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Juan Malpartida, narrador

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Por JOSÉ MARÍA HERRERA

A Juan Malpartida le gusta ser considerado poeta. Aunque haya publicado cuatro novelas, varios libros de ensayos, dos volúmenes de diarios y multitud de artículos de crítica, su vínculo fundamental con el lenguaje es el de alguien que cree en la inmensidad de las palabras. En uno de sus diarios, Al vuelo de la página, escribe que, siendo un chiquillo, con apenas seis años, para consolar a su madre de alguna pena, abrió su libro escolar y le leyó un poema. Fue entonces tal vez cuando arraigó en él la semilla de la futura pasión por la poesía, la confianza en el poder de la palabra, una confianza que los años y la sabiduría le han obligado a matizar, pues ni siquiera la palabra poética es absoluta ni representa la respuesta definitiva a las preguntas que nos acucian como humanos.

El salto a la prosa, si se me permite simplificar un proceso necesariamente más complejo, vino después y hay que relacionarlo con una doble necesidad suya derivada de dicha vocación poética: el interés por las ideas, interés que ha generado una prolífica labor ensayística, y el afán por dar testimonio de la experiencia, prueba de lo cual son los dos gruesos volúmenes de diarios publicados, Al vuelo de la página (2011) y Estación de cercanías (2015), y su último e inclasificable libro, Mi vecino Montaigne (2021), en el que se trenzan sutil y brillantemente todos los hilos que constituyen la trama de su personalidad literaria.

Pese a moverse con extraordinaria soltura en todos los géneros, Malpartida descubrió un día que para decir lo que quería necesitaba la ficción. Algo lo empujaba hacia la novela, mundo por el que, en principio, no estuvo demasiado interesado. Nunca fue gran lector de novelas. El ensayo, las biografías, las memorias y, por supuesto, la poesía, le interesaban bastante más. En la década de los noventa, con cuarenta años y una dilatada experiencia vital, se dio cuenta, sin embargo, de que para mejor comprender la vida y sus múltiples posibilidades de sentido, tenía inevitablemente que recurrir a ella.

Fruto de esta primera aproximación a la narrativa fue La tarde a la deriva, texto que, según confiesa, escribió casi como si fuera un poema, esto es, como si no supiera bien lo que estaba haciendo. El lector no tiene en absoluto dicha impresión, al contrario, siente que todo en la obra encaja perfectamente, pero él ha escrito que, a pesar de sentirse complacido con el resultado del trabajo, “la idea de conjunto se me borra (…) A veces creo que es un paisaje lo que he pintado, otras el paso del tiempo, o quizá el curso de un río que serpentea, gira alrededor de un montículo y entre una hilera de árboles desaparece”. ¿A qué se debe esta extrañeza respecto de la propia creación? Es difícil saberlo y no me atrevo a dar una respuesta, aunque quizá se encuentre en los últimos versos del poema XIII de las Soledades de Antonio Machado, pensador predilecto al que Malpartida ha dedicado un libro: “Bajo los ojos del puente pasaba el agua sombría// (Yo pensaba ¡el alma mía!)”.

La tarde a la deriva (2002) es la primera entrega de la trilogía que forma con Reloj de viento (2008) y Señora del mundo (2020). Aunque son novelas independientes y pueden ser leídas como tales, las tres comparten en algún momento narrador, Javier Ventadour, un escritor que conoce bien su oficio y sabe todo lo que hay que saber para llevar adelante con destreza una historia, pero que, hijo de su tiempo, sufre en carne propia la pérdida de la omnisciencia característica de los narradores del pretérito. Trasunto a ratos de Malpartida, con quien comparte la certeza de que “la vida hay a veces que inventarla para que sea más real” (“yo, al igual que don Quijote, invento pasiones para ejercitarme”, solía decir Voltaire), su escritura es un perpetuo y penetrante diálogo consigo mismo y el lector. ¿Acaso podemos adentrarnos solos en la senda de la verdad? Puede que este concretamente sea el motivo por el que rechaza la posibilidad de que un único narrador cuente la historia. Más que la omnisciencia, siempre improbable, le fastidia la omnipresencia de un yo que impone su punto de vista, una limitación que arregla abriendo el relato a la opinión de los personajes y cuestionando socráticamente sus propias afirmaciones. Las dudas de hombre perspicaz que le asaltan a cada paso en este diálogo consigo mismo y con el lector no sólo le hacen sospechar que quizás no esté contando o interpretando los hechos adecuadamente, sino que tal vez, en una maniobra inconsciente, haya usurpado la voz de los personajes e incluso, en momentos de “unamunismo” extremo, que su texto no sea suyo, sino más bien de otro que lo escribe a él. Al final, valga la broma pirandelliana, nos hallamos con una concurrencia de autores a la búsqueda de la obra.

