Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
I. De la transferencia emocional y sus alrededores
Para el escritor mexicano Salvador Elizondo, Julio Miranda hubiera podido ser el retrato fiel de un “grafógrafo”. Comienza el autor de Farabeuf un breve y memorable relato caracterizando precisamente al “grafógrafo” en estos términos: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía”. Vértigo central del sentido, recordemos con Blanchot que la escritura, en su avance paulatino, va devorando el espacio neutro que la antecede para volverlo significación. Julio Miranda no dejó de experimentar este sentimiento en el amplio espectro de su obra. Ni el poeta, ni el ensayista, ni el antólogo, ni el crítico de cine, son ajenos a este postulado central de la escritura. Ya sea en su “intrahistoria” textual (Unamuno), ya sea en su obsesión compiladora o crítica, Miranda no se cansó de reescribir sus pasos, de volver una y otra vez sobre sus propias andanzas.
Pero es su breve y determinante trayectoria como narrador lo que me interesa destacar en esta oportunidad. En el breve período de sus últimos ocho años, Julio Miranda publicó la noveleta Casa de Cuba (1990) y las colecciones de cuentos El guardián del museo (1992), Sobre vivientes (1993) y Luna de Italia (1996), este último un compendio de relatos breves que, gracias a los esfuerzos de la editorial Arco Secreto –empresa entusiasta de los narradores Rubi Guerra y Ricardo Azuaje–, terminó conquistando en 1996 el Premio Municipal de Narrativa, Mención Cuento, que anualmente otorgaba el Municipio Libertador.
Once relatos componen el conjunto Luna de Italia. Desde “Fourierita” –que retoma un tópico caro a Nabokov: un profesor que enloquece ante la visión de una colegiala– hasta “Me envolverán las sombras” –que se ambienta en una ciudad que no podría ser otra que Mérida, articulando la visión acentuadamente paranoica de un recién llegado–, el libro conjuga la maestría de un narrador que aborda temas y estampas con una visión penetrante e inteligente, aparte de sensible. Un halo de subjetividad –escindida en “Sin respuesta”, acosada en “Me envolverán las sombras”, cómplice en “De cine mudo”, pasiva en “Flores” o descarnadamente cruel en “Lodazal”– parece dibujar la línea de fuerza del conjunto: subjetividad frágil que se rehace constantemente para fracasar o abortar en su acometida de lograr un entendimiento armónico con el entorno.
Pero Luna de Italia es, sobre todo, una lección de escritura. Ciertamente, es un escritor maduro el que despliega sus estrategias narrativas: diálogos sincopados y verosímiles cuando la situación lo merece; descripciones que cifran la objetividad y que sólo acuden al lirismo como un último recurso; pasajes narrativos que no nos acercan a las cosas, sino que nos hablan desde ellas mismas; humor corrosivo para el lector que sabe leer los señuelos.
Un solo relato de la muestra –“Lodazal”– se me antoja como una pieza maestra del relato venezolano de fines de siglo. Una relación de pareja entre dos artistas plásticos, cuyas respectivas obras evolucionan de manera disímil, constituye el motivo del relato. A partir de estas condicionantes iniciales, se irá dibujando un retrato agudo de las relaciones humanas. Amor, pasión, envidia, crueldad –para no hablar del tema de fondo, que no es otro que la incapacidad del individuo de entender lo que es distinto a él– se suceden de manera vertiginosa, llevándonos desde las más bajas pasiones hasta la exaltación de los cuerpos que se aman.
“Lodazal” traslada además el concepto de instalación, tan desarrollado por las artes visuales contemporáneas, a la escena del relato. En efecto, la primera imagen que tenemos de la joven Tania, personaje femenino central, nos la ubica en la instalación que ha desarrollado un reconocido artista de nombre Jacobo, especie de escenografía viviente en la que reposan troncos quemados y columnas de barro burbujeante. Tania camina por esa proyección espacial de Jacobo como si atravesara su propia mente. A partir de allí, vendrá un ejercicio de conquista que, al final, se desnuda en descarnado vampirismo. La pulsión de los vasos comunicantes entre las pasiones humanas, o mejor, la evidencia de cómo circula la energía emocional entre los seres, es el meollo central de este relato. La joven e intuitiva Tania va creciendo en el seno de esa relación de posesión jacobina hasta revelarse como una artista mucho más talentosa que su mentor. A partir de ese giro, lo que creíamos tensión amorosa se disipa para dar lugar al desprecio. En una imagen de desenlace que recuerda otra descrita por el gran Juan Carlos Onetti, en un relato magistral llamado “El posible Baldi”, al suspenderse el ejercicio de posesión que sólo alimenta al que posee, se pasa a la simple destrucción. Metáfora concentrada la de “Lodazal” para representar en clave de ficción la enorme dificultad que experimentamos para reconocer la esencia del otro.
