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Juan Liscano, El Nacional y el Papel Literario: dos hipótesis

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Por NELSON RIVERA

El 15 de agosto de 1943, el día en que aparece por primera vez la sección Papel Literario, Juan Liscano acaba de cumplir 28 años. A esa edad —los había cumplido un mes antes, el 15 de julio— ya ha publicado —eso creo— al menos tres libros de poesía —Ocho poemas, Contienda y Del alba al alba—; el ensayo El sentido del paisaje; ha fundado y dirigido las revistas Acción estudiantil y Cubagua; ha participado en la acción política; ha ganado el Premio Municipal de Poesía; al tiempo que avanza en las investigaciones que lo llevarán, a partir de 1947, a publicar numerosas investigaciones y ensayos sobre la negritud en Venezuela, el folclore, los bailes, la cultura popular, la antología Poesía Popular venezolana (1945) y tanto más. Liscano, tal la sensación que produce su activismo, vive una eclosión que, quizá, no culminará nunca.

Lo que Liscano irradia durante los cinco primeros meses de su trabajo al frente del Papel Literario deslumbra por lo múltiple de los campos de los que se ocupa, por la apertura de sus criterios (me limito a comentar solo las ediciones de 1943 porque, por ahora, no está disponible el acceso al archivo de los años siguientes).

Insisto: el recién designado director es un hombre que apenas ha cumplido 28 años.

Las corrientes predominantes

La elección de Liscano como fundador y primer director no pudo, me parece, ser más afortunada. En El Nacional de los primeros años conviven varias fuerzas predominantes: hay un disciplinado afán de cultivar el género del reportaje, que apela a fórmulas innovadoras (como aquellos de Ida Gramcko, que se empleó en una empresa de confección de ropa o se inscribió en una academia para estudiar Secretariado y, así, narrar a los lectores lo vivido y padecido).

Hay un celo extremo con respecto al rigor noticioso (cuando El Nacional alcanzó su primer quinquenio, Antonio Arráiz escribió un artículo, “Cinco años”, en el que enfatizaba en que, a lo largo de las primeras 1793 ediciones, el periódico apenas había sido desmentido o acusado de falsear los hechos).

De forma simultánea, desde la primera edición, se produce una valoración recurrente de la Opinión como género legítimo del diarismo, no limitada a la política —nacional e internacional—, sino también proyectada hacia otros ámbitos como las costumbres sociales, el auge educativo y cultural, la reacción ciudadana y de las familias ante el proceso modernizador. Quiero añadir que, en muchas de sus breves piezas de Opinión, refulgía el guiño, la inequívoca veta humorística de Otero Silva, siempre sorpresiva, siempre reveladora.

En ese nuevo diario hay también apariciones inesperadas que, durante los primeros años no tienen un lugar propio, y que son breves notas insertadas aquí y allá, comentarios sobre hechos curiosos, visitantes de otros países, toreros y toros, avances científicos, reseñas de eventos sociales, notas humorísticas, hípica, importación de productos novedosos, respuestas a cartas de lectores, información de concursos y otros misceláneos.

Más: estaba presente un interés en los modos y novedades del periodismo estadounidense de la época (de hecho, El Nacional reproducía todos los fines de semana unas largas historias de crímenes famosos, originalmente publicadas en inglés, cuyos derechos y traducciones había adquirido antes de que el diario fuese lanzado). Y, articulado con lo anterior, había un claro empeño editorial, un deseo de posicionarse como un diario innovador, conectado con la inmediatez y con los próximos tiempos, que se diferencia de los demás diarios por la anchura de su paleta temática y por la libertad con que formula sus abordajes.

Congregación del talento

El otro factor, que tiene una dimensión histórica, cultural y social que terminaría sobrepasando los límites del diario, es que El Nacional, bajo el influjo de Miguel Otero Silva, se proyectó como un centro magnético de la inteligencia venezolana, núcleo de una red de escritores, académicos, hombres de lo público, empresarios y políticos, que no había ocurrido hasta entonces en esa magnitud, alrededor de una empresa, y que se mantendría a lo largo de las décadas (por ejemplo: hay un detallado relato de J.F. Reyes Baena, publicado en su columna Creyón el 3 de agosto de 1953, titulado “Así hicimos la extra”. Ese día El Nacional cumplía diez años. Cuenta allí las diligencias de Picón Salas, Otero Silva, Oscar Guaramato, Luis Esteban Rey, José Ratto Ciarlo, José Moradell y Antonio Aparicio, para solicitar y recoger las colaboraciones que se publicaron en aquella edición aniversaria, y que resultan, en conjunto, nada menos que una especie de antología de los más importantes autores de Venezuela, América Latina y España de aquellos años —también algunos autores de Francia a Inglaterra—, una abrumadora demostración del excepcional mundo de relaciones e intercambios que, muy pronto, aquel joven periódico mantenía como algo propio y natural, con la inteligencia de la época. Un dato más para cerrar este comentario: el diseñador de aquella edición especial dedicada al X aniversario fue Carlos Cruz-Diez).