Tales vacilaciones, a veces sinceras, a veces producto del oficio narrativo del autor, son inevitables cuando se considera que la tarea primordial de la novela es recuperar el proceso de la vida, la vivencia de la vida. No en vano la mayor preocupación de Malpartida es conseguir que la palabra llegue viva al lector. La amenidad, la claridad, el sentido del humor de sus narraciones, pero también esa inteligencia lúcidamente escéptica que le impulsa a multiplicar los puntos de vista sobre las cosas y las personas, no es fruto de la mera voluntad de entretener al público, sino del apego a la existencia como tal. ¿Acaso la realidad, cuando se la contempla con atención, no revela a veces verdades desconocidas que lo modifican todo? Vivimos creyendo entender hasta que un día, de pronto, descubrimos que no comprendemos nada, algo que le ocurre no solo a los personajes literarios, sino también, e igual de a menudo, a los narradores capaces de imaginarlos y ocuparse de ellos.

La trilogía de Ventadour aborda asuntos diversos, desde la naturaleza del amor y los celos hasta las dificultades de la ficción literaria o la construcción de la identidad personal. Se trata de  problemas de nuestro tiempo, tal y como podrían presentársenos a cualquiera de nosotros. Juan Malpartida no inventa un mundo para situar a sus personajes, se vale del que ya compartimos. La tarde a la deriva y Señora del mundo giran en torno a una situación frecuente en nuestro tiempo: la separación amorosa. Aunque el planteamiento de cada novela es distinto, en ambas la ruptura lleva al protagonista a reflexionar sobre las causas del fracaso de la relación y a realizar, movido por ello, un complejo viaje interior que conduce a la misma conclusión: es la ausencia del amor la que nos hace precipitarnos dentro de nosotros mismos y sentir el vacío de la vida, la pérdida de realidad de la realidad. Mientras hay amor, gravitamos en torno a un centro, nuestro movimiento posee sentido, creemos vivir una eternidad.

Reloj de viento posee otras características. Se trata, por lo pronto, de una novela dividida en dos partes: la primera es el testimonio de la vida de Guillermo Ventadour, tío del narrador; la segunda, la reflexión del sobrino acerca de esa vida y los problemas derivados de su manera de contarlos. El diálogo, mediado por el lenguaje literario, entre dos generaciones con vivencias muy dispares, permite al autor llevar a cabo una profunda exploración de los problemas del tiempo y la memoria, dos de las constantes de su obra. Guillermo, un hombre de campo que vivió siendo muchacho la guerra civil, encuentra en su sobrino Javier un espejo donde reflejar su experiencia y enriquecerla; Javier encuentra en su tío Guillermo una sabiduría del amor, el tiempo y la muerte, que le obligan a reconsiderar su papel como hombre y como escritor. La novela, de la que alguien ha dicho con toda razón que es un elogio de la conversación, descansa en la convicción de que no existe racionalidad sin diálogo y que estamos uncidos al tiempo no solo por nuestro cuerpo, sino también por nuestras palabras. A fin de cuentas, son estas las que nos enseñan a cada instante en qué consiste la inaprensible fugacidad.

La última y premiada novela de Malpartida, aunque publicada con anterioridad a Señora del mundo, es Camino de casa (2015). En ella se cuenta la historia de un joven que, tras descubrir la teoría de la evolución, experimenta una profunda crisis personal que cambia su vida. Saber que formamos parte de una larga historia biológica y que hemos sido antes otras especies le hace caer en la cuenta de que los seres humanos nos hemos hecho una idea demasiado rimbombante de nuestra condición. Hay que aceptar lo que somos realmente. “La evolución inventó el cerebro para salir de la casa (para comer cuando el alimento in situ se agota) y la memoria para volver a casa”, reza una de las citas que Malpartida ha colocado en el frontispicio de la novela. Volver a casa no es volver a un supuesto estado natural que no existe. Somos seres naturales, siempre lo hemos sido, incluso cuando pensábamos que éramos otra cosa, pero hemos hecho un camino y nos hemos hecho en él. Volver a casa significa reconocer el camino y las huellas impresas en su superficie para, aceptando la realidad, continuar haciendo lo que siempre hicieron los hombres: construir su mundo y tratar de darle sentido. Se trata, con otra formulación, de los mismos temas que encontramos en ensayos recientes del autor, incluido Mi vecino Montaigne, pero encarnados en alguien que los vive ante el lector como solamente se pueden vivir en los libros de ficción; los buenos, lúcidos e inspirados libros de ficción.

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