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José Ignacio Cabrujas: «Este país ya nunca más volverá a ser el mismo»

En todos los territorios en los que incursionó dejó una obra sustantiva. José Ignacio Cabrujas (1937-1995) fue dramaturgo fundamental del teatro latinoamericano, actor, director, cronista inolvidable, guionista de cine, autor de telenovelas y, entre muchas cosas más, conductor de un programa radial dedicado a la ópera que fue único en su género

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Hombres con monos de mecánico cruzan la calle. El asfalto está agrietado en algunos sitios y hundido en otros; arrimados a las aceras conviven carros de cauchos pinchados, con kioscos y tarantines donde venden perros calientes y otras comidas para el apresurado almuerzo de los obreros. Allí muy bien podía ambientarse el romance imposible entre una obrera de la fábrica de zapatos y el hijo del dueño de la empresa; ella se convertiría en dirigente sindical para defender sus derechos. El hijo del empresario le reclamaría el hecho de que pelea con mucho fervor la firma de un contrato colectivo, mientras que por su amor apenas si llora un poquito, escondida tras la máquina de hacer tacones.

No es muy difícil que se defina una telenovela en ese escenario y que alguien la escriba con buen sabor: cerca de allí, a la vuelta de la esquina, en el edificio de Marte TV, José Ignacio Cabrujas inventa historias de amor todos los días.

―Pase adelante ―dice una señorita recepcionista y muestra a Cabrujas metido en un cuartico junto con otros escritores. Están rodeados de computadoras que parecen señoras impacientes bajo las manos de unos masajistas. El escritor se levanta y busca una oficina cómoda para hablar. Una dama con porte de persona que toma decisiones, le cede la suya y José Ignacio se sienta al lado del escritorio, justamente donde un fax comienza a silbar advirtiendo que ahí viene el mensaje. Una lengua de papel aparece y baja lentamente como un ofidio.

Desde hace un año escribe en El Diario de Caracas y leerlo se ha convertido en una de las costumbres más interesantes del domingo. Sus escritos son la radiografía semanal del país, y resultan leídos con avidez y admiración porque ordenan el caos con un tono propio, con una estética latinoamericana. Y Cabrujas es un látigo verbal. Qué duda cabe.

Por una parte, él escribe del país político, social y cultural en su sección de El Diario y por la otra construye el país de los sueños realizables que tanto atrapa a los televidentes.

―El trabajo de escribir telenovelas está condicionado a que guste ―dice.

―Al escritor que publica libros no le importa demasiado si lo leen.

―Los escritores se liberaron de la relación con el público y tienen muy sólidas razones. El Ulises de Joyce no le gustó a nadie pero tú sabes que fue transcendental. Hoy en día un escritor exitoso es sospechoso. Le dicen best-seller. El oficio de escribir telenovelas está completamente ligado a la putería: obligatoriamente tiene que gustar y se escribe para eso, sin castidad ni reservas.

―Ustedes trabajan bajo una constante medición.

―Sí. Bajo la diaria interrogante de qué paso ayer. La pregunta es respondida por el librito rojo que llega a los canales como a las doce y media del día. Yo me negaba a creer en ese librito. Pero me convencieron. Entendí que la opinión de ochocientas personas puede obedecer a una tendencia.

―Verdaderamente: ¿por qué escribe telenovelas?

―Porque me gusta.

―¿Y antes de que ocurriera eso?

―Al principio fue por ganarme la vida.

Cabrujas cuenta que cuando gobernaba Leoni, él y unos amigos publicaron la revista Etcétera, dedicados a vivir de ese trabajo. Un día los arrestaron y estuvieron en la cárcel casi un mes.

―Fue una prisión tan boba que yo todavía no sé por qué nos metieron presos. He hecho teorías acerca de eso pero el asunto es que me metieron preso y empecé a sentirme culpable. Supe que tenía un pecado y que además se me había olvidado. Eso es lo más terrible que le puede pasar a un pecador: que se le olvide su pecado.

―¿Fue torturado?

―No estaba mal. Me daban tres comidas al día y me permitían ir dos veces al baño. Un día me llevaron al despacho de un tal capitán Sánchez. Me saludó y yo le pregunté: “Mire ¿qué pasó? ¿Por qué estoy aquí?”. Y el tipo se echó a reír. Yo le preguntaba y él se reía como indicándome que me estaba pasando de vivo. Un día me mandaron a la barbería: “Aféitate, ponte bonito” y de pronto estaba en la avenida Urdaneta, más preso que el carrizo, porque no sabía qué hacer. José Antonio Gutiérrez, “Telaraña”, me habló de la posibilidad de un trabajo en RCTV: “Yo he hablado con ellos, se harán los disimulados con lo que te pasó” y así comencé a escribir los últimos setenta capítulos de La tirana, con Eva Moreno y Edmundo Arias.

