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La enigmática Marisol

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Por BEATRIZ SOGBE

Hay algo amenazador en un silencio demasiado grande

Sófocles

Con Marisol Escobar (París, 1930 – NY, 2016) hablé en tres oportunidades. Aunque la palabra exacta no debería ser hablar. Era muy difícil sostener una conversación con la misteriosa Marisol. La primera vez no hubo empatía. Comenzó a hablar en francés con su galerista caraqueño. Me disgustó mucho que tres personas venezolanas empezaran a hablar en francés. Y se lo dije. Respondió que ella «pensaba en francés». La segunda vez —de nuevo con su marchand— fue para ver ubicación y proporciones del conjunto de Carlos Gardel. Fue un trayecto penoso. Entonces le pregunté si le caía mal. Me dijo: «No, me agradas. No me acosas a preguntas. Me aceptas como soy. Simplemente no me gustan los encargos. No me quedan bien». Y miró a su dealer, en un gesto revelador. Hice un repaso mental y tuve que darle la razón. Sus piezas de encargo no son las más felices. Pensé en ese momento en una frase de Frank Lloyd Wright, en una oportunidad que le preguntaron porque hacía algunas casas muy comerciales —que no le hacía mérito a otras tan conocidas como Robie House o la casa de la cascada. Su respuesta fue: Tenía que comprarle zapatos a los muchachos. Una empresa complicada si recordamos que Wright tuvo siete hijos y adoptó una más. Al regreso de la visita —escuetamente— repasamos las proporciones. La pieza tampoco fue de las mejores pero, al poco tiempo de instalada, el «conjunto Gardel» estaba lleno de flores de sus fanáticos. Supongo que tiene que ver con el delirio que el personaje causa a algunos. El tercer encuentro fue a través de Simón Alberto Consalvi. Departimos toda la velada y la fui entendiendo como persona. Teníamos más cosas en común de lo que pensaba. Ambas somos hijas únicas, quedamos huérfanas adolescentes y nos tocó vivir en ciudades disímiles. Los hijos únicos somos muy solitarios. Crecimos jugando solos —no había otra alternativa—, y el cambio de ciudades, en los primeros años de vida, no permite que seamos gregarios.

Es conocido que la madre de la artista se suicidó en su presencia a la edad de once años. Una asunto infeliz porque si la gente quiere acabar con su vida lo mínimo que debe hacer es hacerlo en privado, con carta explicativa y mucho menos sin la presencia de niños. Hasta para morir hay que tener clase. Y si alguien tuvo clase fue, precisamente, Marisol. Nacida en París, fue una mujer muy cosmopolita. Sus fotos de joven revelan a una mujer interesante, delgada, con estilo y de rasgos definidos. Nada que ver con una rubiecita gringa  desabrida. Tenía glamour. Y eso la hizo la delicia de las revistas de moda como Vogue y otras del jet set neoyorquino. Pero Marisol tenía sus migas. Muy bien formada en las mejores escuelas de pintura (Escuela Superior de Bellas Artes y la Academia Julian, de París, y en la Art Students League y la New York School for Social Research, de Nueva York). Ella brillaría en Nueva York y, con apenas 28 años, tiene su primera exposición en la mítica galería de Leo Castelli en Nueva. York. Le seguirían la Stabile, el Arts Clubs y la Sidney Janis, en Nueva York. En esta última estaría hasta 1994, donde pasaría a la Galería Marlborough hasta el final de su vida. Para 1958, Marisol era más famosa que Andy Warhol. Se conocen en 1962, y ya para esa época éste deseaba tener su éxito. No por eso dejaron de ser amigos y de hacer cosas juntos en su taller de «La Fábrica». Hizo amistad con Frank Stella, Hans Hofmann, Jackson Pollock, Franz Kline. Eso la convierte en la estrella femenina del Pop Art. Creo que sin ella proponérselo. En tal sentido, el crítico Sebastian Smee escribió: «El silencio se convirtió en tal hábito que realmente no tenía que decirle nada a nadie». Al final entendió que lo grande se hace en silencio y que en la soledad solo se oye lo esencial.

Vale la pena analizar su trabajo. Y el porqué de ese éxito. Con Hans Hofmann aprende la teoría del color del expresionismo abstracto que el llamó push and pull (empujar y jalar). Una teoría de color que se basa en que los colores asociados se rechazan, se atraen  y se tiran entre sí. Con ello introducen volumen, movimiento y la ilusión de la tercera dimensión. Marisol lo analiza y lo lleva a la escultura. Lo hace utilizando volúmenes, haciendo ensamblajes, desarrolla piezas con su gran capacidad de dibujante e introduciendo el color, básicamente trabajando con la figura humana. Hofmann viene del expresionismo abstracto y Marisol utiliza sus teorías de la abstracción para desarrollarlas en la figuración —a la cual nunca le faltan partidarios, pero que, generalmente, carece de una teoría persuasiva. De tal manera que ella es el enlace. Ese nudo gordiano entre abstracción y figuración. Como artista del Pop Art encaja en sus piezas diferentes elementos, pero también, la denuncia de los asuntos cotidianos. Entendió que los silencios pueden enloquecer a otros. De ahí proviene su importancia e interés. Las piezas de Marisol no son solo un hecho estético, sino que son denuncia. Un grito  en medio de su poderoso silencio.

Es así como relata su drama con la madre en Mi madre y yo.  Genera grupos cuyo solo título es una denuncia. Piezas como «los mercaderes», en donde el conjunto habla de gente que comercializa el mundo exterior y no solo el arte.  En la «doble cita» hace una alusión a la soledad y la alienación. O «la fiesta» —un conjunto de quince mujeres hieráticas que demuestran su soledad en medio del tumulto. Dibuja directamente sobre la madera, les añade color, objetos cotidianos, coloca unas adelantes y otras atrás. Como tallista nos reveló un collage tridimensional, en ensamblajes totémicos.  Las empuja, se atraen, se rechazan. Había logrado el push and pull, en forma tridimensional. Se burló de todos. Y de sí misma. En un mundo donde los artistas andan buscando premios, exposiciones y otros laureles, Marisol los despreció. La obra habla por sí misma. Y superó esas menudencias. En su obra y vida nos demostró que nada realza más la autoridad y la presencia que el silencio.

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