Papel Literario

Juan Sánchez Peláez: la guerra con el ángel o contra el ángel

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Por ARMANDO ROMERO 

He estado pensando que para mejor acercarme a la persona y obra de Juan Sánchez Peláez tengo que recurrir a ese juego literario de los caminos que se bifurcan, y allí, en esos senderos, buscar la figura insospechada de Sor Juana Inés de la Cruz, quien con su magistral auto sacramental El Divino Narciso nos enseña el ir a la luz de lo creativo, a la vez que nos enfrenta con las sombras de lo repetitivo, lo imitativo. El amor por la propia imagen, salto metafórico de vida a poesía, nos lleva a la médula del poema y del poeta.

Fue en Santiago de Chile donde empezó a resonar en mis oídos el nombre de Juan Sánchez Peláez, era el año 1967 y yo me paseaba por la Alameda con el mágico pintor Mario Abreu, quien le tenía mucho cariño al poeta aunque también un poco de resentimiento por los amores disputados de una bella francesa llamada Helena, en los años de ambos en París. Sin embargo, y gracias a la extensa biblioteca de Jorge Vélez, el poeta colombiano director de la revista de poesía Orfeo, allí en Santiago, pude leer algunos poemas de Juan. El impacto fue total porque cómo es posible no caerse de la tierra al cielo cuando se leen estos versos:

“Las cartas de amor que escribí en mi infancia eran memorias

de un futuro paraíso perdido. El rumbo incierto de mi

esperanza estaba signado en las colinas musicales de mi

país natal. Lo que yo perseguía era la corza frágil, el lebrel

efímero, la belleza de la piedra que se convierte en ángel».

Ya fue a comienzos de los años 70, para ese entonces yo vivía en Caracas, cuando los conocí a él y a su esposa Malena. Él regresaba de Nueva York y yo de Chicago y Ciudad de México. Algo sabía Juan de mi nombre porque yo había publicado extensamente en las revistas literarias y periódicos de Venezuela. Además, mi filiación con la vanguardia nadaísta colombiana en la década del 60 era conocida en este país dado su parentesco con El Techo de la Ballena, grupo de poetas y pintores vanguardistas venezolanos. No fue una amistad de conocimiento sino de reconocimiento. Pronto estábamos hablando de los poetas amigos, de las ciudades visitadas, de los alcoholes consumidos.

Entonces surgió una amistad inmediata que duraría toda la vida. Para mí nada era más admirable que su devoción por la poesía, y la entereza con que enfrentaba el acto creador. A diferencia de los surrealistas que disparaban sus versos contra la multitud, Juan era un surrealista contenido y mesurado en su hacer con las palabras, no así su ser personal que abundaba en humanidad y pasión vital.

Al leer y hacer viva la poesía de Juan Sánchez Peláez encontramos esa alta rigurosidad, ese bruñir el poema hasta sacarle piedras al polvo, unido esto a un desafiante lirismo amoroso, esplendente. Sin embargo, como persona Juan era algo desmesurado, visiblemente sensual en sus gestos, en sus acciones. Inmensamente centrado en sí mismo, pero a la vez abierto por completo a la amistad. Juan era un hombre de grandes pasiones, poco calculador. Ferozmente apolítico, en el sentido que hacía bandera de su libertad.

Debo regresar a la marca metafórica que tiene su vida aunada a su poesía. Para Juan el poeta no tiene otra salida sino su creación. El poeta no puede transigir con los lugares comunes, con los ecos de lo ya visto y conocido. Es la guerra con el ángel y contra el ángel, la cual lo lleva al vacío en cuyo fondo está la imagen que no se repite, única.

No es fácil hablar de la relación de Juan con el medio literario venezolano de su época. Era muy parco al dar opiniones de crítica literaria. Obedecía a los dictados de su generación de poetas, la cual era bastante severa en sus juicios literarios; siempre esperaban ver más de los poetas jóvenes, ya que no habían visto nada en muchos de los más viejos. Sin embargo recuerdo que amaba recitar versos de los poemas de Vicente Gerbasi. Uno de los grandes problemas de esos días literarios era cierta irresponsabilidad que destilaban algunos poetas en el alcohol de las fiestas en los bares que tornaban inútil la poesía. El elogio era necesario antes de corregir el poema.

