Papel Literario

La cita real

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Por RAFAEL ARRÁIZ LUCCA

No puede sorprendernos el interés que ha despertado en años recientes la figura histórica de José Heriberto García de Quevedo. Sus 51 años de vida, sus peripecias y sus libros, dan para afirmar que tuvo una vida de novela, no de poeta de nuestro tiempo, sino del siglo XIX, cuando los poetas eran actores principales de la vida política, en su contexto geográfico y espiritual. En el año 2011, el doctor en Historia Carlos Alarico Gómez publicó un estudio biográfico muy bien escrito y documentado: Un poeta venezolano en la Casa Real Española y, ahora, un pariente de García de Quevedo, el narrador Heberto Gamero Contín, entrega esta novela: La cita real. José Heriberto García de Quevedo, un poeta olvidado.

En cuanto al subtítulo («un poeta olvidado») hemos de decir que hoy en día, en pleno siglo XXI, todos los poetas son olvidados, ya que se trata del género literario menos leído; de hecho, todos los libros de poesía que se publican alguien paga sus costos o los subsidia. No así en el siglo XIX en que vivió García de Quevedo, cuando era el género más acudido, y los poemarios se vendían como «pan caliente». Entonces, el imperio hegemónico de la novela estaba en curso, pero lejos de coronarse. Además, recordemos que García de Quevedo no fue un poeta a secas. Escribió novelas, teatro, batalló armado, se batió a duelo por honor, fue diplomático, político, cortesano, vivió a fondo la vida del poder en su tiempo. Si hubiese sido solo un poeta, sin biografía, no creo que estuviésemos recordándolo. Estaríamos, probablemente, leyendo una crítica literaria de sus obras.

Pongamos en contexto al lector: García de Quevedo nació en Coro el 18 de marzo de 1819 y falleció en París el 6 de julio de 1871. No tenía seis años cuando su familia abandonó Coro y se fue a Puerto Rico; sus mayores no estaban de acuerdo con la fundación de la república. Luego, tenemos a los hermanos García de Quevedo inscritos en la escuela, en Ponce, en 1825; de tal modo que nuestro personaje ha debido tener pocos recuerdos de su ciudad natal o ninguno, pero el vínculo reverdeció cuando fue enviado como encargado de Negocios y cónsul general de España a Venezuela. Presentó credenciales en Caracas en noviembre de 1856, cuando gobernaba por segunda vez José Tadeo Monagas, el general de la independencia que junto a Santiago Mariño le dio un golpe de Estado al doctor José María Vargas y que, siempre, mostró poquísimos resortes republicanos o democráticos.

El regreso de don José Heriberto a su país natal se dio cuando sumaba treinta y siete años. Aquí vivió hasta 1860, tres años intensos donde le tocó la derrota de Monagas por parte de Julián Castro, el célebre Protocolo Urrutia, y los primeros dos años de la Guerra Federal. Cuando llegó ya era un personaje importante de España. No sólo era distinguido por la reina Isabel II, sino que ya había publicado con éxito poemas, teatro y novelas; había dirigido el periódico fundado por Rafael María Baralt en Madrid, El Siglo XIX» y se había batido en duelo a favor de la monarca. Además, había participado en su defensa durante la insurrección popular en su contra, en 1856. En otro momento fue diplomático español en Ecuador, Perú y Suiza. Se radica en París en 1861 y diez años después es herido en los combates de la Comuna y muere de una septicemia en 1871. Sin contar sus suspiros de amor por

Isabel II, ya estos hechos constituyen una trama novelística.

Heberto Gamero Contín nos sumerge en la vida del personaje con las licencias que le otorga la novela a la imaginación, relevada de las precisiones históricas. Nos recuerda que García de Quevedo desciende de uno de los hermanos de Francisco de Quevedo, el enorme poeta, y que linaje de escritor no le faltaban, ni ganas de escribir tampoco.

En la novela el escritor está esperando la muerte en París y recuerda sus hechos y sus días: así estructura la obra su pariente Gamero Contín, y la novela se va leyendo con interés, con deleite; atrapado el lector en una suma de acontecimientos que no conocen la paz ni la molicie; salvo la quietud del lecho de moribundo desde donde García de Quevedo recuerda.

La espina dorsal del relato, que tiene al poeta en vilo, es una cita con Isabel II en París. No diré aquí qué ocurre: un prólogo no debe anticipar la solución de los enigmas tramados del narrador. Diré, sí, que se lee con placer, que crece en uno un personaje excepcional, un raro que roza con Venezuela en dos oportunidades, que escribió sobre ella y desde ella, y ya esto sería suficiente. Lo demás queda en manos del lector: ese personaje que, siempre, termina de decantar la obra.