Por MARÍA GUADALUPE LLANES
En el siglo segundo antes de nuestra Era, el dramaturgo Terencio había dicho lo que repitió Marx mucho tiempo después: Homo sum; humani nihil a me alienum: “Soy un hombre; nada de lo humano me es ajeno”. Así debe pensar todo filósofo. Como humano que es, no está hecho para levitar —al menos eso creo—, no es un ángel extrañado del mundo. La filosofía no sirve para despegarnos del suelo sino para sembrarnos fuertemente en él. Lo que crece debe tener tanto raíces como flores, debe poder beber el sol sin perderse ni una sombra, ni un solo acontecimiento. En este punto Juan Nuño y yo coincidimos plenamente.
En efecto, así era Juan Nuño, un filósofo cuya actividad no se limitaba al ejercicio de su disciplina dentro de los muros conceptuales que levanta la Academia. Sin renegar del uso de la metodología necesaria para el quehacer filosófico riguroso, gustaba de enfrascarse en cuanto tema mundanal despertaba su interés. No sólo era un filósofo muy agudo, era también un intelectual crítico frente al mundo y en el mundo. En sus últimos 15 años se dedicó a escribir cerca de 1.000 ensayos cortos para periódicos y revistas, sobre literatura, política, cine, filosofía, etc. Le interesaba todo lo que, aconteciendo en su universo, tuviera impacto en la vida. Si bien se casó filosóficamente con Platón, eso no significó que la doctrina platónica fuera una cárcel inexpugnable. El talento nuñiano se nutrió de múltiples temas.
Se podría acuñar un refrán filosófico, aunque no se cumpla en todos los casos: ‘una vez platónico siempre platónico’, pero entendiéndolo como una cierta tendencia muy general del pensar que tiene como base el ímpetu de la búsqueda de la verdad y la convicción de que nunca será una persecución vana. Pues la verdad es un ave esperando ser apresada que, ante el hombre, renuncia a sus alas. Y el devenir no es una locura tan aleatoria que impida la visión de identidades.
Así resume un filósofo amigo de Juan Nuño, Alejandro Rossi, su característico talante: “Juan Nuño era, para suerte nuestra, una persona complicada, lo contrario de un personaje previsible y lineal. Enamorado del mundo, curiosísimo de lo que ocurría y a la vez un incrédulo de los grandes planes de salvación… Es natural… que le atrajeran —y le divirtieran— las contradicciones de la vida, las discordancias, la distancia hipócrita entre las palabras y los actos, y que prefiriese los instrumentos críticos de la filosofía… Fue un admirable helenista…”, pero su “verdadera pasión… era la filosofía moderna, y la inclinación crítica lo llevó a Marx… y luego… a la lógica matemática, el positivismo lógico, la filosofía de la ciencia, la filosofía analítica, etc. Entre esos… temas encontró la mezcla de crítica y de racionalidad que buscaba desde su juventud…”. (Zavalaga, 2012).
Se puede apreciar más claramente la orientación platónica de Nuño en las obras que dedicó al autor griego como El pensamiento de Platón y Los mitos filosóficos, pero la encontramos también en otros libros como La filosofía en Borges y fuera de sus escritos e investigaciones, en sus conversaciones cotidianas donde le encantaba aplicar inadvertidamente la mayéutica. Mostraré algo de su forma de pensar en sus comentarios a una pequeña historia de Borges.
Aunque Borges no fue filósofo de oficio, era un gran consumidor de filosofía, también de clara inclinación platónica, o como dice Nuño: su filosofía se “podría reducir a un platonismo raigal” (Nuño, 1986). Borges creó hermosas imágenes para ejemplificar magistralmente diferentes temas filosóficos. A muchos profesores de filosofía nos encanta echar mano de sus poderosas narraciones para ilustrar en clase tópicos tan abstrusos como la naturaleza del tiempo. Nuño no escapó a su embrujo, se deleitó redimensionando los problemas a partir de las metáforas borgianas.
El yo delusorio: “El otro”; veinticinco de agosto, 1983.
Así titula Nuño su ensayo sobre dos pequeños relatos: “El otro” y “Veinticinco de agosto, 1983”, en los cuales Borges se desdobla en sus yoes del pasado y del futuro. Comentaré sólo el primero.