―Para un intelectual eso fue duro, por los prejuicios, ¿no?

―Me sentía trabajando en un prostíbulo, pero luego comencé a interesarme por la dinámica que ocurría en mi vida haciendo televisión. Hay millones de espectadores que ven lo que haces y tienes la posibilidad de decir algo. Por último entiendes la libertad que te da: eres libre, no tienes que depender sino de tu propio trabajo que es un trabajo que produce dinero.

―Usted aprendió que el dinero es importante.

―En esa época hablaba mucho con Jacobo Borges y él, que siempre ha sido un atormentado, tenía el gran tormento del dinero, no porque fuera ambicioso sino porque vivía una situación económica maltrecha. Él me decía: “El dinero es la única libertad, si tienes dinero nada te puede pasar. Para poder ser libre tienes que tener dinero”. Yo dije: “Déjame hacer de la vida entonces dos parcelas. Una atadura es la televisión, con pérdida de la imagen intelectual (el tipo que te dice: “vi esas grotescas telenovelas, eres un traidor”, etc.) que unas veces me molesta y otras me deprime. Pero el resto es libre. Yo he jugado un juego que he ido entendiendo. Hoy en día me preguntan por qué hago TV y respondo “porque quiero”. Tuve una época en que jugaba. Hoy me emociona escribir en televisión.

―También tiene la satisfacción intelectual de la opinión periodística.

―Sí. Me hace feliz que me llamen por teléfono el domingo o que en el supermercado Los Campitos alguien me diga “Te leí”. Casi es una especie de bienestar físico.

―Debe ser agotador escribir “El país según Cabrujas”.

―La tortura para mí, es de qué voy a escribir. Yo escribo en función de los demás, de por dónde va la cosa. El periodismo de opinión tiene que ser eso. La inquietud personal no juega para mí ningún papel. Quiero sentir lo que está sucediendo y tener claro qué es lo que el lector quiere saber.

―¿Tiene usted un método?

―Cuando escribo esa columna pienso en determinadas personas. Pienso en Ugo Ulive y me digo “Ugo me está leyendo” y entonces empiezo a escribir como si estuviese hablando con él. A veces pienso en José Antonio Guevara y escribo para que él me lea. En otros instantes pienso en que Uslar Pietri me está leyendo y escribo como si hablara con Uslar Pietri. Deseo que lo que escribo le interese a la persona. Ese es el mecanismo que tengo. De todas maneras me divierto mucho. Tardo como tres días escribiendo esa columna.

―Su trabajo de opinión le ha proporcionado peso político. ¿Aceptaría ser candidato para ocupar un puesto en el Congreso?

―Ser parlamentario me quitaría independencia. Cuando pasas a tener la culpa tienes que cargar con el muerto. El Congreso es una cosa terrible para mí. Allí hay un tipo diciendo un discurso mientras otros están leyendo, hablando por teléfono o la fracción de un partido se encuentra reunida. Es insólito. Me dijeron que ahí se habla para que conste en un registro que hablaste, aunque haya sido en medio de la apatía general. Esto revela que el Congreso es un desastre.

―Que debe ser eliminado, según opinión muy actual…

―La razón fundamental para que este Congreso sea eliminado es esa. Hay que hacer un nuevo Congreso y decir: “Artículo primero: es obligatorio oír”. Si al congresante se le paga y goza de privilegios, de una placa, de una inmunidad para que abuse, es a cambio de que se siente y oiga. ¿Cómo crear leyes si ahí nadie oye? Yo creo que no oyen para que no los vean oyendo a otro y no los crean pendejos.

―¿Qué sucederá ahora en Venezuela?

―Estaba pensando en eso. El día del pito la presión bajó. Quizás se equivocaron de instrumento porque soplar es difícil, pero el asunto es que hacía menos ruido.

―Es como si hubiese pasado todo el agite.

―Yo creo que el país no va a ser el mismo. Los venezolanos en su inmensa mayoría están contra este Gobierno, pero se ha perdido la cultura de la oposición. Los partidos de oposición carecen de convocatoria y no tienen cultura de oposición. En Europa la gente sabe cómo tumbar un gobierno sin que pase ninguna catástrofe. Aquí hubo una cultura de tumbar gobierno a los cañonazos pero pasaron 34 años sin disparar cañones. Fíjate lo mal que lo hicieron los oficiales del intento de golpe. Son unas personas que no saben disparar bien, que no tienen cultura de disparos. Serán brillantes estudiantes de economía, pero cultura de cañonazos no tienen ninguna.

