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Juan Cristóbal Castro y las ruinas sonámbulas de Caracas

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Por CAMILA PULGAR MACHADO

—But you had fun, didn’t you? 

Cuando leía el libro de Juan Cristóbal Castro Arqueología sonámbula (Editorial Anfibia 2020) y llegué a esta frase, supe que era crucial.  Este es un relato donde el autor goza. Y quiero indicarlo como punto de partida de mi lectura. Pues el otro lado, me refiero a la desdicha —a la tragedia de la historia reciente venezolana—, podría opacar con su letanía adolorida este evento principal de la experiencia que fue el placer de escribir esta obra.

Pero, además, la pregunta, que en español sería “pero se divirtió, ¿cierto?”, se la hace un viejo jardinero de un estadio de rugby a Luis Castro Leiva. El padre de Juan Cristóbal Castro tenía entonces 37 años y estaba al mando de una aventura única, cuando logró con un equipo de rugby, que armó y lideró en la Universidad Simón Bolívar, viajar a Inglaterra y participar en un campeonato de ligas universitarias. Estas páginas sobre la saga deportiva de Castro Leiva son espléndidas; como de seguro lo fue la experiencia, a pesar de los continuos fracasos en el campo deportivo. Y, sobre todo, son la contrapartida de las páginas iniciales del libro del hijo pródigo, que nos dan noticia del fallecimiento del historiador y filósofo: “Su papá murió el 8 de abril de 1999, poco después de las elecciones en las que el líder revolucionario obtuvo una amplia mayoría” (toda palabra entre comillas pertenece al libro). Este es el inicio de la segunda viñeta, casi que podemos llamarla así, de este libro híbrido y estético que mezcla una ficción de desdoblamiento, argumento prácticamente detectivesco, con un prolongado ensayo que discierne sobre más de un asunto del universo intelectual y vivencial de este escritor caraqueño nacido en 1971 y sufriente del deslave monumental de Venezuela.

Diría que las “genealogías” de Juan Cristóbal Castro y, las de su doble, el arqueólogo sonámbulo quien cavila sangrando sobre las ruinas de Caracas y sus temibles y hechizantes “sobrenaturalezas”, son el motivo del drama (neo) barroco existencial que se narra en este “cuaderno de notas”.

Así, lo genealógico, esos principios de proveniencia que el “ruinólogo” persigue, llevan básicamente a un poema de Elizabeth Bishop que forma parte de los materiales consignados en los apéndices y titulado “Un arte”; y donde leemos: “Por supuesto, no es difícil dominar el arte de perder, por más que a veces pueda parecernos (¡escríbelo!) un desastre”.  No es fácil tampoco y a esa dificultad que Castro, de alguna manera, resuelve en este libro, quiero llegar. Este arte entraña una duplicidad lacerante. Juan Cristóbal se fue del país, pero el hecho de narrar su sombra, de revivirla en múltiples escenas, es un zurcido pasional de un pathos bien tensado, muchas veces sensual y profundamente ético, directo al grano, que colma y gratifica al lector. Es un libro que se lee con gusto y hasta el final. Lo que no es fácil, repito, pues hubiera podido naufragar en los traslados que componen su extrañeza.

Hay un suspenso narrativo y un sujeto narrado quien busca algo que se le ha perdido a su llegada a Caracas luego de un cierto exilio en Bogotá. El protagonista del relato emprende las peripecias para cerrar su vida en Caracas. Y en casa de unos parientes en Los Chorros ve “montada como en descanso, sobre una de las sillas de metal, una pequeña y algo curtida maleta de piel marrón… En el momento no le prestó mayor atención, concentrado en conocer el estado del archivo familiar, pero en el instante que lo recordó la terminó asociando con otra valija similar que nunca pudo revisar. Quizás en ella estaban papeles y pertenencias importantes que le permitirían entender el pasado de varios de los protagonistas de su «genealogía», palabra que le suena muy aristocrática y por eso la pronuncia con dificultad”.

Entramos de lleno en el examen de la otra maleta, no la que puede llevarse de vuelta a Bogotá, sino la maleta que acumula “los resabios de una historia olvidada que no nos pertenece del todo y que por ello nos reclama descifrarla, entenderla, asomarla, así sea con los dudosos instrumentos de la imaginación”.

Particularmente esta valija descalabrada de la familia Castro esconde ciertos misterios de Carlos Delgado Chalbaud. Entonces abordamos una cotidianidad y más de una intriga alrededor de este personaje. “C.D.C” (así aparece mencionado) fue primo hermano del abuelo de Castro, quien tuvo un lugar estelar en la operación del Falke y una vida heroica aunque de final modesto: “Su abuelo, dolido como nunca, acepta sin chistar el cargo de agregado militar en Chile que le ofrece Pérez Jiménez. Tiene familia, está viejo… En ese tranquilo destierro se da a conocer, ya no como el vigoroso guerrero que participó en el Falke, en la revolución mexicana, en los combates de la Legión Francesa, sino como un simple diplomático de formas corteses”.

La crónica testimonial que Castro teje de Carlos Delgado Chalbaud, alrededor de su valor quijotesco y del sufrimiento de su familia, por ejemplo, una hija llamada Lucky con una pésima suerte, es la forma en que en este libro se hace la historia. Es decir, Arqueología… es una novela abierta al ensayo de escribir sobre la historia del país a partir de algunos “archivos criollos” que han sufrido el deterioro de la depresión institucional y ahora yacen perdidos en casas desvencijadas y vaciadas del principio paternal y simbólico que alguna vez las edificó.