Según Nuño, este desdoblarse es una “delusión” del yo. ¡Ojo!, dice una “delusión”, no una ilusión, imaginación, o alucinación… La RAE, no obstante, advierte que ‘ilusión’ es su sinónimo, es decir, se trata de una imagen o una idea que alguien construye en su mente sin que exista para ella un correlato real. La elección del término no es un simple recurso estilístico, nos dice mucho acerca del escritor, nos recuerda que Nuño no sólo conoce muy bien el idioma y se preocupa por la estética de su texto, sino que, además, se esfuerza por expresar sus ideas en una cuidada redacción de líneas claras, desde el título hasta el final del ensayo.
En efecto, una delusión es siempre una equivocación, pero puede ser perceptual o conceptual, mientras que la ilusión es siempre perceptual. Tal es la, no tan sutil, diferencia. La posibilidad de perderse en la fantasía es muy grave para Nuño porque tiene un norte fijo en su filosofía: el horizonte de la razón con la capacidad de desenmascarar errores, supersticiones e ilusiones. Pero, ¿y si la delusión fuera conceptual en esta historia?, ¿qué facultad la podría develar como errada?
Borges, en su muy breve pero suculenta historia, juega con sus fichas favoritas: el sueño como ámbito de lo real y la realidad como sueño del soñador. Y, por supuesto, el drama del esquivo ‘tiempo’ y su complejidad especular. El otro empieza más o menos así: Un extraño banco situado a la vez a la orilla del río Charles en Cambridge y en las márgenes del río Ródano a su paso por el lago Leman de Ginebra, une a su imposible ubicuidad, la inconcebible superposición temporal. El anciano Borges de 70 años decide recostarse en ese asiento-transdimensional, (sin imaginar siquiera su naturaleza replicadora especular) cuando de pronto lo acompaña, sentado a su lado, un joven de 19 que resulta ser él mismo.
Me atrevo a pensar que esta historia encanta al Nuño racional porque dentro de la realidad soñada no cabe el error, ella es su propio referente real. Este contexto barrería de un plumazo la posibilidad de delusión conceptual, que quedaría como idea de trasfondo para facilitar la crítica filosófica, del lado del personaje despierto y del Borges narrador. Nada hay que objetar si el mundo es solo sueño, la adecuación perfecta hace brillar la verdad onírica, aunque no salga nunca de su ámbito fantasmal. Y sobre la propuesta borgiana construye Nuño una versión más metafísica.
Se pregunta Nuño: “¿Cómo procede el viejo Borges para convencer al Borges joven de que él también es Borges, esto es, para restablecer la identidad aparentemente escindida? Recurre a la descripción de lugares, habitaciones, objetos, situaciones. Sólo que la prolijidad de un catálogo (repaso total o parcial de mundos posibles) no es prueba de existencia; lo será quizá de identidad…, pero aún no de existencia, pues, argumenta el joven Borges, pudiera ser (otro mundo posible) que uno de los dos esté soñando al otro o que ambos se sueñen entre sí. Y dispuesto a desconcertar al viejo, acude el joven Borges al implacable argumento de la memoria: si realmente son uno, ¿por qué olvidó este encuentro que tuvo de joven, junto a un río, y ahora se repite? Se abre así la puerta a la hipótesis cíclica: vivieron una vez esta situación que de nuevo reiteran, pero sin la memoria de uno. No importa tanto la respuesta evasiva del viejo Borges; lo que importa es ver que la identidad sólo puede apoyarse en la fragilidad de la memoria”. (Nuño, 1986).
Son varios los temas filosóficos agudamente analizados por Nuño ante el relato de Borges. Me concentraré solamente en uno fundamental: la identidad como cualidad indispensable para la existencia de un ser cualquiera, perteneciente a este mundo cambiante. La realidad del anciano, como la de todos, depende de su identidad y ésta de su memoria. Este es el punto. Si es necesario para que alguien sea realmente existente que posea una identidad más o menos permanente en el tiempo, cabe preguntar: ¿tal cualidad de idéntico a través del flujo temporal es del sujeto en sí mismo, de su naturaleza real actual, o depende de las operaciones de su memoria?, ¿es en nuestra mente donde se atan cabos y se conectan los eventos para que nos pensemos iguales a nosotros mismos a pesar del fluir de los años?