Mucho recordaba Juan sus días en París o en Nueva York, ciudades que para él, como para muchos otros, eran paradigma de lo femenino y lo masculino. No obstante, un gran amor tenía por Chile, por los días en que allí como joven fue estudiante, exilado en cierta forma. Sin embargo, la presencia en esos años de Gonzalo Rojas lo impactó mucho. No tanto en la poesía misma sino en el acto creador. Si me detengo un poco al analizar la diferencia entre estos dos poetas, vemos que Gonzalo Rojas va al poema con cierta desmesura barroca, es más espontáneo, más circunstancial, pero ya en su ser personal era una persona más contenida, donde el pensamiento y la inteligencia privilegiaban la palabra precisa, no muy espontánea. Más cercano al mundo político, al quehacer del mundo literario, Gonzalo sabía manejar con cierta astucia las relaciones humanas en estos campos. Todo lo contrario Juan Sánchez, tal vez porque a pesar de que descreyera en los regionalismos, era un hombre del trópico. Gonzalo era un poeta austral. Sin embargo los une la dirección erótica, exaltante en Gonzalo, interna, en Sánchez Peláez. Son dos poetas que bien se burlan de los estereotipos.

Recuerdo que Juan me hablaba extensamente de su relación con el grupo Mandrágora en Chile, y en especial con Braulio Arenas. Creo que aquí debería ser más específico porque todo cambia cuando se refería a los otros integrantes de Mandrágora, Enrique Gómez Correa, Jorge Cáceres, Teófilo Cid. Creo que sus recuerdos se alineaban en la dirección de su amistad de joven con Arenas. Yo conocí poco a Arenas. En Santiago, en 1968, jugaba ajedrez a veces con él, y la última vez que lo vi fue en casa del mismo Juan Sánchez en Caracas, ya entrada la década del 70. Pero sé que era una persona difícil, un poeta muy centrado en sí mismo, aunque a mi parecer no tenía la prepotencia de otros poetas chilenos, valga el caso de Pablo de Rokha, o de Nicanor Parra. Sánchez Peláez no mostró, al menos en las charlas conmigo, mayor afecto por Arenas, aunque recordaba sus días en Chile con inmensa nostalgia. Pero su amor en Chile estaba sembrado, fuera de Gonzalo Rojas, en Rosamel del Valle y en Humberto Díaz Casanueva, principalmente. Otra cosa, que nunca podré comprobar es que, según me reveló el mismo Juan Sánchez, Arenas se apoderó de una libreta que contenía muchos poemas de Juan, escritos en Chile, y los publicó como suyos. Eso fue en los años en que Juan estudiaba en Santiago. A pesar de que esta acusación no es comprobable, yo creo que Juan no inventaba esto. No solamente no le era necesario, sino que dejaba ver el dolor que le producía recordar esos poemas que fueron a parar en la obra de otro. Nunca me dijo cuáles poemas eran, a pesar de que se lo pregunté. Siempre dejaba la respuesta para después.

