“Némirovsky se pregunta si Rusia necesitaba un maestro más. Si en la literatura de Turgueniev, Gogol, Dostoievsky y Tolstoi había un lugar para otro gran autor. Y es quizás ante ese desafío que ella logra producir una síntesis del genio chejoviano: el humor como don, el pudor irrenunciable, la economía de medios, la agilidad prodigiosa”
Por N.R.
Como si fuese otra de sus novelas, Vida de Chéjov está construida con la nitidez, pulcritud y gusto por la inflexión: la mentalidad narrativa de Irene Némirovsky, escritora judía que nació en Kiev en 1903, y fue asesinada en Auschwitz el 17 de agosto de 1942. Salvada del fuego, la biografía fue publicada de forma póstuma, en 1946.
En la sucesión de episodios se siente un tempo distinto al nuestro, una aproximación casi espontánea, desprovista de otro método que no sea el buen arte de contar. Némirovsky se proyecta fluida en el mundo de Chéjov, aun cuando él nació en Taganrog, a 75 kilómetros de Rostov del Don, y ella nació en Kiev, Ucrania. Fueron casi contemporáneos: ella nació un año antes de la muerte de él. Puede afirmarse que Némirovsky nació y creció en un mundo próximo al de Chéjov. Quizá por eso “la naturalidad”, el suave y amable desparpajo con el que se aproxima a la vida de su colega.
¿Es la de Némirovsky la pionera entre las biografías de Chéjov, al menos para los lectores de Europa? Buena parte del retrato básico está aquí: la familia y los hijos, el padre piadoso y azotador, la madre aplastada por los sufrimientos, la pobreza y sus taras, irreducible y reiterada. En medio de las adversidades, el pequeño se diferencia sin ruido. “Se sustraía a la influencia de los otros con paciencia y gran firmeza. Nadie sabía bien lo que pensaba y lo que sentía. Un extraño pudor, como el que puede experimentar una muchacha con su cuerpo, preservaba de los demás el alma y el espíritu del pequeño Anton”. Sonreía. Sonreía siempre. Némirovsky lo contrapone a Dickens, que también padeció una infancia de pobreza: Chéjov no se convirtió en un resentido. “No daba vueltas a su desgracia envenenándola con una vanidad herida”. En la escuela, durante su adolescencia, se mantenía al margen, incrédulo a las verdades de la pandilla, sin ostentar de ello.
A los 13 años asiste por primera vez a una representación escénica: una opereta. Con el tiempo, se suceden otros espectáculos. A los 15 se interna tras los bastidores. Escribe obras. Organiza un teatro casero con dos de sus hermanos. También inventan un diario, al que llamaron “El tartamudo”. Una peritonitis, que casi le mata, lo pone en contacto con el mundo de la medicina: en ese trance habría decidido hacerse médico. En la visión de Némirovsky, Chéjov llevó siempre consigo el instinto de lo esencial. Había en él algo activo y silencioso, algo en su mirada y en su sonrisa, algo que lo sustraía y lo impulsaba al estudio, a la disciplina. En la relación con su familia, una clave: nunca atenuó su compromiso, pero evitó que sus corrientes oscuras lo arrastraran.
En algún momento la familia se marcha a vivir a Moscú. La pobreza no transige: en tres años vivieron en once lugares, variantes de lo paupérrimo. A los 19 años, Anton comienza sus estudios de medicina. En 1880, aparece en un diario humorístico, su primera obra impresa: “Carta de un propietario del Don a su vecino”. Tenía 20 años y escribía con facilidad sorprendente. Ese año logra publicar nueve cuentos. Mientras más experiencia adquiría, más producía. Cinco años más tarde alcanza el apogeo de su productividad: 129 piezas entre relatos, artículos y sainetes humorísticos. Los buenos lectores no tardaron en descubrirle.
Le bastaban unas pocas líneas para crear una situación de partida. Además, Chéjov era un almacén: no había tema o persona que escapara a su interés. Su capacidad de registrar material era inagotable. Conocía las palabras corrientes, los modos de vivir, las rutinas de los oficios. Y algo fundamental: había escapado de uno de los peores tópicos de la inteligencia rusa: la idealización del campesino (los mujiks). Su sentido de lo real era distinto, despojado de prejuicios (quien ha leído a Chéjov ha experimentado esto: la calidad prístina de su pensamiento, incluso cuando se propone ocultar). Y no paraba. Por encima de su agotamiento, de las agobiantes condiciones en que comenzó a practicar su profesión de médico, de los pañuelos manchados de sangre, de las velas de luz insuficiente, del ruido que llegaba hasta la mesa de superficie irregular en la que se sentaba, escribía. En su caso, escribir equivalía a vivir.
Y fue en marzo de 1886, Chéjov tenía solo 26 años, cuando recibió la famosa carta de Grigorovich (“yo no soy periodista ni editor; no me puedo servir de usted, salvo leyéndolo; si hablo de su talento lo hago con convicción; tengo sesenta y cinco años cumplidos pero siento tanto amor por la literatura, sus éxitos me son tan caros, es tanta mi alegría cuando encuentro en ella algo vivo, superior, que no he podido aguantarme y, ya lo ve, le tiendo mis dos manos”). En ese momento, la carga de su inmenso talento se erigió ante él, que no era más que un hombre con cuatro rublos en el bolsillo y las cada vez más recurrentes hemorragias. Némirovsky se pregunta si Rusia necesitaba un maestro más. Si en la literatura de Turgueniev, Gogol, Dostoievsky y Tolstoi había un lugar para otro gran autor. Y es quizás ante ese desafío que ella logra producir una síntesis del genio chejoviano: el humor como don, el pudor irrenunciable, la economía de medios, la agilidad prodigiosa.
Como se sabe, Chéjov vivió poco: en 1880 se contagió mientras atendía a enfermos de tuberculosis. Después de los veintiséis años, su prestigio fue creciendo de forma paulatina. Incursionó como dramaturgo: escribió obras como La gaviota, El jardín de los cerezos y Las tres hermanas, referencias de la dramaturgia moderna. Viajó, frecuentó el teatro, se enamoró de la actriz Olga Knipper y se casó con ella.
Pero el anhelo irrefrenable de perfección; las frases impolutas y deslumbrantes; la actitud ajena a cualquier intención moralizante; la mezcla de penetración y prudencia con que miraba el mundo; el estatuto de libertad que parece haber sido el carácter de su alma, desde siempre; la personalidad donde latía “algo sutil, evasivo, contradictorio y vivo”, que nadie pudo dominar; las elocuentes cartas a Olga Knipper; el aire de muerte que se asoma en El jardín de los cerezos; toda esta acumulación y ensamblaje de datos y sensaciones, de intuiciones y asombros que nos produce su obra, no despejan la pregunta del hombre. Ese algo que se presiente encerrado en Chéjov permanece intacto en las páginas de esta biografía. Paradójico: a pesar de su proximidad de espíritu con Chéjov, Némirovsky no intenta desentrañar a la persona. Nos lo ofrece como lo encontró: admirable, inasible.
*Vida de Chéjov. Iréne Némirovsky. Traducción: Aníbal Díaz Gallinal. Editorial Losada. Argentina, 2016.