Por EDNODIO QUINTERO
El primer recuerdo que tengo de Julius lo atesoro en el corazón y quedó registrado en una memorable foto de Oscar Chaparro. Debe haber sido a finales de 1977. Aunque no nos conocíamos en persona, teníamos amigos comunes y Julius había escrito un par de artículos en la revista Zona Franca acerca de mis primeros cuentos, con el propósito, según supe después, de reunirlos en un libro −proyecto del que logré hacerlo desistir.
Una tarde soleada, en compañía de Oscar, el poeta Jesús Serra y Bayardo Vera, un Julius pletórico, con esa sonrisa suya de conejo de la suerte, se apareció en mi apartamento de Mérida. Una mirada retrospectiva a ese momento me hace pensar que justo ahí ocurrió un coupe de foudre. Pues desde entonces hasta su viaje a la eternidad en septiembre de 1998, Julius fue sin ninguna duda mi mejor amigo, mi aliado, cómplice, hermano. Y sospecho que hasta el día de hoy, en el lugar donde se encuentre, lo sigue siendo.
Sumándome a este merecido homenaje por el cumpleaños 75 de Julius, intentaré trazar un breve perfil de mi amigo entrañable en algunas de sus facetas de poeta, crítico de cine y literatura, ensayista, antólogo, editor, prologuista, traductor, periodista y narrador.
«Él siempre brillaba», la frase pronunciada por Angelines, la señora madre de Julius, refiriéndose a su hijo mientras lo velábamos antes de trasladarlo al cementerio La Inmaculada, se me quedó grabada en lo más profundo de mi memoria. Creo que esa frase define a Julius con más certeza que una larga disquisición acerca de sus atributos, méritos y logros, incluso mucho mejor que una extensa biografía.
Tal vez doña Angelines, aquella tarde aciaga, dolida por la prematura muerte de su dilecto hijo, rememoraba alguna de sus hazañas escolares cuando estudiaba en un colegio católico de La Habana. En esa caribeña ciudad que se asoma al mar desde su vetusto malecón había nacido Julius un 25 de junio de 1945. Allí creció, en el seno de una familia de clase media, con arraigados valores sustentados en sus creencias religiosas, valores que intentaron inculcar a un Julius un tanto retraído, estudioso, insaciable lector, tímido y curioso. En 1961, a sus escasos dieciséis años, un hecho fortuito daría un giro imprevisto a su existencia relativamente tranquila en una ciudad que experimentaba las primeras embestidas de la Revolución. Un día al regreso de la Escuela a Julius se le ocurrió una travesura: rasgar con una uña un poster “revolucionario” pegado a una pared. Como ya el régimen había instituido la delación como valor, un vecino denunció al chico por saboteador, y ahí mismo lo enviaron a la cárcel donde permaneció un mes.
Por fortuna, el episodio carcelario no tuvo consecuencias graves. Sin embargo, el ambiente de intolerancia que se respiraba en el vecindario se hizo intolerable para la familia Miranda, y así pocos meses después encontramos a un desorientado Julius en Miami recibiendo lecciones de manejo. Las clases prácticas duraron poco, pues su vocación no era la de taxista o chófer. Creo que ni siquiera aprendió a conducir. A nadie extrañó que en la celebración de su 18° cumpleaños, Julius manifestara sus deseos de internarse en un monasterio allá en la madre patria.
Treinta años después me contaba que en el convento había leído montañas de libros piadosos y muchos impíos; en particular se refería a Las confesiones de San Agustín como un libro revelador. De sus cuatro años dedicados a la vida monástica no tenía grandes quejas. Sin embargo, de los tres votos requeridos por su Orden, pobreza, castidad y obediencia, sólo no llegó a tolerar este último, pues no estaba dispuesto a rendir pleitesía a una persona ignorante.
En sus ratos libres el novicio Julius escribía poesía y en 1966 envía su primer libro, Mi voz de veinte años, a un concurso en Granada y obtiene el primer premio. Al año siguiente abandona sin ningún remordimiento el convento y permanece durante unos años en España realizando diversos trabajos relacionados con la literatura. Luego disfruta una pasajera estancia en París, que años después relataría con su humor a veces corrosivo en su primera novela, Casa de Cuba (1990). Entretanto publica dos libros de poesía en los cuales deja entrever su aguda ironía cuyos dardos apuntan hacia él mismo. También escribe su primer trabajo crítico, Nueva literatura cubana, publicado en España en 1971, una visión fresca e innovadora desde la mirada de un “exiliado”.