Dentro de la generación de poetas que ven florecer su obra en las décadas del 40 y el 50, la presencia de Octavio Paz es fundamental. Hablo de poetas como Gonzalo Rojas, el mismo Juan Sánchez Peláez, Jorge Gaitán Durán, Álvaro Mutis, Enrique Molina, Fernando Charry Lara, Emilio Adolfo Westphalen, Carlos Martínez Rivas, etc. Es posible sugerir que la América Latina poética se divide en tres en la década del 50. Tres grandes ramas de ese tronco que viene desde Rubén Darío: Pablo Neruda, César Vallejo, Octavio Paz. No quiero dilucidar aquí esta gran ecuación literaria, pero revisemos la corriente que se alimenta de la obra y la figura literaria de Octavio Paz, la cual también alimentará recíprocamente a este poeta. Con esto quiero decir que, más allá de los aciertos de su poesía, Paz es una creación de toda una generación de poetas que buscaban una alternativa a las direcciones que se abrían con Neruda, filiación comunista, estalinista; o con Vallejo, vanguardista comprometido con lo vernacular, con lo social. Paz trae el aliento del mundo europeo, de la cultura francesa gracias a sus buenas lecturas de Marcel Raymond, Albert Béguin, la filosofía alemana, los griegos, etc. Paz es el mundo europeo aproximándose a América Latina, y un puente para acceder a éste a través de una cultura latinoamericana representativa, sea el caso de la cultura mexicana con sus rasgos mestizos, y como busca ponerlos Paz, universales. Paz es el resultado de una necesidad. Su dominio del campo literario latinoamericano era virtual, pero real a la vez. Cada una de sus palabras se va a pesar en una balanza que determina direcciones, aciertos o fracasos. Todos estos poetas le guardan una profunda reverencia. Lo paradójico es que casi todos ellos son poetas de mucho más alcance poético que el mismo Paz. Una vez, hace bastante años, yo dije un día para un periódico venezolano que Octavio Paz era importante en América Latina porque era el único que sabía usar el punto y coma. Esa noche fui a una cena en casa de Juan Sánchez y me encontré con que él estaba bastante adolorido por lo que yo había dicho de Paz, por el irrespeto a una persona tan importante como Paz. En una reseña a la deficiente antología del surrealismo latinoamericano de Stefan Baciu, Paz dice que falta en la lista de poetas mencionar a Juan Sánchez, “un poeta vigoroso”. Esa fue toda la crítica que Paz hizo en su vida de la obra de Sánchez Peláez. No obstante, Juan celebró por meses ese adjetivo que le había caído del cielo de la poesía. Nada más triste si consideramos que Sánchez Peláez es un poeta de mucho más alcance poético que Paz. Ya al final de su vida, y muerto Paz, Sánchez Peláez me dijo que en aquel entonces yo tenía razón. Paz no era el gran poeta que todos habían exaltado.

“Cada uno está solo en el corazón de la tierra”, decía Salvatore Quasimodo. Recuerdo esto porque nadie temía más a la soledad que Juan. Sin embargo, su idea de la soledad iba más allá de lo que podemos imaginar. Era como una muerte en vida en el centro del universo. Tal vez por eso las palabras de sus poemas se fueron aislando entre sí, poco a poco. Ya fuese en mi casa en Sebucán o en la suya en Altamira nuestras charlas no alcanzaban a penetrar estos misterios. Solo me decía, “No permitas que te alcance la soledad”.

A diferencia de otros poetas de su generación, e incluso más jóvenes, su obra ha permanecido sola, ausente de la multitud de lectores que frecuentan los medios sociales.

Varios años atrás su viuda Malena estuvo de visita en los Estados Unidos, y por ella me enteré de que la antología de este poeta, publicada en España por la editorial Lumen, iba a ser recogida y probablemente destruida. Los editores se la ofrecían si ella podía recogerla toda y llevársela, de lo contrario desaparecería. Y así fue, ella no pudo hacerlo. Afortunadamente, y gracias a los empeños de Marina Gasparini, intelectual venezolana, la editorial Visor ha publicado en España hace poco una selección de sus poemas.

Juan Sánchez Peláez es uno de los grandes poetas de Hispanoamérica. Pero este juicio sólo lo comparten los pocos privilegiados que han tenido acceso a su obra. La respuesta de por qué sucede esto es fácil. Todo se debe al predominio político dentro de los campos literarios. En esa búsqueda intensa de hacer de su poesía una metáfora creativa que conllevara su vida, Juan Sánchez Peláez no buscaba un reconocimiento fácil, un aplauso académico, de auditorios llenos. Su necesidad era que se comprendieran, se pudieran visualizar los centros oscuros de su poesía. Tenía una extrema necesidad de que sus poemas fueran leídos como él quería que lo fuesen. Eran para él piedras mágicas que conllevaban un Gran Sentido, y debo decir esto con mayúsculas.

Los días y sus meses y sus años se fueron y yo salí de Caracas hacia los Estados Unidos. Con Juan hablaba frecuentemente por teléfono. Largas charlas acompañadas por dos botellas de escocés, una allá, otra acá. Estas charlas terminaban en cierto delirio que nuestras mutuas esposas, allá y acá, cortaban con mano delicada pero precisa. Mucho hablé esas noches con Juan. Una que otra vez fui por Venezuela y el encuentro fue maravilloso, lleno de gran humor. Teníamos como tema cantar un viejo tango que ambos adorábamos, Sur, hasta el cansancio. Tengo para mí que allí estará Juan siempre conmigo, en ese lugar en que una palabra se acerca a otra y clama poesía.