Papel Literario

Jóvito cumple cincuenta años

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Por GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

El próximo domingo, 28 de marzo, Jóvito Villalba va a hacer una cosa que no ha hecho jamás y que será la única vez que lo haga: cumplirá cincuenta años. Los amigos que vayan a felicitarlo encontrarán a un hombre que se parece extraordinariamente a sus fotografías y que, a pesar de ser el día de su cumpleaños, y además, domingo, estará muy ocupado. Probablemente alguien le preguntará: «¿En qué edad se siente usted?». Jóvito Villalba responderá, como siempre, atendiendo a dos problemas al mismo tiempo:

—La edad que usted me ve.

Es un enigma de solución difícil. En una hora, Villalba parece tener varias edades alternativamente. La calvicie, que es más que una deficiencia un rasgo de su personalidad, no sirve en el cálculo de su edad sino para despistar. Empezó hace más de veinte años. En la casa de extraña inspiración arquitectónica, pintada de un amarillo un tanto tremendista, donde su partido —URD— ha instalado el cuartel general, Villalba, por su experiencia y autoridad, tiene como setenta años. Por su dinamismo y entusiasmo no tiene más de treinta. En la quinta de Las Mercedes, donde vive con su familia y donde defiende en la medida de lo posible seis horas diarias de sueño, tiene una edad un poco más definida. Es raro, pero la verdad es que en ningún momento parece tener medio siglo. Es como si el cumpleaños lo hubiera tomado por sorpresa y él hubiera tenido que atender demasiadas cosas y estuviera ahora demasiado ocupado para acordarse de su edad. Una cosa es evidente: Villalba está ahora, por lo menos, en el quinto momento decisivo de su vida. Y en éste, como en los otros cuatro, como en todos los instantes decisivos y no decisivos de sus cincuenta años, está en plena posesión de sus tres virtudes capitales: el optimismo, el dinamismo y la pobreza.

Veintiocho años: Villalba en la calle al frente de 30.000 personas

Hay razones para creer que Jóvito Villalba llegará a los cien años con esas tres virtudes. El 7 de febrero de 1928 —su primer momento decisivo— era tan optimista, dinámico y pobre como ahora. El único capital de que entonces disponía eran los bolívares que le mandaba su familia de Pampatar, isla de Margarita, donde nació el 23 de marzo de 1908, con el último coletazo del siglo de Piscis. Entonces iba a cumplir veinte años y decididamente parecía tener más. No era normal que un muchacho de su edad, mientras Juan Vicente Gómez dictaba órdenes absolutas desde su chinchorro de Maracay, tuviera el coraje de pronunciar un discurso contra la dictadura. Villalba, que usaba sombrero aunque todavía no era calvo, se lo quitó en la plaza del Panteón y pronunció el discurso que lo puso irremediablemente en la vida pública. Empezó con una frase de Martí: «Al Libertador le falta mucho por hacer en América todavía». Y terminó con una frase suya, dirigida a Bolívar: «Habla, oh Padre, ante la Universidad, porque sólo en la Universidad, donde se refugió la patria hace años, puede oírse otra vez tu gesto rebelde de San Jacinto».

El gobernador Velasco lo llamó a su despacho.

—Cómo se atreve usted a decir que la Universidad es la patria —le dijo—. Usted sabe que el general Gómez es la patria.

Villalba le contestó exactamente sesenta días después, con el golpe contra el cuartel San Carlos. La historia de la revolución romántica que se frustró esa noche es bastante conocida en sus líneas generales: ella dio nombre a la generación del 28. Pero para Jóvito Villalba tiene una importancia más: esa fue, con nueve días de retardo, la fiesta de su primer gran cumpleaños.

El otro, el de sus veintiocho, lo celebró adelantado, el 14 de febrero de 1936. Al frente de la Federación Estudiantil, dirigió en esa ocasión la huelga general y la manifestación que habrían de culminar con la constitución de un gobierno democrático. Las cosas empezaron cuando Hernani Portocarrero, que regresaba, como Villalba, de su primer exilio, publicó un artículo político que no le gustó al gobernador Galavís. De eso se trataba, precisamente. El gobernador implantó la censura de prensa. Veinticuatro horas después, Villalba, a la cabeza de 30.000 personas, paralizó Caracas. Alarmado con aquella inusitada explosión popular, el presidente López Contreras revocó la disposición de su gobernador. La Federación Estudiantil tenía su sede en una esquina de Miracielos. «Dónde está el gobierno —preguntó un caricaturista en esa ocasión—. ¿En Miraflores o en Miracielos?»

Desde aquel momento, Villalba tuvo un nombre que decía algo a las masas. El 30 de noviembre de 1952 —su otro momento decisivo— se confirmó su prestigio con una cifra redonda: Villalba se ganó las elecciones con 1.300.000 votos.

En Nueva York, la edad de oro de su pobreza

Si la edad de un político se midiera por el tiempo de su actuación pública, Villalba estaría preparándose para celebrar el domingo treinta y ocho años. Es curioso: punto más punto menos, esa es la edad que parece tener cuando está en la quinta de Las Mercedes, tratando de hacer vida doméstica a pesar del teléfono. En realidad, a los cincuenta años de Jóvito Villalba —y esto es válido también para los otros demócratas venezolanos— debían deducirse los años pasados en la cárcel y en el exilio: doce. Pero él no lo admite porque considera que aun la cárcel y el exilio han tenido una influencia fructífera en su vida.

