Por LIDIA SALAS
La lectura de Tiempo de diluvio, tiempo de demonios de Horacio Biord Castillo ha estremecido las hebras del alma con el discurso que Edgard Vidaurre, en el prólogo del mismo, ubica en una dimensión sagrada. Él identifica en el sujeto hablante la voz de un mago, de un sacerdote, de un profeta. De manera brillante señala en sus apreciaciones la relación del tema de estos poemas con antiguos textos hebreos y libros míticos como El Gilgamesh, para sustentar el análisis de su lectura. Análisis que sirve de guía interpretativa de los significados ascéticos de estos poemas.
Como en toda escritura magistral el lector advierte la polisemia de los textos; por lo tanto, si bien las aseveraciones del prologuista convencen de estar ante páginas sacras, el objetivo de nuestra lectura es señalar los elementos que expresan la dimensión humana, del hombre ordinario cuyas quejas se escuchan también en la cadencia de estos versos.
Nuestras ideas se sustentan en las teorías emitidas por Jean Paul Sartre en El existencialismo es un humanismo, en el cual define el concepto de condición humana como el conjunto de los límites a priori que bosquejan la situación fundamental del hombre en el universo; estos límites son comunes a todos los integrantes de la comunidad terrenal, y se constituyen en el escenario inevitable donde se desarrolla la vida humana. Se hace referencia no sólo a su naturaleza inmanente, sino a los saberes necesarios para que el individuo pueda encarar las certezas e incertidumbres, forjar sueños y buscar las estrategias para lograrlos, de manera que le aporten satisfacción y felicidad.
Interesan en la exposición de la idea de condición humana, la complejidad de un ser biológico con una espiritualidad y una conciencia que trasciende su mortalidad, pero sobre todo se hace énfasis en las experiencias que suscitan en su día a día el advenimiento de tiempos apocalípticos. Es en el quehacer cotidiano donde confluyen hechos, circunstancias, relaciones, en las que el individuo refleja sus saberes, conciencia y espiritualidad. Gran parte de los poemas de este libro tratan de esos acontecimientos anónimos, que hacen exclamar al sujeto poético:
No encuentro la puerta, la casa, la calle
No tendré almohada esta noche
Nos tocan muy de cerca estos versos porque desde hace algún tiempo tenemos una pesadilla recurrente: estamos en lugares conocidos o extraños con la urgencia de volver a casa, por situaciones o personajes fortuitos, esto se hace imposible dejándonos al despertar la angustia que expresa el poema, el que parece haber sido escrito por inspiración propia.
El dolor es uno de los elementos presentes en esa condición del hijo del tiempo, que deseamos testimoniar. El ser doblegado por la desgracia, acosado por carencias, desgarrado por el filo del mal y danzante en su propia soledad, es el que derrama las palabras en la página 87. Dice así:
El dolor nunca se va
Polvo infinito bajo el párpado,
cuece ilusiones y se torna incesante medio día
El dolor nunca se va
Hiere como ave de presa
y vuela en pos de carroña
sobre el indefenso hombro
del añorado alero
El dolor nunca se va
Es un insecto que danza
hasta horadar el silencio de la siesta
El dolor nunca se va
Es un diluvio
que se hace desierto
y muerte
El poeta escribe con devoción sobre pasajes del diluvio descrito por tradiciones religiosas de diversas culturas, tal como se explica en el prólogo. Si bien el autor se inspira en hechos épicos de un colectivo, sus estrofas reflexionan también sobre los diluvios individuales ocasionados por las gotas que:
…mojan mi cuerpo
o manchan mis libros,
cuando dañan el pan de la cena
o cuando desdibujan el rostro
niño
de mis hijos
atónitos en el porta retrato
Es el hombre anónimo quien habla de cómo la intemperie de la lluvia arrasa la intimidad de su entorno: cuerpo, libros, pan, fotos, con las goteras que caen desde el techo, y la terrible sensación que dejan en su ánimo de:
río sin agua,
de montaña sin flores,
de casa sin mesa,
de rostro sin ojos,
de amor sin besos
Releo estas frases sencillas y los garfios de sus significados, hienden con su acento de pérdida.
Es oportuno hacer alianza con las reflexiones que Edgard Vidaurre expone de su ensayo El reino de Dios, en el que aclara que la resurrección del Hijo de Dios es lo que valida la crucifixión. En varias de estas páginas, se muestra el dolor que lacera a los seres humanos en el Gólgota de una realidad perversa. Nos atrevemos a completar con lo que enseña Helen Schucman en su libro inspirado Un curso de milagros, cuando dice que la crucifixión es el instrumento para liberarse del miedo ante el ataque; el hombre debe aprender del ejemplo del Nazareno en la cruz, quien a pesar de ser perseguido, traicionado, abandonado, golpeado, asesinado no reaccionó porque tenía conciencia de su inocencia. En el poema final, el que comentaremos más adelante, canta la resurrección posible de ese ser terrenal vapuleado.
