Papel Literario

La creación, la escritura, la vida

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Por JOSÉ SÁNCHEZ LECUNA

Escribir es sufrir

La escritura es el suplicio de un alma que busca constantemente un sentido a su razón de ser. Y vivir es también una especie de agonía. Basta con ser consciente de ello. El viaje y el aprendizaje de un alma son semejantes al viaje y al aprendizaje de la vida y la escritura es una manera de esclarecer, de una forma saciada de imágenes, el gran misterio insondable y doloroso de la vida y del alma. Y es con el uso del lenguaje, con la escritura que defino como una escritura con carácter mítico y arquetípico, cómo un escritor y una escritora, al escribir una novela, un cuento o un poema, abordan ciertos aspectos de la experiencia humana gracias al uso de símbolos e imágenes, ya que cuando hablamos de imagen hablamos de símbolo y cuando hablamos de símbolo hablamos de inconsciente. Y cuando hablamos de inconsciente, hablamos de un inconsciente, es decir del inconsciente de los que escriben, inconsciente que concibo como una estructura arcaica y arquetípica independiente que se convierte, gracias a la magia de las palabras, en la personalidad y el carácter (ethos) de los personajes novelescos, de cuentos y hasta en los poemas en los que las imágenes remiten a emociones muy profundas, a veces muy arcaicas propias de la prehistoria de la conciencia, ya que la poesía es la creación (poiesis) de metáforas por excelencia. Así sentimos, así pensamos y así existimos: mediante metáforas, que son imágenes, figuras, formas (eidos) que tenemos que descifrar constantemente. Estos aspectos son necesariamente culturales, porque existen en sí mismos como estructuras arcaicas y arquetípicas mediante el uso de imágenes, metáforas y símbolos. Y es en los personajes novelísticos, o de la cuentística, y también en la poesía, donde hallamos los primeros indicios del sufrimiento, de la soledad y del desamparo humano pero también los primeros indicios de una epifanía de destellos de conciencia y de claridad, de certidumbres y de verdades profundas, indicios que no pueden ser negados ya que tanto un escritor como una escritora escriben ambos desde su luminosidad como desde lo abismal y la oquedad de su inconsciente.

La escritura trata, por consiguiente, de resolver este dilema: la paradoja que existe entre la luz de la conciencia, la búsqueda de verdades esenciales, como revelaciones, y el sufrimiento de la soledad del ser humano, su pathos, su tragodia, que se ve reflejada tanto en los personajes novelescos como en los de la cuentística y también en la poesía.

 

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El filósofo Alain Daniélou, músico, mitólogo, autor del Politeísmo Hindú, gran conocedor de Grecia y de la India, concibió en su libro autobiográfico, El camino del Laberinto, esta reflexión:

“El tiempo no es más que una ilusión, una aparente sucesión de momentos a lo largo de un viaje que hacen los seres humanos en el eterno presente. (…) No se puede describir de un viaje sino las etapas, los incidentes, los encuentros, los aspectos externos y anecdóticos.

Sucede lo mismo con el viaje de la vida.

La continuidad de una experiencia, el hilo de Ariadna que rige un destino a través del laberinto de lugares, objetos, formas, permanece siendo un lazo sutil, invisible, indefinible. Los sentimientos profundos que nos mueven, las fuerzas sutiles que nos guían no tienen nada que ver aparentemente con los acontecimientos y los personajes con los que nos encontramos y cuyas imágenes conservamos, y, sin embargo, es este escenario el que marca las etapas de nuestro destino”.

Comparto este pensamiento ya que el tema del destino es quizás el que nos acerca más al enigma que es la vida, a sabiendas de que la vida es el espacio más propenso a la experiencia de los misterios.

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La escritura es una iniciación inevitable que expone al escritor, y a la escritora, al universo insondable de los misterios. E igual que el que busca un sentido a su vida, el escritor, o la escritora, busca descubrir un sentido del que no tiene conciencia y del que ignora todo lo que constituye su razón de ser, ya que no es más que un mediador de ciertas claves que se revelan mediante imágenes, imágenes que se transforman a su vez, por medio del lenguaje, en símbolos.

Sabemos todos que los símbolos son aquellos que ponen en evidencia el valor inefable de la imagen. Ésta nos invita a una lectura, a una interpretación y a descifrar minuciosamente el sentido oculto y significativo que le es propio para luego poder comprenderla. Por consiguiente, el sentido de las imágenes literarias se convierte en un elemento fundamental de una lectura de la realidad manifiesta, de una lectura de la realidad de lo invisible, de una lectura de la existencia de lo sagrado y del lugar enigmático que ocupan los seres humanos en el “mundo-laberinto” donde, de manera inesperada, se manifiesta, ex nihilo y como por arte de magia, lo desconocido.