Entre 1928 y 1935, pasó seis años y medio en prisión. De su primer cautiverio, en La Rotunda, donde no le quitaron un solo minuto los setentones, le quedaron tres idiomas: inglés, francés y alemán. Villalba los aprendió allí y el único que no habla ya corrientemente, por falta de práctica, es el alemán. De sus siete años de exilio le queda, principalmente, la habilidad para vivir en una decorosa modestia. No es fácil aprender a ser pobre. Villalba, en los actuales momentos, es un experto en la materia. En Trinidad, en 1936, cuando murió Juan Vicente Gómez, se defendía con traducciones. Más tarde, en Bogotá, era jefe de redacción del Diario Nacional, con un sueldo de periodista. Aun en los mejores momentos de su pedregosa vida económica, han regresado con inquietud las amenazas del fin de mes. Sus mejores ingresos los ha tenido en las forzosas pausas políticas, con su escritorio de abogado. Sus ingresos menos apreciables, pero los más puntuales y satisfactorios, en sus cátedras de Derecho Constitucional. Hace dos años tuvo que vender su casa. De todos sus exilios, el más difícil fue el último que terminó con la caída de la dictadura. Mientras en Venezuela la insaciable camarilla de Pérez Jiménez se alzaba con los fondos de la nación, Villalba hacía de tripas corazón en su modesto apartamento de Rego Park, en el sector Este de Nueva York, en la edad de oro de su pobreza. Pero aun entonces, en la cárcel y en el exilio, no dejó de ser un hombre optimista.

Su mejor regalo de cumpleaños: la unidad, una realidad en marcha

Sin duda, este será su cumpleaños más ocupado. Desde que pronunció el discurso de regreso, el de enero, en Maiquetía, ha tenido muy pocos minutos libres. En el local de URD —avenida San Martín— el partido le ha reservado una oficina que con ser la del jefe en nada se distingue de las otras. La casa está siempre llena de gente, hombres y mujeres, que tienen algo que ver con el partido. La semana pasada, un niño de doce años se presentó allí a preguntar qué requisitos se necesitaban para ingresar a la juventud urredista. Mientras no se reúnan las convenciones regionales, a Villalba le corresponderá decidir cuestiones tan complejas como esa solicitud, además de las inscripciones en la provincia y todo ese confuso reguero de tuercas y tornillos que es un partido político en proceso de reorganización. En su oficina suelen encontrarse dos comisiones regionales al mismo tiempo. Villalba, que tiene una excelente memoria, que como buen político es un fisonomista y sabe interesarse incluso por los problemas personales de sus copartidarios, atiende a varios frentes al mismo tiempo, defendiéndose del calor con una botella de agua helada que él la desocupa. Intempestivamente, tiene que cancelar todas sus citas, porque recibe una convocatoria de Miraflores. En la puerta de la sobria oficina en cuyas paredes no hay un solo cuadro, un copartidario del departamento de finanzas lo detiene para que apruebe una cuenta. La pobreza le ha enseñado a valorar justamente los servicios. Villalba aprueba la cuenta, si la encuentra Justa, pero en caso contrario la rechaza con una nota de su puño y letra: «Este es un partido del pueblo y, por lo tanto, pobre».

Pocas veces tiene tiempo de comer en familia. En general, aprovecha la hora de las comidas para seguir trabajando, cambiando impresiones con gente de su partido, o con los dirigentes de las otras agrupaciones políticas. En su casa, desde las siete de la mañana, empieza a sonar el teléfono. Es asombroso que, a pesar de ser uno de los hombres más solicitados de Caracas, no anota las citas y compromisos del día. Siempre duda de su reloj, acaso porque es un hombre puntual. En el curso de una entrevista, pregunta a cualquiera de sus interlocutores:

—¿Qué hora tiene usted?

—Las once menos veinte.

Villalba dice: «A las once tengo que irme». Continúa la entrevista, pero a las once se va. Cuando sale al salón de recibo, necesita por lo menos un cuarto de hora más para resolver, de paso, los problemas que allí se le plantean. Resuelve los que están a su alcance. A todo el mundo, al saludar y al despedirse, le da una palmadita en el brazo y lo llama con el mismo nombre con que lo llaman a él: “Jefe”.

Pero en medio de ese torrente de solicitudes, acaso nunca había estado el político Villalba tan a gusto como en el momento de cumplir cincuenta años. Todo lo que hace es ahora en nombre de su tesis favorita: la unidad. Es su tesis triunfante. Desde la fundación de URD, Villalba inició esa política, sostenida por primera vez en el famoso mitin del teatro Olimpia. «El gobierno encargado de dictar una Constitución —dice esa vez— tiene que ser un gobierno nacional.»

Ese discurso, pronunciado hace seis años, podría ser repetido ahora con igual validez. «Un gobierno de partido —decía— puede ser una garantía de la libertad dentro de las situaciones políticas normales, cuando la misma lucha electoral de la cual ese partido surge triunfante fortalece y organiza aquellas fuerzas que a él se oponen o pueden oponerse.» Pero mientras tanto, la historia ha demostrado, dice Villalba, que sólo la unidad de los partidos puede sacar a los pueblos de las situaciones difíciles. Para confirmarlo, cita con vehemencia el caso de Francia después de la liberación. La sinceridad de la política de Villalba se confirmó cuando en 1952, a pesar de que podía contar ya con el triunfo electoral, pues tenía el respaldo de las mayorías, proclamó: «La solución no es un solo partido político en el poder. La solución es el gobierno de todos los buenos venezolanos». Habían de pasar seis años antes de que todos los venezolanos se dieran cuenta de que Villalba tenía razón. La vida no habría podido ofrecerle un regalo mejor para la fiesta de sus cincuenta años.