Otra revelación importante de este relato –sobre todo si observamos cómo evolucionó el referente de lo femenino en Miranda– es lo que Tania concentra como personaje. Son pocos los datos que se nos ofrecen, pero del todo suficientes. Tania es, posiblemente, el último personaje femenino construido por Miranda, y en ella descubrimos un sentido de liberación que ninguno de sus personajes femeninos anteriores alcanzó. Se diría que la concepción mujer–objeto de sus ejercicios previos –recordemos a la inolvidable Milena de Anotaciones de otoño (1987)–, casi siempre mujer que era blanco de la obsesión o de la elaboración fantasmal de un sujeto siempre masculino, se trastoca de manera definitiva para revelarnos un personaje que termina liberándose de un yugo. Miranda parece saldar las deudas consigo mismo y desechar, en un acto casi póstumo, una visión anacrónica que pesó en buena parte de su obra de creación. En este sentido, su personaje Jacobo descubre al final del relato la fuerza inconmensurable del sujeto (en este caso, femenino) y, al hacerlo, se da cuenta de que no lo puede asimilar. En clave de ficción, la obra artística de Tania se crece mientras que la de Jacobo se queda en simple panfleto.
II. De las categorías ausentes
Julio Miranda intentó un ejercicio profético en el estudio introductorio de El gesto de narrar (1998), su conocida antología de la nueva cuentística venezolana. O, más que profético, programático. Después de estudiar y enumerar las constantes temáticas que obsedían a los narradores de las últimas tres décadas del siglo XX, Miranda constataba una serie de terrenos vedados que podríamos llamar categorías ausentes. En una apuesta prospectiva, nuestro autor se atrevía a delinear los caminos intransitados de la nueva narrativa, y a vaticinar que los creadores de los albores del siglo XXI ensayarían esos nuevos derroteros. De las categorías ausentes señaladas por Miranda, se deberían mencionar las siguientes: el desarrollo de una narrativa “pacificada” en detrimento de la narrativa de la “violencia”, que tanto caracterizó las décadas anteriores; el desarrollo de una narrativa policial que acogiera el enorme peso de ese referente en la actualidad (la crónica roja como nuestro pan de cada día); el auge de una “crónica sentimental” como opción plausible ante el influjo de la “narrativa histórica”; el auge del erotismo como instancia liberadora y trascendente y, por último, la llamada narrativa de la inmigración, esto es, el esfuerzo expresivo de un grupo de jóvenes narradores descendientes de inmigrantes que leen el país de otra manera, entroncando memorias foráneas dentro del cauce central de nuestro discurso cultural.
Esta acertada caracterización, vista con más cuidado, revela sin embargo otras claves: que su propia obra narrativa respondía a estas pulsiones. Su noveleta Casa de Cuba responde a la narrativa “pacificada” que sobreviene después de períodos de violencia; muchos de los relatos de Sobre vivientes abordan el tópico policial o sus derivaciones; la “crónica sentimental”, en su caso, se hacía evidente por su enfoque siempre subjetivo, siempre menor, siempre doméstico (lejos de él las tentativas enciclopédicas) de la trama narrativa; el erotismo subido de tono se encumbra a su máxima expresión en el relato “Flores”, ya mencionado, especie de excursión orgiástica donde el sentido se pierde. La condición de inmigrante, sin duda, atravesaba toda su obra, tácitamente, revelándose siempre como una especie de reserva que se mantiene frente a todo lo que se ve o se describe. Esa reserva, cuando limita con el paroxismo, se invierte para convertirse en blanco de acosos inexplicables, como en el relato “Me envolverán las sombras”, en el que la visita a una ciudad se transforma en pesadilla viviente.