Es cierto que la búsqueda de sentido en Occidente es común a todos los seres humanos que no se resignan con sólo vivir una existencia superficial y dicha búsqueda, a veces desesperada, es una búsqueda inevitable. Se manifiesta de diferentes maneras en diversas circunstancias y situaciones de la vida: en el libertinaje, en el dolor, en la intensidad de las pasiones, en el exceso, en la acción irracional y hasta absurda, en el enceguecimiento de la razón, en la obsesión, en la rebeldía sin motivos, en el desorden, en el caos pero también en la soledad, en la contemplación, en el éxtasis religioso, en la fe, en la porfía de la defensa de una verdad, en toda expresión artística, en el amor, en el don de sí, en la sed de justicia, en el silencio y el aislamiento, y así ad infinitum ya que, y esto es cierto para todos aquellos que tienen una mayor conciencia, la vida es siempre una búsqueda de sentido.

Para el artista, la búsqueda es la misma. Sin embargo, esta búsqueda es también una búsqueda estética. No obstante, lo estético solo no basta. Oculto bajo las formas, los colores y las figuras (eidos) se halla también otro sentido: el sentido de lo sagrado. Porque el artista, es decir, aquel que sabe escuchar los ecos del más allá, el mensaje de los dioses, como se creía en la Antigüedad, este artista debe convertirse en la memoria (Mnemosyne) de un mundo trascendente al que tiene acceso gracias a su sensibilidad y a su capacidad mediadora, según las propias palabras de Platón. Es por esta razón que el artista, al transmitir el mensaje de los dioses con su arte, logra “ponerse en contacto” con lo desconocido mediante una revelación poética, su obra, que transforma lo sagrado en lenguaje, es decir, en figuras de la permanencia. Es por esto que el arte es igualmente religioso (del latín religare).

Y Michelangelo Buonarroti representa para mí el mejor ejemplo del artista. El artista, el verdadero artista, que es religioso, no sólo porque se “pone en contacto” sino porque aprende a conocer y a descifrar el lenguaje del misterio de lo sagrado.

El arte creativo, la poiesis griega en sí misma, así como el acto amoroso, es, por consiguiente, un maravilloso regalo de los dioses para que los seres humanos puedan compartir las verdades que han olvidado, que han desdeñado o hasta abandonado porque esto implica un esfuerzo, siendo una búsqueda. De esta forma el arte creativo nos pone en contacto con la trascendencia, ya que éste tiene la virtud de “tocar”, de “conmover”, como decía Aristóteles, y de sensibilizar y transformar tanto al artista como al que contempla su obra, logrando de esta forma restablecer ese lazo mágico entre nosotros y el Misterio, Aquel que nos contiene, Aquel que nos envuelve y nos mece en sus brazos, Aquel que nos amamanta y nos sacia, Aquel que nos obliga, Aquel que nos hace sufrir, Aquel que nos turba, nos emociona y nos afecta tanto hasta el punto de hacernos llorar pero también reír cuando finalmente logramos abrazar verdades espirituales profundas que trascienden nuestra insignificante existencia, siendo Aquel Misterio el que, finalmente, nos hace “sentir”, sentir que estamos vivos porque, es cierto, nosotros, los seres humanos, necesitamos sentirnos vivos, antes que nada.

Al respecto el mitólogo Joseph Campbell escribió:

“La gente dice que estamos todos buscando un significado a la vida. No creo que esto sea realmente lo que estamos buscando. Creo que lo que estamos buscando es una experiencia de sentirnos vivos, de esta forma nuestra experiencia de vida en el mero plano físico tendrá eco dentro de nuestra más profunda esencia y realidad, por lo que sentimos realmente el rapto de sentirnos vivo”.

Esta experiencia del rapto, del éxtasis, es esencialmente una experiencia estética, siendo a la vez una experiencia ética, que emancipa y que impregna de sentido lo que llamamos el destino de una vida. Dicha experiencia estética está generalmente acompañada por un encuentro fortuito con el Absoluto. Y dicho encuentro con el Absoluto no es más que un encuentro, insospechado, con lo inconmensurable: Dios.

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La vida es una constante pérdida. Pérdida de la infancia, pérdida de la inocencia, pérdida de la adolescencia, pérdida de la moral, pérdida de la probidad, de la ingenuidad primigenia y de la castidad del alma, pérdida de los amigos, de las relaciones, de los amores, pérdida de la pasión por vivir, pérdida de los abuelos, de los padres, acaso de algún hermano o hermana, pérdida de paisajes, de olores, de sabores, pérdida de la fe, pérdida de la credulidad, pérdida de la inteligencia, de la perspicacia, de las hormonas, de la creatividad, de los dientes, del pelo o del cabello, del equilibrio, de la razón, del razonamiento, de la vista, de la capacidad de pensar inteligentemente, de la densidad ósea, del apetito por querer abrazar el mundo, pérdida de los recuerdos, de la memoria, pérdida, en fin, de casi todo lo que hemos podido ser para ser lo que somos ahora…, y así, ad infinitum…, pérdida de la pérdida, hasta que no quede nada más por perder.