Pero si bien el arqueólogo del fracaso, protagonista de esta aventura, se desenvuelve en un relato cuyo suspenso capital es seguirle la pista a “Juan Cristóbal”, quien se ha convertido en un espejismo intranquilo de Cararacas, en estos cuadernos hay otro territorio que es el de la exploración de un marco teórico sobre el asunto de las ruinas y la memoria de la nación. Así esta disertación sobre el Estado mágico, Cabrujas, Freud, Lezama Lima, etc., se fuga del formato academizante hacia una suerte de soliloquio ficcionalizado que va soltando amarras para navegar en una prosa brillante que Castro concentra muy bien en su lectura de Walter Benjamin.

Por una parte, el autor a través de las cavilaciones del “ruinólogo” erige un imaginario alegórico de un (neo) barroco, de un existencialismo en torno al sentimiento del horror vacui en tiempos de perdición. Lo que se despliega artísticamente en el libro con sus viñetas (los apartados de cada una de las 16 partes del volumen) y que llamo así pues muchas comprenden la referencia a una imagen, a una foto de estos despeñaderos, ironías que proliferan en las demoliciones (son 23 imágenes). Y por la otra, surge con fuerza una reflexión sobre Benjamin y su proyecto de las iluminaciones profanas con la intención de amasar la historia para mezclarla con una lucidez fragmentaria o fractal que despierte de la alienación y el trauma de la Historia.

Castro cava pasajes en medio de la contingencia del arqueólogo y produce un repertorio que se mueve a brincos, como rustiqueando, en el intrincado ritornelo geológico del valle de Caracas. Va de la situación política que llega hasta años de protestas y tortura: “Presos por protestar siguen sometidos a tratos crueles” dice un recorte de prensa (imagen 7). Continúa con “un breve itinerario de los lugares que se han destruido”. Hace una disertación lúcida sobre Miranda en La Carraca y “el fatídico destino del archivo criollo” que entiende como una constante en la historia nacional. Y se detiene a fondo en el sentido de las ruinas al excavar en dos paradigmas: 1) el deslave de La Guaira (lee a Paula Vásquez: Poder y catástrofe: Venezuela bajo la tragedia), 2) la Torre Confinanzas (de David o de Babel de donde extrae la portada del libro gracias a la colaboración de Ángela Bonadies y Juan José Olavarría).

El libro es profuso y se advierte además una persistente invención de voces y episodios iridiscentes de una luz insomne que añade a los relieves de la anécdota un manto mágico, casi cerca de lo fantástico. Como el filósofo médico cubano que discursea (“soliloquio inverosímil”) con ideas de Castro sobre el país y su “singular vocación antintelectual”. Este filósofo del “vaya, vaya” ha viajado por zonas como Apure y se encuentra con el ruinólogo, gracias al azar objetivo, en un club privado de La Guaira, poco antes de que se cierre el libro.

Nuestro protagonista llega al paroxismo de preguntarse: “¿quién habrá escrito estas páginas?”, un grito que suelta en el valle de vicisitudes, donde el insomnio se ha esparcido, y él se siente en el vértigo de una identidad limítrofe a los despeñaderos de “desechos”.  “Vestigios” que valen la pena traer a escena. Y aún más en una apuesta como esta, envuelta en un materialismo, en un mundo de referencias, en un cultismo, diría, y en un peculiar sentido del humor cuya penetrante claridad ética conmueve al lector.

El ruinólogo Ponte

Juan Cristóbal Castro

Sin duda Antonio José Ponte es quien más provecho le ha sacado a esta imagen de la ruina en la Cuba postsoviética, a juzgar por lo que informa Francisco Morán quien la encuentra en su escritura como una especie de «núcleo coagulador». Recuerda que, revisando el tema, dio con un documental en el que su director, el alemán Florian Borchmeyer, amigo de Ponte, se sirvió del título de un cuento de este, «El nuevo arte de hacer ruinas». Allí el escritor confesó que su fascinación por esos artefactos en descomposición, por estas imágenes del desgaste, tiene que ver en el fondo con un placer perverso, singular, que asalta al ser humano casi de forma masoquista, que es el goce que provoca lo que está decayendo, algo que ya había encontrado en el clásico ensayo sobre la ruina de Simmel. En el relato que da título a la cinta de ficción el autor se decanta por el vestigio; su protagonista descubre otra ciudad, una escondida y hundida que se llama Tuguna donde «todo se conservaba como en la memoria», que crece a la sombra de las ruinas de La Habana. Es verdad que para ese tiempo la capital cubana conservaba todavía edificios del siglo XVI, muchos de los cuales habían sido restaurados gracias a un proyecto de la Unesco iniciado en 1982; sin embargo, no toda la urbe había sido rescatada y los sitios que retrata Ponte eran más bien los de las

barriadas del centro del siglo xix y los de las mansiones del xx de El Vedado, que lucían devastados.

Un tugurio es un lugar barato y pequeño, recuerda que le advirtió Juan Cristóbal cuando hablaron alguna vez sobre el tema, pero también en urbanismo se habla de la «tugurización» para aludir a una ciudad sobrepoblada que ocupa nuevos espacios dentro de los ya establecidos. En el cuento de Ponte la ironía va alimentando ese proceso de pauperización durante el período especial bajo la modalidad de una utopía-distópica, de un no-lugar residual, que se acumula en la ciudad para irse perdiendo en el abandono y la desidia, en el olvido y la negación. Acaso por eso al final se menciona a Bethmoora, la metrópoli fantástica del cuento de Lord Dunsany, que al protagonista se le revela en plena noche londinense mientras todos dormían, aunque él piensa que más bien se parece a aquella Clarice hallada por Calvino donde los desechos se amontonan en otra ciudad que está dentro de la misma capital.

*Antonio José Ponte (1964) es narrador, ensayista y poeta cubano. Desde 2007 reside en España.

*Fragmento de Arqueología sonámbula. Editorial Anfibia, Colombia 2020.

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