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La degradación de una nación

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Por LEÓN SARCOS

La historia nos muestra excelentes retratos, en distintos países y épocas, de millones de seres humanos sometidos a procesos de degradación. Solo que en las sociedades abiertas y democráticas esta es parcial, pasajera o temporal, y en las cerradas y totalitarias la degradación es progresiva, permanente y total.

Aleksandr Solzhenitsyn, escritor e historiador ruso, premio Nobel de Literatura 1970 y hoy un tanto olvidado, se convertiría en uno de los críticos más acérrimos del comunismo soviético con su famoso libro Archipiélago Gulag, a través del cual dio a conocer el sistema de degradación y tortura al que se veían sometidos los prisioneros en campos de trabajos forzados de la extinta Unión Soviética, en los que él estuvo recluido durante 11 penosos y largos años entre 1945 y 1956.

Según la RAE, la degradación no es otra cosa que privar a alguien de sus dignidades, honores, empleos o privilegios; disminuir progresivamente la fuerza, la intensidad o el tamaño de alguien o algo; y humillar, rebajar y envilecer. Es esta última, en su connotación social y psicológica, la definición que utilizaré para explicar la terrible tragedia a la que cotidianamente hemos sido sometidos en Venezuela.

Lo opuesto a la degradación, su antídoto más demoledor, su anticuerpo: la dignificación del ser humano, cada día más pospuesta, más etérea, más alucinantemente convertida en deseos frustrados por culpa de las incomprensiones, desencuentros y egoísmos de una oposición inconsistente y diletante, y las manipulaciones siniestras y policiales de un gobierno conducido por cretinos, pero muy lúcido a la hora de oficializar todo tipo de maquinaciones para dividir, simular y traficar con las mentiras y las bajezas más impensables.

Son por excelencia los escritores quienes, a lo largo del tiempo, como parte de la memoria de sus sociedades, se han encargado de ilustrar cómo se ha expresado la disminución de la condición humana en diferentes momentos y segmentos de la sociedad. Hay tres novelistas que con su obra han realizado un registro de la degradación a la que fueron sometidos, por diversas causas y en diferentes sistemas políticos, distintos o todos los sectores de una sociedad.

Dickens, Steinbeck y Dostoievski

Si la infancia abandonada y degradada tuvo alguna vez un defensor, ese fue Charles Dickens (1812-1870), quien con su literatura se convirtió en un duro crítico de la pobreza y la estratificación social en la sociedad victoriana de la Inglaterra del siglo XIX. Sus obras David Copperfield, Grandes esperanzas y Oliver Twist son reflejo de todo un sistema de vida que sometía a una parte de la población juvenil a los más crueles envilecimientos e injusticias. Casi dos siglos después, sus escritos pueden servir de referencia para recordar la existencia de nuestros niños de la calle. Dickens sobrevivió a esa vida de desigualdades sociales, de la que heredó una infancia traumática que le sirvió de experiencia para alumbrar el futuro y el bienestar de los niños del mundo. La situación masiva de los infantes ingleses de aquel entonces pertenece a una época, a un pasaje superado de la historia de aquel país.

John Steinbeck (1902-1968) es, con Las uvas de la ira, el autor que de manera más explícita nos recrea la degradación a la que se vieron sometidos los trabajadores del campo norteamericano por los devastadores efectos de la crisis de 1929. Su novela, aunque le mereció el Pulitzer de 1940, no estuvo exenta de encrespadas polémicas y del rechazo de los sectores estadounidenses más conservadores. Las vicisitudes, escollos, penas y sufrimientos de la familia Joad, obligada a abandonar Oklahoma en éxodo hacia California —como hoy millones de los nuestros en diáspora rumbo a Colombia, Perú, Ecuador, Chile, Argentina y Brasil— en busca de mejores condiciones de trabajo y de vida hicieron de su novela un clásico de la literatura universal. La crisis del 29 sería superada —en democracia— entre otras razones gracias al ingenio keynesiano y a Franklin Delano Roosevelt, quien con su New Deal relanzaría a los Estados Unidos al futuro.

El ruso Fiódor Dostoiesvki (1821-1881), con sus novelas Crimen y castigo, Los endemoniados, Los hermanos Karamazov y Memorias del subsuelo, es quien mejor dibuja no solo la degradación social, sino la moral y espiritual de la Rusia zarista previa a la Revolución de Octubre. Su obra es una nítida reproducción psicológica, exaltada hasta el paroxismo, de su vida y de su tiempo. Sus novelas son el reflejo de su trágica vida y la del pueblo ruso desarraigado, arrancado de su vieja cultura y del régimen patriarcal, de castas, que no sabe a dónde ir, si hacia Europa o Asia, hacia San Petersburgo, la civilización o si retornar a la aldea en la estepa, y que finalmente frente al zarismo se levanta, sin transición, en anarquía comunista, la ortodoxia cristiana vuelta de súbito un ateísmo fanático y rabioso.

