Por MARÍA ANTONIETA FLORES
El lenguaje fundamental de las profundidades no son los sentimientos, ni las personas, ni el tiempo y los números: es el espacio.
James Hillman
En el poema inicial de Elena y los elementos (1951) hay un verso esencial para el tema que aquí se trata. Dice: “A Ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje”. Así, contrapone dos fuerzas en tensión: lo humano y la naturaleza, la mujer arquetípica frente al paisaje —esa organización mental, visual, auditiva de aspectos del espacio que permite establecer tanto un orden en el afuera como en el adentro de la psiquis—. Ya aquí se anuncia la relación que Juan Sánchez Peláez establecerá con esta categoría espacial. Será este el escenario de los acontecimientos que elabora a lo largo de su obra: «Hay el universo pequeño de la hierba, el pasto frondoso,/los cuerpos que se aman bajo el firmamento rojo».
Se puede considerar que el drama que plantea es el enfrentamiento entre la poesía del paisaje, el afuera —pienso en la línea que proviene de Lazo Martí—, y la poesía intimista que aborda las profundidades del yo, el adentro. De este drama emerge una renovación lírica en la poesía venezolana y he aquí una de las razones de la trascendencia y permanencia de la poesía de Sánchez Peláez, su carácter renovador.
No es una negación, está presente a lo largo de su obra: el yo ante un paisaje que se construye en las dimensiones oníricas y delirantes de la realidad, y de forma fragmentaria. Rompe, así, tanto con el discurso tradicional como con el moderno. No es el paisaje exterior en el cual se proyectan las emociones como ocurre con el discurso romántico, o la profusión barroca elevada sobre el horror vacui, tampoco veo lo que podríamos llamar un paisaje surrealista, si consideramos las influencias que marcan su obra, pienso más bien en uno construido en el interior y que al nombrarlo refleja el sentido del poema: “La selva roja murmura, murmura, y de repente es toda la realidad del corazón mi selva roja”. Hay un trazo de lo maravilloso que obliga a recordar los sentidos que convergen en el campo semántico de esa palabra antigua, ajena a la sensibilidad de esta época y utilizada por el poeta varias veces: féerico.
Me detengo en un poema en el que transgrede la barrera de los climas y las geografías, un paisaje caótico, deconstruido, cuyos rasgos deben convivir según su voluntad poética.
Paisaje asesinado
Suspirad cascadas de las aves.
Callad viandas vegetales de los vencidos.
Callad corteza cerebral de los difuntos.
Hundidme.
Yo retornaré, lengua madre de mi especie.
Yo retornaré, piedra de los insectos.
Yo arrastro mis panteras sollozantes al borde de un crepúsculo de nieve.
Ceñidme pulso de la tempestad
Apagadme antorcha
de los grillos inocentes.
Bajaos del árbol putrefacto del paraíso, dádivas y duraznos
No llegues a la sombra del muro, no llegues a mi puerta
Golpeando puertas inútiles no llegues a mi puerta.
Aquí descansan los cisnes, los ángeles, los mendigos.
En una palabra: despojos.
En un pañuelo: lágrimas.
Hombre fútil y fugaz
Mientras los pianos arrancan al mar sus trágicos cuervos que rondan en la colina
La última estrella
Gira
Sobre los goznes pluviales de tus sienes.
Aquí el yo se yergue sobre todas las cosas, como si de Próspero, el Duque de Milán, se tratara y la naturaleza toda debe obedecerle, pero no nos engañemos, no es un poema que exalte al yo, es un poema sobre la muerte y la fugacidad, sobre «la puta madre muerte», como la menciona en otro poema muchos años después. Por esto están el retornaré, el no llegues a mi puerta, el crepúsculo, los despojos y las lágrimas, lo fútil y fugaz. Porque todo el paisaje que ofrece a fragmentos es un escenario para la muerte.
Tú me decías: «Encima del cielo hay una
encrucijada de bosques feéricos
Encima de la nieve está el cadáver taciturno de mi lengua
Y la magia del mundo en los brazos abiertos del amor».
Las fronteras de arriba y abajo se borran. Cielo y bosques en el mismo lugar. Rompe los límites de lo superior y lo inferior, las coordenadas de este y oeste. Todo convive en el espacio de lo poético y en función de las pulsiones existenciales. El siguiente paso es negar la apariencia: «Este árbol no es un árbol», negar la forma para tocar la esencia.
Es importante el uso de feérico, pues vincula con el mundo medieval y con el imaginario de la muerte. En las tradiciones precristianas, hay un diálogo entre vivos y muertos, se relacionan en igualdad. Este mundo espectral convive con lo vital y el Eros. El paisaje que elabora es expresión de la muerte, significado que carece de rostro y sobre el que se deposita un conjunto de imágenes amplio que van de lo sublime a lo siniestro. Esta visión se desprende del gran tema de la poesía de Sánchez Peláez: la tensión entre Eros y Thánatos que se resuelve en el cuerpo. Es allí donde se construye el paisaje para la mirada de Sánchez Peláez: “Con / flores pintadas / en nuestro / cuerpo”.
¿Cómo evoluciona el paisaje en su poesía? Con menos destellos, perdura el mismo que se configuró en Elena y los elementos, y se despide en Aire sobre el aire. Presente a través de escasa medida, se hace más discreto, más despojado, siempre fragmentario.
No contemplado ni reflejado sino transformado y dotado de simbolismo, el paisaje no es un fondo o marco, ni único protagonista en su obra. Sus fragmentos construyen otro, donde convive la selva con la nieve. Fragmentos interactuando junto a otros, piezas inexactas de un puzle para construir un universo singular dotado de identidad propia, otra de las causas para que la obra de Sánchez Peláez haya perdurado y sea fundacional de una sensibilidad todavía presente en la poesía de este siglo.