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La edad de mirar

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Por MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

Cuando uno ve por primera vez una de esas fotografías de Audio Cepeda que nos muestran un rostro tal vez desapercibido, una figura que parece esperar, piensa en la afortunada conjunción donde al observador se le permite captar una circunstancia. Pero cuando tienes al frente, en fila, un lote de esas imágenes, desechas aquella teoría de la buena suerte, no es posible que siempre reaparezcan las mismas condiciones y el mismo clima favorable de luz y sombra, de actitud y semblante del fotografiado. Nos damos cuenta de la recurrencia, de lo previsible y retornable, sabemos de un mecanismo capaz de restituir un tiempo inaprensible, el asunto pareciera ya no tener nada que ver con el estado de ánimo de observador y observados. Algo distintivo caracteriza la imagen, la marca y condiciona al extremo de poder identificar una de estas fotografías como si se tratara de una tela emblemática ante los ojos del experto. Y, justamente, no es necesario ser un conocedor para dar con esas afinidades, trazos indefinibles, una impresión, susceptibles de informarnos de la identidad del fotógrafo, la indeleble autoría.

Suma de ejercicios en el largo tiempo o un sentido de apreciación dan como resultado la obra deseada, y una especie de derroche de facilidades, aparentemente sin mayor esfuerzo fluye esta eficiente captación. La mirada busca, explora fugazmente en un acto de sincronía más que de ajuste, no busca el ángulo ni dispone sombras, pues no hablamos de interacción, ni de acuerdo, nadie espera complacer a nadie, simplemente se trata de la aventura siempre exitosa del que no deja nada al azar. Mirar no para descubrir sino para mejor iluminar lo que ya se ha entrevisto. Pudiera decirse que es el ideal de un fotógrafo ciego.

Los otros están mirando su mundo, van en su propio ensimismamiento, y la imagen fiel percibe el discurrir de aquel mundo, lo fija haciendo de un rostro la imagen de un temperamento. Sería tentador probar fotografiarlos de espaldas, a lo mejor se requeriría un esfuerzo adicional para reconocerlos y hasta saber quiénes son. ¿Qué es lo singular de estas actitudes?, ¿un gesto, una manera de mostrarse? De ser así entonces pudiéramos hablar de un esquema, sabemos instintivamente que no se trata de eso, nada de guía de ensamblaje. Aun cuando miran al frente parecen estar distraídos, sustraídos a esa clase de tensión que hace a la gente enajenada, salirse de sí. Los contiene la ausencia de mundo, diríamos. Interesa escudriñar en esta condición pues es la fuente de lo singular, lo recurrente organizador del tiempo inaprensible, y también lo uniformador: los seres se muestran como son porque abandonaron por un instante sus intereses, bruscamente hicieron empatía con aquello que los rodea, una ecología afable surge como por magia de una realidad que constriñe.

Curiosamente, en ese acto de mostrarse como se es no parece haber sobresaltos, no hay dolor, aunque exista, si habría que ponerle un nombre a ese estado lo llamaríamos conciliación. Audio Cepeda fotografía la conciliación porque no insiste en buscar gestos del conflicto de la personalidad y su espectáculo. De alguna manera, el individuo se oculta en una personalidad, en unas maneras de intercambiar en las cuales se desdobla y se resguarda; llegan a ser pintorescas por el énfasis en un estilo, aunque ni siquiera es tal, sólo una rutina exitosa. Cuando se sustraen de ese histrionismo, entonces algo los ilumina, algo resplandece, y en ese abandono suele estar lo novedoso. Imposible discernir quien mira a quien, y ya ese estatuto poco significa, se ha trascendido la calificación política de la mirada y se instaura el reino de una cierta autonomía de la comunicación, pues se comunica ya no desde un referente (como quiero verte y como quiero verme) sino desde la gratuidad de la melancolía, eso que somos a pesar de nosotros mismos.

La suma de personajes no hace el conjunto, la relación de grupo es ajena a estos rostros porque están recortados desde la soledad. Ni siquiera los objetos, el decorado, los perturba, éste aparece, pero no irrumpe, la expresión del risueño lo detiene y cesa la intromisión, observemos: no hay ruido, las formas han sido apaciguadas, no nos distrae una lámpara que cuelga, tampoco la esquina de un sofá, sentimos el peso de una mirada directa u oblicua, siempre en su propia pausa. Y ese entorno, el nicho, puede ser un volumen donde una mano se posa, pero también un horizonte de sombra, la textura rugosa de una pared, la determinación de no hacer del espacio un horizonte de iconos, libera para el ejercicio de exploración de la figura. Los rasgos sintéticos pueden estar en un primer plano del rostro o en una inflexión del cuerpo, la elocuencia puede venir de lo omitido, los datos no están ordenados, aunque siempre presentes —como si previamente hubiera habido un acuerdo para dejar sólo lo pertinente. Estos retratos califican para un estudio de la paciencia, y esto parece un mérito moral, pues nada presiona desde el exterior, no hay prisa, tampoco regodeo. Pero a fin de cuentas son especímenes de una taxonomía, nutren el orden para mejor señalarlo, y si ellos nos recuerdan la parsimonia es porque nada los acosa: la especie está abandonada a sí misma. Y es una condición, ya no un mérito, lo sabe el ojo que mira y se dispone siempre a sacarle el mayor provecho posible. La lentitud de un tiempo hecho pausa cuando se instala en espacios cerrados, es estar al resguardo no tanto de los cuerpos físicos como del acoso de las referencias, necesitan una cuna, una casa, su madriguera donde cerrar los ojos para ver mejor. Allí los encuentra el cazador, al abrigo, y cierra los ojos para mejor oír su pálpito.

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