Rusia, como América Latina, no vivió la modernidad y pasó sin anestesia del zarismo, un tipo de monarquía, al más cruel de los totalitarismos, con la llegada en 1917 de la Revolución de Octubre. La degradación del pueblo ruso se potenciaría a toda Europa Oriental y a los países de Asia donde se impuso el comunismo. Es una triste historia, marcada por la miseria, el terror y la muerte.

Del totalitarismo cubano a la autocracia venezolana

En el caso de América Latina, el único país que ha vivido el totalitarismo ha sido Cuba —nunca conoció la democracia liberal; saltó de la dictadura de Batista al totalitarismo, copiando el modelo soviético— y el proceso de degradación del ser humano ha generado una versión original en la que los Castro —y ahora sus herederos— castran el alma individual y el libre albedrío de una sociedad a fuerza de delaciones entre sus ciudadanos, golpes de porra, terror y muerte.

En estos últimos cinco años se nos ha querido prescribir —ya venían con dosis graduales desde el 2000, que digeríamos sin mucha resistencia gracias al boom petrolero— el mismo tratamiento que administraron ellos, en nuestro caso utilizando la democracia y desmantelándola sistemáticamente hasta producir la hibridación de un modelo de autocracia primitiva, muy de moda y utilitaria de los avances de la revolución digital, y un militarismo que intenta convertir a sus altos mandos en una nueva cúpula empresarial que todo lo tiene y todo lo controla de la mano de la inteligencia cubana.

Hemos vivido casi dos décadas de sistemática degradación social, humana y psicológica que nos ha conducido a un estado de sobajamiento cada día más degradante. Desapareció el mérito; solo se acepta por rango militar e ideología testimoniada con ciega obediencia, como en las estratocracias. Se acabaron las expectativas de mejoramiento de la calidad de vida y de formación profesional al terminarse los incentivos de ascenso social. Se aniquilaron las ilusiones de progreso y se mutilaron las esperanzas de un futuro digno, justo y mejor. Somos un país sin ilusiones, sin mañana, que se apaga día a día y muere en la peor de las abyecciones: la del alma.

Se nos quiere inmovilizar socialmente creando, mediante el bombardeo permanente de fake news, la sensación engañosa de que todo está mejorando, de que se han empezado a devolver propiedades que se habían confiscado por pura maldad —pues nada han sabido hacer con ellas—, que se acabó la inflación, que maquillando los edificios del alma mater se les devolvió la majestad a la ciencia y el saber, y que creando bodegones donde 1% de los venezolanos —que incluye a los ladrones depredadores del erario público, sus amigos, sus familiares y sus extensiones— va a consumir lo apropiado ilícitamente el país ha vuelto a la normalidad. Podemos verlos disfrutando desde los viernes por la tarde de francachelas en los mejores restaurantes y en las tascas del este de la capital, en una «normalidad» que jamás merecería la aprobación de un hombre honrado.

Ya es mucho el tiempo malgastado por un puñado de atorrantes y recalcitrantes resentidos, sin escrúpulos, de panza insaciable, que derrochan la riqueza de todos, perdido todo contacto de la población con sus potenciales líderes, aislados y divididos; el país hundido en la más escabrosa miseria, sus instituciones disminuidas, sus servicios agonizantes, la educación en su mayoría en manos de imberbes extraviados en suspiros de decadentes ideas e ideologías inútiles; la salud, más parecida a un chiquero donde habitan animales con muchas moscas, otros insectos y bacterias que a un centro de tratamiento, cuidado y prevención.

A pesar de todo lo malo, no faltan signos de los cuales puja por renacer la esperanza, con Dios en los hombres y los hombres con su aliento en él, para que una joven hermosa, inteligente y valiente, Gabriela Álvarez, aparezca en el escenario político repentinamente y recuerde y nos recuerde, en su acto de grado, a los deudos y amigos de todos aquellos hombres y mujeres que se quedaron en el camino, y a los que perseveramos con coraje y fe, que aún es posible devolver la ética, los encantos y los atributos a la democracia para volver a ser libres.

Esa joven, Gabriela Álvarez, no ha hecho otra cosa —al reclamar ética y profesionalismo y acusar mengua y decadencia en los usurpadores— que infundirnos de nuevo mucha vida y mucha esperanza, sin la cual no se puede afrontar un futuro desconocido, incierto e imprevisible.

De ella, de la esperanza, ha dicho Francesco Alberoni: La esperanza significa tener el valor de pensar con confianza en el mañana, que sin su presencia solo se nos presentaría como el lugar de la inquietud, del misterio o del peligro. Por el contrario, iluminado por la esperanza, el mundo se convierte en un reino de infinitas posibilidades. La esperanza verdadera no es un simple entusiasmo ingenuo y genérico, sino que está firmemente anclada en la fuerza moral, en la valentía, en la inteligencia, en la fe, en la capacidad de vivir y en antiguas virtudes a menudo demasiado olvidadas. La esperanza nace de las fuerzas positivas de la espiritualidad de nuestro ser. Gracias, en nombre de todos los venezolanos dignos, Gabriela Álvarez, por ayudar a deshacernos de un poco del polvo de tanta indignidad y de tanta decadencia.

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