
“Cómo no pensar que los venezolanos estamos condenados a los repetitivos y frustrantes trabajos de Sísifo, reducido a empujar un peñasco cuesta arriba por una montaña para, antes de llegar a la cima, verla rodar otra vez hacia el punto de partida. Cómo no enloquecerse con esta idea, más si cada día se renueva el memorial de torturas a los presos políticos y abusos a sus familiares”
Por MILAGROS SOCORRO
—Partes de una falsa premisa —digo, más para ganar tiempo que para establecer la atmósfera de lo que quiero expresar. La pregunta, apenas la primera, me ha cogido de sorpresa. No esperaba ser interrogada acerca de algo personal, de las razones para haber tomado una decisión o de un episodio particularmente complejo de mi vida.
Los ojos me arden. La garganta parece habérseme cerrado. Me temo el desastre. El correo electrónico de una amable periodista española, para sostener una entrevista para la revista Ethic, proponía hablar de libertad de expresión, del auge de los populismos, la debilitación de las democracias o la situación de Venezuela. Dado que la cuestioncita de Venezuela estaba de última en la enumeración, precedida, además, de la conjunción “o” (no “y”, por lo que sonaba a circunstancial, a quizás, a si queda tiempo), di por hecho, de manera inconsciente, que la conversación se iría por asuntos más o menos abstractos, en los que, aposté, podría moverme con distancia y sofisticación.
La propuesta había llegado en días sombríos. El régimen de Nicolás Maduro, en una de esas operaciones de borramiento de la realidad a las que el socialismo autoritario es tan afecto, había anunciado que convocaría a elecciones regionales. Como si las del 28 de julio no hubieran existido; él no las hubiera perdido de manera humillante; el Consejo Nacional Electoral (CNE) no se hubiera abstenido de publicar los resultados, como establece la ley, que obliga a ofrecer pormenores respecto de las cifras finales en centros y mesas de votación; el ganador de esos comicios no estuviera vagando por el mundo en busca de alianzas para el regreso de la democracia en Venezuela, mientras el perdedor se autojuramentaba en una ceremonia sin prensa ni embajadores (salvo los cómplices de Cuba, Nicaragua y alguno más de ese jaez). Como si María Corina Machado y su equipo más cercano no estuvieran escondida ella y refugiados ellos en la embajada de Argentina y esta no estuviera sitiada por las fuerzas represivas de la tiranía. Como si el activismo electoral en Venezuela no constituyera un delito, como lo confirma el hecho de que decenas de miembros de mesas fueron secuestrados y confinados a las mazmorras de la tiranía. Y como si la casi totalidad de la dirigencia política de oposición no estuviera en la cárcel, en el exilio o en la clandestinidad, acosada, además, por las huestes de descrédito y difamación del régimen que no descansa y no cesa de crecer alimentada por ingentes recursos.
Como era de prever, la convocatoria a elecciones en los ámbitos regionales y locales funcionó como los campanazos que Iván Pavlov hacía sonar mientras ofrecía comida a sus perros. Una parte de la oposición, no la más numerosa ni, ciertamente, más prestigiosa, pero sí un gajo que contribuye a descompactar la necesaria unidad en torno a la defensa y reivindicación del 28 de julio como el más grande logro del país democrático en su conjunto, desde la llegada del chavismo al poder, en 1998, empezó a salivar. Y vengan los enfrentamientos, el baile al son que toca Miraflores, el descenso del nivel del debate y el descuido de lo fundamental, cual es el espíritu del 28 de julio, la existencia de un presidente legítimo fuera del cargo mientras el espurio corre la arruga para permanecer en él.
Cómo no pensar que los venezolanos estamos condenados a los repetitivos y frustrantes trabajos de Sísifo, reducido a empujar un peñasco cuesta arriba por una montaña para, antes de llegar a la cima, verla rodar otra vez hacia el punto de partida. Cómo no enloquecerse con esta idea, más si cada día se renueva el memorial de torturas a los presos políticos y abusos a sus familiares.
Una colega española que me contacta es —pido a Dios que sea— la oportunidad de hacer amigas nuevas, agüita de mayo para una mujer migrante; o, por lo menos, una mujer migrante sociable y privilegiada de nacimiento con las amigas más ingeniosas, descaradas y preciosas, como soy yo, la eterna feíta del grupo y la última en enterarse de las milagrosas bondades de tal o cual recurso de levantamiento… de algo.
