Por ISAAC GONZÁLEZ MENDOZA
Son varios los matices que se pueden encontrar en la novela Ficciones asesinas de Krina Ber, ganadora del XIX Concurso Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.
Se puede señalar que es una distopía, pero también un thriller policial, una historia de amor, una parodia, una novela de humor negro o ciencia ficción, incluso una reflexión sobre la escritura.
En el Conjunto Mayoral, que parece inspirado en las residencias de la clase media caraqueña, Ber traza un pequeño universo donde los vecinos viven bajo una miserable precariedad mientras están atentos a los chismes de la comunidad.
Es como si la falta de agua y los apagones no les dejaran otra opción que vivir de las historias de los otros.
Así, en las redes sociales los vecinos comentan las últimas noticias del Conjunto Mayoral escondiéndose detrás de seudónimos como @Diosmecuida, @Coronel o @Norita, muy parecidos a esos perfiles que insultan en Twitter sin medir consecuencias. Ber pone de este modo en el tapete una característica de la actualidad: la intimidad se ha convertido en un bien cada vez más difícil de proteger.
Luego está el régimen que envuelve el microcosmos del Conjunto Mayoral, que tiene las características del Estado orwelliano pero con un elemento que afianza la perversidad de los líderes invisibles: la pretensión de eliminar a los ancianos para deshacerse de la memoria del “Antes”. Ese Antes significa tranquilidad, prosperidad, normalidad, y es, de hecho, uno de los elementos que une a los personajes principales, la exescritora Elizabet Rosenberg y el exdetective italiano Luca Bambino.
Ella trata de sostener una vida normal mientras procura no fallarle a la escritura de su diario y él es un personaje sospechoso que, desde su solitario y bien acomodado apartamento, trata de investigar unos absurdos crímenes que suceden a medida que avanza la historia. Pero es el amor, afianzado por la soledad y la opresión, lo que termina uniéndolos.
—En Ficciones asesinas usted arma todo un universo distópico basado en la actualidad venezolana, con sus propios matices y nombres. ¿Podría reflexionar sobre el proceso de escritura de la novela?
—La historia surgió del diario personal que aún mantengo de vez en cuando como un gesto gratuito, exento de cualquier propósito de compartir o publicarlo. Un día, releyendo algunos fragmentos se me ocurrió que podrían tener un valor literario si no fuesen míos, si se tratara del diario de un personaje de ficción. Y se produjo el clic: el personaje de Bet, la exescritora, surgió en algún universo paralelo, como si tan solo estuviera esperando eso. Ni siquiera tuve que esforzarme para construir o planificar: mis propias experiencias y las de mi entorno cercano trenzaron las primeras escenas de esta historia que, trasplantada a otro contexto, se volvió de pronto interesante, novelesca y, lo más importante, gloriosamente libre de cualquier obligación de ser fiel a mi biografía o documentar la realidad. Después, ya bien avanzada la novela, comencé a atormentarme con buscarle sentido y razones por las que la estaba escribiendo, pensar en cómo estructurarla y qué final podría tener. Es así cómo funciona para mí el proceso de escritura, cuando funciona… lo que no sucede con mucha frecuencia.
—Percibo que la distopía es un género que sigue creciendo en nuestra literatura. ¿Qué opina?
—No me extraña que varios escritores hemos recurrido últimamente a situar nuestras ficciones —léase: nuestros miedos, indignación y asombro ante la realidad— en una suerte de laboratorio, fuera de su alcance directo.
Hoy día la literatura “distópica” aún sigue comúnmente asociada con 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley y Fahrenheit 451 de Ray Bradbury —clásicos insuperables del género—; sin embargo, se está desvinculando cada vez más de los dos aspectos fundamentales de esas obras: ya no es futurista, ni de ciencia ficción. Se trata sobre todo de universos paralelos, espejos que revelan las capas de espanto agazapadas dentro de las realidades presentes, cuando estas se vuelven difíciles de asir con las herramientas estrictas de literatura documental, y la ficción acude para expresar, más que los hechos, la atmósfera, el color y olor de la materia vivida. En este sentido las distopías literarias de hoy se vinculan más bien con el extravío y la asfixia de los mundos incomprensibles de Franz Kafka. Sus contextos se acercan a la realidad, especialmente en las sociedades sometidas a regímenes totalitarios, hasta el punto en que los lectores de esos países pueden reconocerse en ellas, y esto ocurre a medida que esa realidad se acerca también a sus modelos literarios y la virtualidad creciente de nuestro modus vivendi emborrona las diferencias entre la literatura y la vida. No pocas veces lo descrito desde la imaginación de los autores “repercute en la realidad” (según el término de mi protagonista) como, por ejemplo, varias situaciones de Las peripecias inéditas de Teofilus Jones, novela de Fedosy Santaella, publicada en 2009, que se me antojaba “futurista” entonces; y recuerdo que hablaba, entre otras barbaridades, del emporio de las sectas y racionamiento de vasos de agua. En “Señales”, breve cuento distópico que escribí en 2002, creí haber inventado cosas tan “fantásticas” como el racionamiento de electricidad a razón de 20 minutos por día y gente que sigue señales de humo.
Pero la pionera del género en Venezuela es, a mi entender, Nocturama de Ana Teresa Torres, publicada en 2006: novela que recrea un mundo aterrador, basado enteramente, según la escritora, en los recortes de periódicos que todavía se leían entonces. El mundo de Diorama, de la misma autora, recién publicada este mes de marzo, ya no puede regirse por los periódicos, que se han extinguido. Sus personajes se mueven en la desolación del así llamado Reino de la Alegría, donde está prohibida la tristeza y se destruyen todos los libros que contengan aunque sea un asomo de ella: característica que nuestro tropical Ministerio de Felicidad no ha llegado a implantar, pero se practica en Corea del Norte; en cambio es muy “nuestro” el Museo de los Lugares Perdidos, en el que se convierte aquella ciudad, antes de que la virtualidad de los dioramas reemplace sistemáticamente las experiencias de la vida real. Ese último tema ha sido explorado también por Carolina Lozada en su magnífico cuento “Los Pobladores”, uno de los últimos que ganó el emblemático Concurso de Cuentos de El Nacional (hoy relegado al mencionado Museo). La característica de esas distopías es que no documentan la realidad pero recrean sensaciones conocidas. En mi novela, Ficciones asesinas, terminada antes de la pandemia, el acento está puesto en la imposición del absurdo como modelo de normalidad, en el feroz control de la población enmascarado por leyes hechas a la medida, y la opacidad burocrática que somete a la ciudadanía con reglamentos y trámites arbitrarios. También toca el aspecto de salud mental (manicomio dentro de país-manicomio): tema que, tengo entendido, rige en la última novela de Luis Enrique Belmonte que no he podido leer.
Como ves, cuando se trata de ficciones distópicas, los regímenes totalitarios dan para mucho.
—Un tema que vemos en la novela y en la actualidad: la creación de personajes públicos. Lo encontramos en Ficciones asesinas con los vecinos y sus cuentas en Twitter, el desdoblamiento de Bet como escritora o la doble vida de Luca Bambino, investigador y hombre misterioso.
—Es cierto que no solamente Luca, que es un caso patológico, sino que todos los personajes presentan algún tipo de desdoblamiento: participación secreta en las filas de la Resistencia o del espionaje del gobierno, aspectos de vida ocultos entre mujer y marido, seudónimos y avatares en las redes sociales e incluso, simbólicamente, nombres distintos como el de Bet quien, en ciertas circunstancias, actuaba como Eliza. Incluso los íntegros, como Rómulo, viven ocultando su inteligencia. Ese desdoblamiento es uno de esos aspectos que se cuelan en la novela sin que pueda explicarlo de manera racional. Afecta más a los personajes viejos que a los jóvenes, por razones obvias, y ciertamente deriva del régimen opresivo en que viven.
—De alguna manera en Venezuela, con las carencias que hay, las comunidades vecinales se han convertido en un universo aparte, donde hay colaboración pero también conflictos y traiciones.
—Ciertamente. En las comunidades hay de todo. El valor humano de lo cercano —lo accesible a pie desde tu casa— es antropológico. No es una característica específica de Venezuela, pero es cierto que el entorno local juega un papel más importante ante la carencia de atención del Estado al ciudadano. A menudo los vecinos y las organizaciones vecinales se encargan de suplirla, así como la falta de contacto social agravada con la pandemia.
Yo no podría vivir aislada, me gusta y me gustaba tener vecinos, incluso con el ruido de los bonches de antaño. Desde que llegué a Venezuela vivo en el Conjunto Residencial Sans Souci, que siempre se me antojaba como un reflejo en miniatura del país, mucho antes de que ni en sueños se me hubiese ocurrido que algún día escribiría novelas. Es un microcosmos tropical con sus riñas y alianzas, con la organización administrativa de 12 edificios alrededor de un parque de propiedad común, con sus gatos, monos y gallinas, sus animalistas y odiadores de los animales, un hervidero de historias que daría para mucho si yo tuviese vena de cronista.
Me apresuro a aclarar que el ambiente paranoico de Ficciones asesinas no está inspirado en mi edificio y conjunto residencial. Al contrario: vivir aquí me hace sentir más protegida, menos expuesta a la intemperie del país.
—Si hay un grupo social que sufre es el de los ancianos, tanto así que la narradora de la historia cuenta que los quieren eliminar, pero la razón, más que económica, es por miedo a la memoria. ¿Por qué le temen los dictadores a la memoria?
—Por la misma razón que cambian los símbolos patrios, los nombres de las calles y los textos escolares: la historia comienza con ellos, no puede haber, ni nunca hubo nada mejor. Cuando yo era niña, educada en la Polonia estalinista, creía a pies juntitos que vivía en el régimen más avanzado y justo del mundo, el que descubrió todos los teoremas geométricos, la cultura y la pasta dental.
—Bet, con todos sus complejos de escritora estancada, se convierte en una suerte de heroína en la novela. ¿Cuál es el papel del escritor en las sociedades totalitarias?
—La pregunta debería extenderse a todas las sociedades. Los escritores de la llamada “no-ficción” tienen un papel definido: investigar, reportar y dar testimonio lo más veraz posible de la realidad, aunque a menudo, y eso en todos los regímenes del mundo, arriesgan sus medios de vida por ello. Por supuesto, en los países totalitarios arriesgan mucho más: su libertad, su integridad física y hasta su vida. En cuanto a los poetas y escritores de ficción, prefiero decir que no tenemos ningún papel: somos un gremio fundamental para la preservación de lo humano en todas sus manifestaciones pero totalmente inútil para los efectos de la vida inmediata. Ni siquiera estamos en la primera línea del entretenimiento que antes proporcionaban los libros: Netflix se encarga mucho mejor de ello.
—Me gustaría saber cómo seleccionó los nombres de las instituciones y los sectores del lugar en que ocurre la novela. Algunos de ellos: Accma, Opred, BRIL, GOB, Zona siete.
—Esta es una pregunta divertida. Tiene que ver con la complacencia de las burocracias, especialmente las más opacas, en esas instituciones que, cuanto menos sirven más rimbombantes sus nombres, reducidos además a las siglas que nadie recuerda ni comprende: Accma (Asistencia en el Cuidado del Ciudadano Mayor); Opred (Órgano Para la Restauración del Equilibrio Demográfico); BRIL (Brigadas de Lealtad), etc. Se entiende que la ciudad está dividida en zonas según la clase social y el nivel económico de sus habitantes, desde la más exclusiva Zona Uno hasta la Quince o la Dieciocho en los suburbios de la miseria. Zona Siete corresponde a la clase media empobrecida, reducida a baja-bajita.
—Tal vez el personaje más extraño y complejo sea Luca Bambino: un exdetective atractivo de más de 70 años que sufre de “Trastorno de Identidad Disociativa”. ¿Cómo crea este personaje? ¿Por qué un investigador?
—¿Cómo aparecen los personajes? A menudo es un misterio total. No conozco a nadie que prefigura a Luca Bambino y tampoco sé mucho de los trastornos de identidad: más que en psiquiatría, me basé en los superhéroes de Marvel, afligidos, según lo veo yo, de un trastorno parecido. En todo caso tenía que ser un detective: yo quería escribir un thriller policial. O, al menos, la parodia de uno.
—¿Percibe que las enfermedades mentales, como la de Luca, pudieran ser una característica de las sociedades totalitarias?
—Se puede decir, y se ha dicho mucho, de las personalidades psicóticas de los dictadores, y tanto o más de los trastornos psicológicos de ciudadanos sometidos a sus regímenes, pero nada de eso tiene que ver con la personalidad de mi amado exdetective. De hecho, es el más cuerdo entre los personajes que pueblan la novela.
—¿Se identifica de alguna manera con Bet? ¿Hay algo suyo en ella?
—Uy, síiii… Bet es algo así como mi alma gemela con peluca. Hasta podrían confundirnos.
—¿Qué retos implicó la escritura de Ficciones asesinas en comparación con su anterior novela, Nube de polvo?
—Son novelas completamente diferentes. Nube de polvo es una historia de estilo terso, diría que lírico, cuya protagonista, Vilma Sandoval, tiene 14 años. O, si se prefiere, es una mujer todavía muy joven que relata el verano de sus 14 años. El ambiente, aunque está lejos de ser idílico, es de playa y sol de la costa venezolana. Ficciones asesinas es una novela más bien ácida, se desarrolla en una ciudad destruida bajo opresión totalitaria y, su heroína, Elizabet Rosenberg, acaba de cumplir 70. Existe una segunda novela, inédita, escrita entre las dos, cuya protagonista, Karlota Szkornik, es una mujer de 45, esposa, madre y arquitecta. En vista de que he comenzado a escribir tarde, ya pasados los 50, parece que tuviera que volver a crecer de prisa en las novelas para llegar a mi edad.
Reflexionando más en serio en tu pregunta, confieso que he escrito relativamente poco y que ningún texto previo me ha ayudado cuando me enfrentaba al nuevo. Cada novela, e incluso cada cuento largo, es un reto diferente: un poco como emigrar a otro país.
—Una imagen que deja la novela, tragicómica quizás, es la del escritor fracasado. ¿Qué es para Krina Ber un escritor fracasado?
—Como he dicho, es una novela, en efecto, algo ácida, tragicómica; y eso se siente en aquella comunidad de escritores FAO (Fracasados, Autopublicados y Olvidados), definida como una de las más vastas de la humanidad. No es una novedad psicológica donde la sensación de éxito y fracaso sea un asunto de percepción personal, por lo que autor de un solo libro puede sentirse tanto o más realizado que Joyce Carol Oates; tampoco es cierto que ser autopublicado significa algún tipo de “fracaso” per se, no obstante, medidos con la vara más burda del reconocimiento, cantidad de lectores y ejemplares vendidos, somos muy pocos los que escapamos a las fauces de mi comunidad FAO. Basta con comparar las decenas de millones de libros autopublicados en Amazon con los cien más vendidos que tienen algún chance de llamar la atención del algoritmo que promocionará su lectura. Hoy día, por ejemplo en España, las editoriales y agencias literarias no aceptan nuevos manuscritos y no es nada exagerada la estadística que lo explica de manera simple: en el mundo actual hay más escritores que lectores.
Siendo tu pregunta personal, debo admitir que me considero parte del grupo. Escribo poco y lento, no tengo disciplina y no sé buscar editores ni promocionar mis libros, sin olvidar que cuando escribía Ficciones asesinas (antes de que el premio Transgenérico viniese a mejorar esa situación) me sentía, con toda razón, tan olvidada como mi protagonista. En otro plano, el profundo, en donde solo hay silencio y la hoja blanca (hoy pantalla), tengo la íntima conciencia del otro tipo de fracaso que las ocasionales satisfacciones que lo escrito no logran tapar. Es más, tengo la sospecha, el presentimiento de que en ese plano, independientemente de la fama y la retribución económica, dentro de todo escritor hay un escritor fracasado. Todos batallamos, vencidos de antemano, con palabras, con frases, con temas… con ese magnífico, único libro que nunca es el que logramos escribir.
—¿Cómo logró insertar el humor en una novela de un paisaje tan pesimista como el de Ficciones asesinas? ¿Podría el absurdo explicarlo?
—El sentido del humor es algo imposible de explicar: solo sé que —gracias a Dios, a mi padre y a mi herencia polaca y judía— poseo una buena provisión de este recurso y espero, en efecto, haber logrado usarlo con ternura (y mesura) al escribir esta historia. En cuanto al absurdo: en efecto, este puede ser en ciertas circunstancias motivo de risa, pero el tipo de absurdo que impregna la vida de los personajes de aquel desdichado país no tiene nada de cómico. En manos de regímenes totalitarios, sin importar la ideología que proclamen, el absurdo es un arma muy eficaz, empleada de muchas maneras pero siempre con el mismo fin: quebrar el sentido de realidad de los ciudadanos. Son muy creativos y ganan puntos cada vez que logran imponer el absurdo como parte de la “normalidad”. Eso ocurre todo el tiempo en nuestro entorno, pero la conciencia del absurdo se debilita mucho al batallar con sus efectos en la vida diaria. Aparece cuando se refleja de pronto en el espejo de una distopía distinta, de una realidad paralela y novelesca.
Quiero añadir que, según el filósofo francés Henri Bergson, el humor es la corrección social de las aberraciones. El humor es vital como manifiesto de inteligencia y lucidez, ha ayudado a sobrevivir a muchos pueblos oprimidos por totalitarismos, y no en vano es perseguido por esos regímenes como un delito. Ya no estoy hablando de Ficciones asesinas, me remito aquí a obras que tratan el tema a fondo, como las novelas de Milán Kundera, especialmente La Broma, o el ensayo de Amos Oz Contra el fanatismo.
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