Las interrogantes puestas sobre Venezuela

Sin embargo, además de lo que he señalado hasta aquí, hay otra corriente editorial de mucho peso, mejor, de peso decisivo, que cambiaría y se enriquecería con el paso de los años y las décadas, y que sería un signo de la personalidad de El Nacional desde el día uno, que es una pertinaz pasión por lo venezolano, y que ponía su foco diario en las realidades noticiosas (como el desbordamiento del Río Orinoco, justo el 3 de agosto de 1943, el día en que El Nacional comenzó a circular, y que obligó al gobierno a crear unos despachos para responder a la catastróficas inundaciones), y en el producto de una recurrente actividad de investigación, que tuvo en Gonzalo Rincón Gutiérrez una de sus figuras inspiradoras, y que se propuso mostrar a los lectores citadinos cómo era la cotidianidad en las provincias venezolanas; de qué trataban aquellas realidades, a la vez, de maravillas y carencias; cuán vivas y complejas eran las expresiones sociales, culturales y productivas que tenían lugar más allá de las ciudades. En el periodismo de El Nacional había algo de búsqueda antropológica, etnográfica y sociológica.

Intento decir con esto, que quien tenga la oportunidad de revisar, página a página, las ediciones de El Nacional de los primeros años, se encontrará con la nítida presencia de esta ansiedad: la de producir un periodismo que descubriera al país de adentro. Que acercara al lector urbano a los venezolanos que vivían en lugares remotos, en las proximidades de las fronteras, de los que rara vez se tenían noticias. Que ofreciera una visión, territorial y humana, que no se limitara al marco de las ciudades, sino que, en alguna medida, diera cuenta de la múltiple riqueza étnica, cultural e histórica, de la que poco daba cuenta el periodismo del momento.

En ese ambiente de inquietud y apetitos, de insólito e inagotable fluido de ideas e intercambios, Juan Liscano fue invitado a dirigir “la página literaria”, que muy pronto pasaría a llamarse “Papel Literario”. Sin duda, era el hombre apropiado, el intelectual que, además de su ya considerable bagaje literario —pasó parte de su infancia y adolescencia estudiando en institutos educativos de Europa—, vivía con la interrogante de lo venezolano, no como un enunciado general, sino dirigido a los relieves concretos de la diversidad popular cultural venezolana.

Juan Liscano: las dos hipótesis

La primera: así, entre el Papel Literario bajo la dirección de Liscano, y El Nacional bajo la dirección de Antonio Arráiz (con Miguel Otero Silva orbitando o deambulando libérrimo), hay corrientes temáticas coincidentes, preguntas sobre Venezuela hechas al alimón, preocupaciones comunes y hondas. Entre las vocaciones más personales del poeta y pensador, y la corriente editorial de El Nacional, que ponía su interés en la Venezuela profunda, había una complicidad, un espíritu común, una empatía. Lo diré así: en sus tiempos iniciales, El Nacional y el Papel Literario se asemejan. Son animales distintos, pero de la misma especie. Temas que El Nacional destacaba eran incorporados también por el Papel Literario, desde su propia perspectiva. Solo más tarde, con la llegada de la especialización, el profesionalismo editorial y muchos otros factores, el Papel Literario adquiriría ese perfil tan diferenciado, ese carácter de ente peculiar —rara ave—, cuando se le comparaba con el actor político y social en que El Nacional se consolidaría con el paso del tiempo.

La segunda: Liscano —y sobre este enunciado que propongo, si es que tiene alguna validez, no se ha hecho, hasta donde sé, el reconocimiento que merece— cambió el rumbo del periodismo cultural en Venezuela. Le otorgó una sonora proyección, a lo que que era tímido e incipiente hasta ese momento. Hizo importantísimas ampliaciones temáticas, como las señaladas arriba, relativas a las culturas populares. Derribó, con limpio hacer, las fronteras entre la mera reseña y el ensayo; redimensionó ciertas prácticas inevitables, como el comentario de las presentaciones de libros o la apertura de exposiciones, para elaborar, a partir de la inocuidad característica de estos eventos, unas notas llenas de astucia en las que hablaba de los debates y las tensiones intelectuales en apogeo; y, algo esencial —asunto capitular de su personalidad y de su hacer como intelectual—, no temió disentir, polemizar, ni tampoco a escuchar y abrir los espacios del Papel Literario a los puntos de vista que se diferenciaban u oponían a los suyos.

En el Liscano que dirigió la etapa inaugural del Papel Literario están las semillas y los frutos jugosos que, en los años y décadas siguientes, Guillermo Meneses, Pablo Antillano, Tomás Eloy Martínez, Miyó Vestrini y otros también cultivarían, expandirían y donarían a la historia del mejor periodismo cultural venezolano.

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