Me propongo disimular mi desazón. Es preciso que no se me note la cruz de ceniza que llevo en la frente como marca de vergüenza de pertenecer a la generación que dejó perder el país en manos de una mafia vergonzante y crudelísima. Debo dar una imagen de éxito, de alegre despreocupación, talante, según entiendo, proclive para hacer nuevas relaciones.
En los días previos a la cita con la periodista de Ethic me obligo a dejar pasar los pensamientos lúgubres como quien ve desfilar los autos sobre los charcos. Nadie quiere una sombra negra a su alrededor, en la jungla los animales fuertes huelen la sangre y la debilidad… Me repito ideas así. No es la primera vez, qué va. Cada vez que me he presentado a solicitar un puesto de profesora de escritura creativa o de literatura hispanoamericana en una universidad, me esfuerzo por comunicar un aire olímpico: competitivo, ganador, refractario a los fracasos. Reilona y con pendientes tintineantes, encajo el rechazo. Otra vez será.
El día antes del encuentro estoy en el metro. Espero a que amaine un poco la lluvia. El migrante caribeño se apunta a una gripe de un mes en cada invierno. Fiebres nocturnas, tos que hace palpitar la cabeza… pero lo peor es que te hace ver forastera. Si no lo fueras, ya dominarías la ciencia que es el invierno. Y, claro, el forastero es el tendero, los chinos de las quincallas, los paquistaníes de la frutería… No quiero pasar por comerciante, gente sin tierras. Mujer sin tierra.
Un muchacho se acerca a la taquilla del metro, donde me encuentro apoyada, para pedirle a la empleada que le abra la puerta aneja a los torniquetes por donde debe pasar con su bicicleta. Mientras el manto de lluvia se cierne sobre las escaleras que conducen al subterráneo, me entretengo en observar al joven, migrante desde luego. Debe pasar con su bicicleta, no delante ni detrás, al lado. Reparo en sus contorsiones, hunde el estómago, adelanta los hombros, estira los brazos para sostener el manubrio, tampoco se ahorra encogimientos. El cuerpo del migrante no encaja en ninguna parte, concluyo. Pero yo debo embutirme como sea en una imagen de mí misma que mantenga a raya la autocompasión y el desconsuelo. Así no llegaré a ninguna parte.
Debo causar buena impresión, es el criterio que gobierna la elección de mi ropa el día de la entrevista. Con ese precepto me maquillo las cejas, que los tumbos por el mundo han hecho casi desaparecer (yo, que cuando era liceísta recortaba las puntas de unas cejas que parecían ondear en el ventarrón de un futuro tan auspicioso). Escojo unos pendientes que semejen esculturas, algo mundano, los accesorios de una señora cosmopolita, consciente de que los países, lo mismo que las personas, atraviesan tempestades, pero siempre están chéveres, hieráticas, apolíneas.
Camino al lugar pautado, me repito que debo causar buena impresión. Esto pasa por comunicar la certeza de que Venezuela atraviesa ciertas borrascas, pero que todo pasará, no es tan grave. Total, ya he vivido tanto, he visto tanto. Nada me perturba.
El primer error viene cuando me preguntan cómo quiero la leche del café.
—Caliente —respondo al vuelo, con una ceja alzada y una seguridad que espero pasmosa.
—Me refiero a que si la quiere deslactosada, descremada, desperfumada, de almendra, de garbanzo, del Himalaya o de cabras exceptuadas de machos.
Algo así. El bochorno me ensordece.
Y la catástrofe sobreviene cuando Carmen Gómez-Cotta abre un cuaderno y me acribilla:
—¿Por qué abandonaste Venezuela?
—Partes de una falsa premisa —balbuceo.
Quiero decirle que ni un día, ni un minuto… que vivo pendiente de las incidencias, que por las noches, cada noche, regreso a la casa de mi infancia, a las aulas de las monjas españolas, que no hay manera, que me habita, que no pienso en otra cosa…
Pero no puedo decir nada. Si hablo, como dice el son cubano, toda mi argumentación de negro fino se me va a caer.
Me recupero, pero ya me ha invadido la certeza de que tendré una mala tarde. De que he entrado no con capote sino con mantilla. Persistiré. Necesito amigos nuevos, unos que no sepan de los muchos descalabros. Unos cuyas caras sean espejos que me devuelvan una estampa de esperanza risueña y de satisfecha comprobación de que la piedra está arriba, bien acomodada y anclada en la cresta.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional