como los abanicos que Belén Lobo amaba.

Primoroso cristal del hogar, a partir del que se advierte, sin sonrojo, pero con intensidad poética y donaire, lo que a través de los personales destinos de Belén y de Rodolfo se ha sufrido pero también amado. Y, claro está, en rescate para la fecundidad del arte y la belleza, para lo que queda en el aire.

*Lo que queda en el aire. Rodolfo Izaguirre. Gisela Capellin Ediciones. Caracas, 2023.


Elisa Lerner

Por RODOLFO IZAGUIRRE

Somos muchos los que envidiamos el don y la capacidad de Elisa Lerner para expresar, envolver o arropar al universo; para definir lo indefinible y revelar situaciones y estados de ánimo empleando pocas palabras. Y tengo, además, mil razones para adorar a Elisa de la misma manera que adoro a Isaac Chocrón. En una oportunidad, Elisa me envió un correo preguntando si debía asistir o no a una reunión que podría incomodarla políticamente. Razoné y sugerí que era preferible que no asistiese a esa reunión. Seguidamente, me contestó con dos palabras: “¡Aduciré cansancio!”.

Ahora, les pregunto a ustedes: ¿cuántas veces en lo que llevan de vida han conjugado ustedes el verbo aducir? ¡Lo ven? Elisa lo conjugó de manera concisa y admirable; lo que revela un conocimiento y un uso preciso y acertado del lenguaje que ya quisiera yo para mí retórico como soy, generoso con adjetivos que a veces ni siquiera llegan a calificar.

Digo esto porque Elisa aludió una vez a la bandera judía. Existe desde luego la bandera del Estado de Israel, la bandera de Pinkas Zukerman: dos rayas azules del mismo tamaño sobre un fondo blanco y en el centro la Estrella de David también de color azul. Una bandera que fue adoptada cinco meses después del establecimiento del Estado de Israel el 25 Tishrei, 5709 que equivale, en mi humilde y juvenil calendario, al 28 de octubre de 1948. Pero Elisa se refería a otra bandera, a la bandera del pueblo judío y dijo que esa bandera no era otra que el mantel y al decirlo, se refería al hecho de que en la cotidianidad judía, en la dispersión, el exilio; en la diáspora siempre hay una mesa servida, un mantel puesto, una tradición milenaria, algo que comer. Es decir, ¡una familia! ¡En la obra teatral de Chocrón, la familia aparece en la mayoría de sus piezas y en Elisa! ¡Hay toda una vida con mamá!

Ellos son dramaturgos, esto es, afiliados a la palabra; judíos y venezolanos los dos: sefardí uno, askenazí Elisa. Chocrón es autor de diálogos deslumbrantes y Elisa es dueña absoluta del monólogo pero cuando debe dialogar da pasos mordaces y sarcásticos al frente. La mitología caraqueña establece que Elisa dio esos pasos en el 2000 cuando Hugo Chávez le entregó en Miraflores el Premio Nacional de Literatura. El caudillo, agresivo, la increpó: “¡Tú no eres de aquí!” como si le restregara la condición judía que, en su mala intención, significaba decirle extranjera, ganas de echarla fuera del país; hacerle ver que usurpaba la nacionalidad del Premio. “Nací en Valencia”, contestó Elisa y de inmediato desconcertó al militar: “¿Usted ha leído alguna de mis obras?”.