La llegada de Julius a Caracas, a finales de 1969, responde a la efervescencia cultural que se vivía en aquellos años en la sucursal del cielo. Sorprende que un “chico” extranjero de apenas veinticuatro años, al nomás bajarse del avión funde y asuma la jefatura de redacción de la revista Letras Nuevas. Y al mismo tiempo que se sumerja como un nadador de aguas profundas en el conocimiento de la literatura venezolana, labor a la que dedicaría el resto de su vida. De aquella primera incursión, que duraría apenas un par de años, resultó su polémico libro Proceso a la narrativa venezolana (1975) y su cuarto libro de poemas, No se hagan ilusiones. Su sinceridad y honradez en las reseñas críticas le fueron cerrando las puertas de algunas destacadas publicaciones culturales, y entonces Julius emprende el regreso a Europa.
En 1971 aterriza en Bruselas, patria de su admirado Michaux, y entre los múltiples trabajos que realiza y algunos “tigres” por encargo, mantiene durante cinco años un programa cultural como animador-productor del Servicio Internacional de la Radio-Televisión Belga. Durante este largo periodo, Julius adquiere su madurez como artista y escritor. Voraz lector, afina sus herramientas críticas y adquiere el vicio del cine viendo centenares de películas en las diversas salas y cinematecas de Bruselas. A raíz de un severo ataque de meningitis, conoce a Roseline Paelinck, recién graduada en Teología por la Universidad de Lovaina, y forman una pareja estable. Comparten el gusto por la crítica de cine, y por su parte Roseline se dedica a la traducción.
A mediados de 1976, Julius llega a Caracas en un segundo intento por establecerse en un país que siempre le había llamado la atención. Asume la jefatura de redacción de Zona Franca, donde permanece hasta 1980 cuando comienzan sus primeras visitas a Mérida. No sabía Julius, cómo iba a saberlo, que en este país de beldades y filibusteros se iba a quedar para siempre. Salvo el año “sabático” que pasó en la Universidad de Salerno como Lector de Historia de la Literatura Española (1983-1984), vivió los últimos veintidós años de su vida en Venezuela, quince de ellos en Mérida.
De las aventuras de Julius en Mérida registro tres anécdotas como si tomara apuntes para una novela o para un film protagonizado por un Buster Keaton redivivo.
En su diminuto y precioso apartamento de Mocotíes, en la periferia de Mérida, acudían a la terraza diversas especies de pájaros, y Julius hablaba con ellos mientras hacía sonar los resortes de su navaja toledana con la que prometía suicidarse. Cambió de opinión y escribió tal vez su mejor libro de poemas: Anotaciones de otoño (1987).
Sus aceradas y exhaustivas lecturas del cine venezolano le valieron elogios, críticas destempladas y alguna agresión en forma. A la salida de un cine, un bravucón que había cometido un infame documental le lanzó a Julius una patada voladora, que por suerte se estrelló en el vacío.
En 1983 organizamos en la Galería del Instituto Municipal de Cultura una serie de conferencias dedicadas a Franz Kafka con motivo de los 100 años de su nacimiento. La noche que le correspondía su turno, Julius se apareció con su “Homenaje a Kafka, cien conferencias imposibles”. Cien cuartillas escritas a máquina, que fue pegando en la pared. En aquella suerte de performance desplegaba su admiración, erudición y sapiencia acerca del autor considerado como el paradigma del siglo XX. Me consta que Julius se había dedicado a releer la obra completa de Kafka.
Me atrevo a conjeturar que en Mérida nuestro querido Julius encontró su lugar en el mundo, y tal vez, quién sabe, la esquiva felicidad. Ya llevaba varios años bogando en una especie de existencialismo con trazas de romanticismo alemán, cuando en una fiesta con amigos a mediados de 1987 conoció a Josune. Se prendó de ella y dos años después se casaron. En 1990 nació Ainara, su única hija, y entonces en los ojos de Julius el cielo de Mérida, salpicado de diamantes, se tiñó con los colores del arcoíris.