Su diagnóstico finisecular, concebido en función del corpus narrativo vigente, que al señalar deficiencias también invitaba al riesgo y a la exploración, lo hizo tan propio que terminó aplicándolo a su propia obra narrativa, como si él tuviera que dar el primer ejemplo. Los cuatro libros narrativos de Miranda constituyeron la última apuesta expresiva de nuestro autor después de explorar el ensayo crítico y desarrollar su abundante obra poética. Quizás vio en ello una deuda pendiente, quizás los últimos datos de la realidad con la que tuvo que lidiar le parecieron más narrables que poéticos, quizás el sosiego de sus días finales se prestaron más para la ficción que para el análisis o la reflexión. Narrador tardío, sin duda, pero narrador vigoroso por los caminos que pudo revelarnos, por el tono inusitado de sus formas descriptivas, por ser un contramodelo del momento, por hablarnos de otras raíces y de otros maestros, por alejarse de manera definitiva de resabios costumbristas y circunscribirnos ciegamente a la escena urbana, por apostar al sujeto (que siente, que ama, que se desvive) y dejar atrás los frescos históricos y la grandilocuencia hueca del discurso público.
III. De la patria chica
De los muchos adjetivos que se disputaron una caracterización posible de Julio Miranda, me temo que el de “apátrida” fue uno de los que más lo envolvió. De sus amores adolescentes con Cuba, de sus devaneos sentimentales con España o de su relación premarital con Venezuela, sólo quedó un sinsabor. La pasión puesta en interpretar rostros, en descifrar promociones estéticas o en inventariar literaturas, nunca fue correspondida con un mínimo gesto de agradecimiento. Nuestras culturas, admitámoslo, también saben de mezquindades. Ese afán puesto en “pertenecer a algo” siempre lo obligó a permanecer en el umbral de las situaciones, a hablar desde una humilde trinchera, sin calibrar con exactitud cómo su obra o sus posiciones dialogaban con el entorno. Las botellas al mar que son sus poemarios, su noveleta Casa de Cuba, sus penetrantes libros de ensayos o sus colecciones de relatos aún esperan por verdaderos lectores. En este sentido, sí creo que la obra de Julio Miranda trascienda la escasez de miras de su tiempo y se eleve sin prejuicios como una de las más sólidas con las que hayamos contado a fines de la pasada centuria.
Precisamente por apátrida, semeja a un Simón Rodríguez de fines del XX, pues al igual que el gran maestro del XIX, hubo en él una verdadera pasión formativa, que lo llevaba a reconocer el discurso literario desde sus propias canteras. Se cuentan en número significativo los jóvenes poetas o narradores que le daban a leer sus manuscritos, no sólo buscando el juicio firme y nunca complaciente sino la gravidez de su enorme cultura libresca. Un don de enseñanza reposaba detrás de todos sus gestos como quien reconoce previamente las aristas con las que se anuncia el sentido. En sus últimos años, su pasión por descifrar y compilar los nuevos movimientos de la literatura venezolana a través de ensayos o antologías sentaron las bases de un nuevo mapa que aún reconocemos con dificultad por sentirlo demasiado próximo.
De su obra podríamos inferir que el carácter experimental de su poesía o el humor exultante de buena parte de sus relatos escondían una concepción de vida: aquella que remite a la transitoriedad, a la fugacidad, a la incapacidad de permanecer. Los desterrados revoltosos de Casa de Cuba o los fantasmas de Luna de Italia nos refuerzan el perfecto credo del apátrida: nunca podremos pertenecer a nada. Quién sabe si esa actitud extrema era necesaria para acercarse a las cosas con un amor mucho mayor del que, creyéndose dueño del terreno, no valora ni sus huellas. Julio Miranda fue una lección de vida que se enhebró a base de constancia, humildad, respeto, mesura, espíritu crítico y una bondad a toda prueba. Los posibles enemigos que el destino le haya deparado lo fueron más por disentir de sus juicios de valor que por propósito voluntario.
Si la obra de Julio Miranda nos acompañará con seguridad, ¿por qué no reconocer al hombre, al amigo, al lector cómplice, al comentarista que podía pasar del humor más ingenioso a la crítica más corrosiva? Esta es la faceta que más extrañarán quienes lo conocieron: su esfuerzo mayor por hacerse de una patria chica (su verdadera patria): la patria de la quietud y de la compra diaria del pan, la patria de los viajes anuales a Margarita y de los descansos merecidos, la patria de la visita regular a sus padres ya ancianos, la patria del paseo ocasional al Valle de San Javier, la patria del diario dominical para comentar los suplementos literarios, la patria de sus cenas con aire español –siempre cálidas y siempre con mucho vino–. Estos son los eslabones de la verdadera patria de Julio Miranda: la que fue construyendo con tesón y voluntad, y la que fue sustituyendo a la otra patria imposible y siempre anhelada de su literatura.