―¿Usted cree que algo cambió sustancialmente en el venezolano?

―El país ya no es el mismo: hay un sedimento, algo que se va a expresar en el desenlace de esta situación, sea cual sea. Yo creo que el país cambió radicalmente y fue un cambio sostenido que no ha salido a la luz.

―Su obra Acto cultural será leída en el Odeón de París, ¿va a estar presente?

―Voy a ir a darme bomba, pero tengo una gran desconfianza cuando me invitan a un festival en Europa. Esas invitaciones son, en el fondo, actos de cortesía de una total incomunicación. Yo soy un escritor parroquialísimo: a mí no me importa la relación con los extraños para nada. Yo tengo la ambición, como todo el mundo, de que una obra mía sea exitosa en uno de esos países grandotes que te dan nombre y respaldo. Pero siempre hay como un equívoco. Yo siento que mi obra es mejor que eso que estoy viendo allí. El público te observa, te trata cortésmente, pero no es la misma comunicación afectiva que siento en Caracas. Es como hablar con una persona que no te entiende, que no te comprende.

―Es algo que va más allá de la diferencia idiomática.

―Todo lo que tú escribiste se te agrieta, se te convierte en un desaliento. Yo me siento ciertamente estúpido. Esto que me parecía tan emocionante, tan inteligente y que me felicité tanto por haber escrito, se convierte en otra cosa. Como si fueras un animal que están viendo por la placa de un microscopio desde otra cultura. Uno empieza a perder efecto. Yo por eso no soy universal.

―Europa ¿acompleja?

―Las veces que he ido a Europa y he tenido relación con el público europeo ha sido una desilusión. Los europeos quieren verte como ellos desean. Sin restarle ningún mérito (porque eso sería una idiotez), yo tengo la sospecha de que Gabriel García Márquez escribió exactamente lo que querían oír de nosotros los europeos. Si no somos pintorescos, no somos; si no somos primitivos, no somos; si no somos milagrosos, no somos. Yo nunca he creído que seamos pintorescos, primitivos ni milagrosos.

―¿Cómo es el latinoamericano según Cabrujas?

―Somos una gente cultísima. Nosotros somos más franceses que los franceses. Somos gente terriblemente culta. Pero los europeos no quieren que seas culto, ellos quieren verte primitivo.

―Hace unos meses dijo que está escribiendo una novela.

―Este año la termino. La titulé Camaleón. Tomé a Pedro Centeno Vallenilla como modelo.

―¿Por qué a él?

―De niño yo creía que él era el mejor pintor del mundo. Cuando me dijeron que no, que por el contrario era considerado aborrecible, sentí un gran desaliento. Me dijeron, además, que Goya era mejor que él y yo no podía creer eso. Goya no pinta tan bonito. Después, con los años, me di cuenta de que Goya tiene fuerza, que es perturbador y que Pedro Centeno no lo es. Sin embargo, ha podido pasar a la historia: Botero lo hizo pintando gordos y Pedro Centeno todo lo que pintaba era marico. Es sensacional, realmente genial, que él pintara unos toros que gracias a su imaginación se convertían en unos amanerados. Pero lo que sucede al personaje de mi novela no le ocurrió a Centeno Vallenilla. Solo lo tomé como modelo. Camaleón es un hombre que puede transformarse en otro durante diez minutos y hasta durante una hora.

Cabrujas deja de hablar cuando nota que el papel del fax se ha resbalado por sus piernas y va hacia el piso. “Qué mensaje tan largo”, comenta.

Afuera, una mujer joven vestida con una bata azul claro, en cuya espalda dice “Fábrica de zapatos La Nube”, pide una hamburguesa con todo. Aquí la puerta se abre y un huracán perfumado arranca la tira del fax.

La obrera come pensativa la hamburguesa acartonada y ni siquiera dirige una mirada al edificio para ver a este hombre prodigioso. Pensará que es un señor de oficina. Ella ni siquiera se imagina que muchas ilusiones, de las que giran en su pecho, han sido proyectadas por él. Mucho menos sabrá que es el único hombre capaz de hacerla millonaria y feliz. Un motorizado que pasa le susurra un piropo encendido y le toca una nalga fugazmente. Ella le suelta una maldición gitana con mentada de madre. Lo más delicadamente posible, por si acaso esté mirándola alguien importante.

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(Esta entrevista fue publicada el 24 de abril de 1992, en El Diario de Caracas).

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