Por LEÓN SARCOS
La vida es arbitraria, comentó Cioran en una de sus corrosivas frases. Lo más duro de vivir es que nunca sabemos cómo vamos a sentir la muerte hasta que nos llega, sin tiempo de aceptarla. Marcel Proust, quizás para igualar el dolor del pesar o aliviar la aflicción del prójimo por la partida de un ser querido, dijo, casi con irónica crueldad, en Los placeres y los días: “Todos somos muertos que aún no entramos en función”.
Y en la carta a su amigo fallecido Willie Heath, escribe: “Los antiguos griegos llevaban a sus muertos pasteles, leche y vino. Nosotros, seducidos por una ilusión más refinada, ya que no más cuerda, les ofrecemos flores y libros”. Monsieur Proust palidecería de asombro si pudiera venir a este siglo y ver la intensa y sentida fiesta que constituye la realización de un velorio wayúu o el desentierro —después de los primeros diez años— de la osamenta de un difunto. No somos dados en nuestra cultura mestiza latinoamericana, ni siquiera en Occidente, a discutir en reuniones familiares y sociales el tema de la muerte —puede sonar temerario, de mal augurio, o, para decirlo coloquialmente, pavoso—; mucho menos a realizar celebraciones parecidas a ferias donde se reúnen familiares y amigos durante varios días a beber, a comer y hasta a participar en competencias de Confabulatori Nocturni.
Y esto es así porque no la aceptamos: nos resulta injusta, pesarosa, deprimente, incomprensible. Priva el matiz hedónico, por eso nos cuesta superarla. En términos cristianos, damos más relevancia a la muerte del crucificado que a la prédica y a la letra de lo que fue su legado. Vivir con ella pasa por aceptarla, como lo ha hecho recientemente, de manera sensata, el maestro de la actuación Anthony Hopkins: “La muerte es algo inevitable y cada segundo estamos muriendo… Tu vida es terminal; no vas a salir vivo de este planeta”.
A pesar de ser inevitable e inesperada, y esta es la otra parte —la que me interesa resaltar en el caso de Julio Portillo—, depende mucho en lo emocional del momento y las condiciones en que se produzca la despedida. Si es un ambiente rodeado de atenciones médicas y de amor filial, viviendo en un país estable y próspero, con un buen seguro médico y todas las medidas preventivas que te persuadan de que se hizo lo imposible por mantenerte con vida, el dolor espiritual se diluye en sana resignación cristiana, budista o musulmana.
Soy un convencido de que esta hora negra de la república, signada por el empobrecimiento generalizado, la ruina económica del país —el desmantelamiento de todas sus instituciones; la desmoralización de la clase política gobernante, jerarcas de un gobierno tiránico y gansteril—, a la que se sumó una pandemia mundial de repercusiones desastrosas en el ánimo y la psiquis humana, ha causado no solo la diáspora de millones de ciudadanos decentes y de los profesionales y técnicos más capacitados de nuestro país, sino que también ha acelerado y provocado la muerte adelantada de muchos ilustres venezolanos.
No todos sentimos igual; hay seres que sienten más y más intensamente y los consume la pena, las carencias y los padecimientos del colectivo, y más aún si se hacen tan evidentes. La tragedia de los otros ciudadanos es su tragedia. El dolor generalizado del alma venezolana es su dolor. La humillación, empobrecimiento y abandono total de su patria chica, el Zulia, es su humillación. Julio sentía que el gran esfuerzo de toda su vida por ver un Zulia grande y pujante se desvanecía con la caída estrepitosa de los pilares fundamentales de la república. Todos los aportes institucionales que hizo desde que fuera dirigente estudiantil (vicepresidente de la FCU), profesor universitario, escritor, historiador, diplomático, tribuno y promotor del gentilicio zuliano fueron lanzados al basurero cuando se le destituyó como cronista de Maracaibo, y ese gesto oprobioso, a pesar de ser él un guerrero, tenía que golpearlo en lo más profundo de su ser.
No fui su amigo cercano; yo diría que fui para él un creativo promotor de exitosas iniciativas políticas con el que tenía química. Además de todas las virtudes que exaltan quienes escriben este homenaje, Ángel Lombardi Lombardi y Jesús Ángel Parra, ambos historiadores; Juan Carlos Morales Manzur, distinguido politólogo; y Marlene Nava, una de las instituciones del periodismo zuliano, tengo para mí que Julio Portillo Fuenmayor fue uno de nuestros más destacados tribunos, con una rica formación cultural y una singular simpatía y don de gentes que le fraguaron a lo largo de los años un envidiable poder de convocatoria puesto al servicio de lo más genuino y lo más noble de nuestra tradición y cultura regional. El Zulia, y especialmente Maracaibo, sus instituciones gubernamentales y su sociedad civil, quedan en mora con Julio Portillo para promover a futuro un gran reconocimiento a los muchos aportes de este gran cultor del gentilicio zuliano, de la vida y de la libertad.