Igualmente recordamos el libro citado de Jerry Fyerkenstad, Encuentro con la sombra, en los que según dice el psicólogo junguiano, Jung creía que Dios, el Dios viviente, solo puede ser encontrado donde menos queremos mirar, en el lugar en el que más nos resistimos en buscar. Ese Dios se halla oculto en nuestra oscuridad y en nuestra sombra… Hemos compartido las emociones que Vidaurre confiesa haber sentido en la lectura de este libro. El lector que se deja envolver por la pasión de quien escribe, siente la búsqueda de la Luz Divina en medio de las carencias de:
los desiertos cercanos,
esos minúsculos lugares que asesinan
La humanidad está en reconocer el desasosiego en las oscuras experiencias del pasado, en las culpas secretas, en las palabras que desgarran con las historias que cuentan; es precisamente en esos médanos y manantiales, en plazas con multitudes y solitarios callejones, entre barro que se hace oro y oro que se hace fango, sobre espéculo de nubes y pulidas lajas, entre piedras filosas y pozos de luz extraña, donde la voz poética busca la expiación para que las mismas palabras que expresan las desgarraduras sirvan como mantra: luz de redención, la verdad de la belleza escondida en el estiércol de las experiencias humanas.
Solo después de señalarlas carencias y desencuentros con la ley esculpida en la conciencia, después de aceptar la materia terrestre que lo conforma, el ser humano puede encontrar en las sombras de su nada, el espíritu de la herencia divina. Por supuesto, en estos versos se plantea el ejercicio de expiación, la búsqueda de Dios, al que hacía referencia el autor citado.
En la escritura de los poemas está esculpida la tragedia de los ángeles caídos, esos que merodean por ciudades y calzadas como el que se describe en la página 49:
Un ángel tal vez ebrio
camina por las veredas
Destruye setos y flores
Se oyen sus risotadas
Su canto es una tormenta de agua sucia
Sus alas al temblar convocan alimañas
y azotan hasta apagar las luces
Hurta, viola, depreda
La gente huye temerosa
Es un ángel sanguinario
altivo
prosaico
de esos que con razón cayeron
Realidad en la que esos demonios, todavía con un remoto esplendor de ángeles, caminan por nuestras calles y barrios. Realidad humana por lo cercana, la que golpea en estas páginas.
Vuelve el poeta a señalar lugares, muebles que perduran en sus recuerdos de niño: el escaparate como puñal filoso que todavía corta el fraseo de sus versos. Los secretos convertidos en abismos profundos, donde el espíritu se retuerce en lo palpable de mentes y cuerpos atenazados por esos días oscuros, ¿días de castigos o de redención?
En estas páginas desfila una zoología siniestra: lechuzas, comadrejas, perros con cuernos, serpientes, insectos, peces, cangrejos, anémonas, sapos y ratas, pero aparecen también personajes que hemos conocido: la vieja que desentierra bestias de arcilla y cobre, el jefe que pide ser obedecido y defendido, el militar desdentado que proclama sus verdades, los soldados que van y vienen sin uniforme, más que metáforas del mal son las imágenes de este tiempo definido como:
Tiempo de calamidad y ceguera,
dice
Tiempo de guarecerse en el silencio y la pluma
El lenguaje usado por el poeta imbrica a los otros, en el uso de los pronombres, en las tachaduras de tiempos verbales convierten al lector en sujeto actuante de los hechos que se cantan. Hay un acento profundamente humano en el recuento de ese paso por el camino de un calvario, en cuyas piedras reluce la sangre del Hijo del Hombre. No hay comparación entre la narración del cruce por tales días, con la promesa de una solución a tanto daño. Sin embargo, en los versos finales se proclama el triunfo de las nostalgias, ilusiones y sueños, con el salto casi vuelo del hombre. Ese vencedor que moverá la vida, la mirará con asombro desde la escotilla de su esperanza. Un credo exultante de quien reconoce el lodo y las lluvias en la materia que lo conforma, pero sabe que en su alma arde una chispa de luz infinita, donde se macera la poesía. Poesía, que se convertirá mediante las palabras enfogata inextinguible que perdurará después que la muerte haga polvo los dedos que la escribieron, los ojos que extendieron la mirada más allá del tiempo de diluvios, el corazón atravesado por las congojas de la existencia.
El siguiente es el poema donde se expresa el triunfo del ser humano sobre los tiempos maléficos:
Al final tu cuerpo ha de elevarse
como espuma y vitral
como canción de madrigales
y dará el salto que conjura
estas ilógicas tempestades
que quiebran las copas
y adormecen las flores
Tus manos moverán la vida
y la harán de nuevo
como tal vez la vio con asombro Noé
desde una pequeña escotilla de la gran nave
La lectura de estas páginas acompañó el aislamiento que todavía sufrimos en este nuevo año. En muchas de sus estrofas, hay un retazo de pasado común a todos. El caer intermitente de las goteras recuerda ese sin sonido de la soledad que atraviesa los insomnios.
Se recomienda ampliamente la lectura de este poemario. Biord Castillo, en un lenguaje pleno de metáforas, de reminiscencias de la historia del hombre, desteje la letanía de su estirpe, que es la misma de los seres de una raza, que ha sido asolada por la propia iniquidad, pero que ha tenido en las palabras, el fuego para forjar una conciencia real de su humana condición. El elemento eterno de la poesía, para elevarse y elevar un canto hasta las alturas de su Creador.