La parábola o la fábula que nos inventamos cada día, para seguir viviendo, resulta ser la de la desesperanza como forma de resolver el enigma de este mundo sin respuesta: un laberinto sin fin. Una cárcel sin salida, una puerta que no se abre nunca. Y como dice el tango: “La vida es una herida absurda”.

Y escribir es intentar retratar la soportable pesadez del alma o el inefable desencanto de la existencia.

Escribir pareciera ser una pasión inútil.

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El alma es un laberinto: cada recodo es un misterio que nos confunde, cada meandro un dolor por soportar y la salida un imposible por alcanzar.

El ser humano está condenado a la incomprensión de lo que es en el fondo. Su alma es un pozo oscuro sin fondo donde se pierden la fe y la esperanza. Y cada quien permanece, a lo largo de su viaje, en el más profundo anonimato.

De eso trata la literatura.

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Y como señaló Henning Mankell en su novela Zapatos italianos, quisiera hacer mías también sus palabras: “La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista”.

Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo cual caer o no existirá más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí?”.

Quedo, perplejo, sin habla. Sólo puedo añadir algo que escribí una noche de desvelo: “El tiempo no tiene principio ni fin, sólo comienza cuando el ser humano empieza a recordar”.

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Ayer, cuando fui a cepillarme los dientes y me miré en el espejo del baño vi a otra persona que no era yo y que me estaba mirando con un cepillo de dientes en la mano. Me la quedé mirando y, saliendo de mi asombro, le pregunté “¿quién eres?”, y esta otra persona me contestó “soy tu otro yo”.

“¿Cómo mi otro yo?”.

“Sí, todo el mundo tiene un otro yo desconocido”.

Ahora que lo pienso, ya no sé si era yo el que estaba hablando o si era el otro el que me estaba interpelando, frente a mí mismo. Sentí de pronto que el otro tenía una vida propia que no era la mía, y que estaba escribiendo mi propia historia con su propia imaginación: la que intenta abrazar lo inaprensible, la que intenta contener lo evanescente, como unas manos ansiosas queriendo retener el agua de un río en sus palmas y ver con asombro cómo ésta se escurre por entre los dedos. La vida es así: inasible. Y la imaginación son estas mismas manos que, en vano, anhelan contener en sus palmas un poco de esa evanescencia.

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La literatura es esencialmente invención, una quimera que pretende describir o narrar lo indescriptible, lo inenarrable de un tiempo y de un espacio que no existían previamente. Tal vez se asemeja a la creación divina del mundo porque crea todo un mundo convertido en palabras, como Aquel que dijo que se hiciera la luz y la luz se hizo. Así la magia de la imaginación. Porque la literatura es imaginación, antes que nada. Y la imaginación no tiene límites. Es como la locura, inefable, porque es una aventura del espíritu, un boleto hacia lo desconocido o el periplo de un ciego que observa el horror de sus personajes prisioneros de un viaje sin retorno.

Es como tomar un barco e, igual que Odiseo, es ir navegando por mares desconocidos e ir descubriendo sus riquezas, sus peligros, sus abismos, sus verdades y también sus mentiras, pero, sobre todo, es ir descubriendo lo que las palabras no dicen, lo que las palabras ocultan, lo que hay detrás de las palabras, lo que hay oculto en el corazón de las anónimas palabras que se susurran sin que nadie las escuche. Eso es lo más fascinante de la literatura porque la literatura descubre y revela los espacios y los reinos ignotos prohibidos, sin embargo, seductores, como el del canto de unas Sirenas porque las palabras son las Sirenas que nos hechizan ya que son las que van creando lo imposible: imágenes, metáforas, símbolos y personajes con vida propia.

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Escribir es intentar acercarse a la realidad que hay detrás de la máscara de la vida. Los escritores y las escritoras viven sus experiencias escriturales sin saber realmente cómo van a culminar, viviendo, cada uno, en su “Tierra de ningún lugar y de cualquiera” que es donde habitan con sus fantasmas, con sus sueños, con su desconcierto, con su ubiquidad, esa capacidad de estar en múltiples espacios de tiempo y, también, en ninguno. Ellos son el propio retrato de la paradoja y es conveniente que lo ignoren, y es conveniente que permanezcan así, sin la diáfana conciencia de la paradoja que representan, que es lo propio de la condición humana.

¿Acaso no depende todo de la interpretación que le damos al silencio que nos rodea?”, preguntaría un Lawrence Durrell.

Quiero creer que sí…, porque la literatura es ficción, es poesía, es pensamiento y, sobre todo, es lenguaje…, es decir…, un gran silencio.

Y como diría Julio Cortázar, con palabras muy sencillas:

Vanidad de creer que comprendemos las obras del tiempo. Sólo en sueños, en la poesía, en el juego —encender una vela, andar con ella por el corredor— nos asomamos a veces a lo que fuimos antes de ser esto que vaya a saber si somos”.