Nuño encuentra en la narración borgiana que este espectral modo de ser de la memoria resume la identidad del bifurcado personaje y remite a la existencia del anciano Borges, pero no es su existencia. Insisto, existir es anterior a recordar, la memoria es una ruta histórica construida con recuerdos de percepciones de un perceptor, el dueño de la memoria que está siendo soñado por el soñador, el joven Borges, pero desde otro tiempo. El joven no viaja en el tiempo al encuentro del viejo, sino que está en su tiempo pero soñando. El joven está en la memoria del viejo y el viejo en el sueño del joven.
Hay, por tanto, un solo existente, pero Nuño advierte que: “su existencia es tan firme o precaria como la de este mundo: a menos que otra mente lo sueñe, lo piense, lo conciba, no existirá, o dejará al punto de hacerlo”. Para resolver el enigma, Nuño conecta esta idea con “Las ruinas circulares” citando al propio Borges: “es simplemente la vieja hipótesis idealista de que la realidad es un sueño”. Pero, pregunto, un sueño ¿de quién? Yo diría que es el sueño del Borges escritor del relato. Si la memoria es la construcción, la telaraña, del mundo humano, irremediablemente hay que acudir a otra realidad que no dependa de ser percibida o soñada, que certifique su posibilidad tan etérea. El idealista puede pensar que ser es ser percibido y que lo que llamamos real es un tejido de percepciones, pero tarde o temprano tiene que recurrir a una suerte de realidad del todo, es decir, lo completo soñado pensado como mundo, si no quiere admitir un soñador real trascendente a su universo que no sea soñado por otro. O simplemente dejar la pregunta abierta.
El joven Borges no existe y, sin embargo, es la posibilidad real de la existencia del anciano. Pues el joven no estaba siendo soñado, era el soñador. Su desdoblamiento ocurría en su sueño, por eso no era delusoriamente conceptual (creo que por ahí va Nuño). El joven sueña al viejo, mientras que el viejo se encuentra realmente ante el joven, no está soñando ni alucinando al joven. Como dijo el anciano: “creo haber descubierto una clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia… El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente…” (Nuño, 1986). Si no fuera así, el Borges mayor tendría que recordar ese episodio que soñó cuando era joven, pero los sueños no siempre se recuerdan. En cambio una situación como esa, tan aterradora, vivida en vigilia ¿cómo podría olvidarse?
Pero el viejo Borges confunde la realidad física con lo realmente real, no sabe que es solamente memoria. Sospecho que Nuño se refiere en este punto al yo delusorio. En efecto, el Borges anciano piensa dos cosas ante este evento: que lo que ocurre es real, con el tipo de realidad propia de lo que no depende del pensamiento del sujeto, y que la identidad se reafirma con la referencia fuerte de su nombre a su esencia. Pero yo añadiría aquí un tercer Borges, el que escribe la escena, quien considera tan espectralmente irreal la memoria como el sueño, con el agravante idealista de reducir la realidad a una suerte de memoria. Así, memoria y sueño constituyen toda la realidad, se convierten en lo que hay. Lo único que preserva la frágil identidad y la continuidad temporal entre los dos yoes es la concatenación de imágenes en la mente del despierto y la contundencia del nombre con su poder referencial. En suma, esto es lo que creo que Nuño presiente y quiere hacer notar al llamar a la experiencia narrada “yo delusorio”: el Borges viejo está conceptualmente errado, no entiende la naturaleza de su realidad y por eso juzga el evento racionalmente desde parámetros equivocados.
Nuño nos sumerge sin que podamos advertirlo en el borgiano mundo espejo: dos espejos de un desdoblado Borges en un banco imposible se reflejan uno al otro y también en el espejo de su escritor, el propio Borges. El preclaro espejo mental de Nuño me ofrece su visión metafísica a mí en esta ocasión, convirtiéndome en otro espejo buscando el reflejo en el espejo del lector.
–Nuño, Juan, Ensayos Polémicos, Recopilación y revisión de la edición digital: Miguel Zavalaga Flórez, Caracas. (2012)
–Nuño, Juan, La filosofía de Borges, México, FCE, (1986)
–Borges, Jorge Luís, El libro de arena, Argentina, Emecé, (1975)