El fragmento que se reproduce a continuación corresponde a la sección I y parte de la sección II de la extraordinaria entrevista que Milagros Socorro le hizo a Cabrujas, y que forma parte de Catia: tres voces, publicado en 1994 (Fondo Editorial Fundarte, Caracas)
Por MILAGROS SOCORRO
I
Según me cuenta mi madre, yo tenía tres o cuatro años cuando me fui a vivir a Catia. Veníamos del Centro, de una esquina que nadie puede encontrar hoy en día: de Poleo a Buena Vista, muy cerca de Miraflores, donde ahora está el Palacio Blanco. En la actualidad hay una colina debajo de la cual se supone que debe estar la calle donde yo nací. Siempre he pensado que Caracas es una ciudad donde no puede existir ningún recuerdo. Es una ciudad en permanente demolición que conspira contra cualquier memoria; ese es su goce, su espectáculo, su principal característica. En algún momento de mi vida me he horrorizado ante esta situación; hoy no. Hoy pienso que es una legitimidad, y así como hay pueblos que construyen, hay otros que destruyen. Hay pueblos que tienen en la destrucción un sentido de la vida, como algunos lo encuentran en la construcción. El caraqueño es un pueblo demoledor, no por nada, solo por ser fiel a su propia historia. Esta es una ciudad de terremotos, los sismos han jugado un papel preponderante en la forma de desarrollo de la ciudad, la propia naturaleza es la primera causante de la destrucción del proyecto de la ciudad. Pero aparte de eso, Caracas responde a un ideal, algo que está por verse. Caracas siempre fue un lugar de paso, un lugar intermedio, en sus orígenes no fue un sitio para quedarse, apenas un tránsito para ir hacia el sur: pasar por aquí y seguir avanzando. Quedarse en Caracas fue siempre una desgracia, entonces esta ciudad fue construida con un concepto provisional, todos los edificios de la conquista y aun de la Colonia son muy simples y apenas parecidos a los que quieren representar, pero sin llegar a ser nada. Por eso la Catedral de Caracas no es una Catedral, es una aspiración de algo que no llegó a hacerse. Y cada uno la puede visitar y la encuentra vetusta pero inacabada. En Caracas nada se concluyó. Por eso, los caraqueños hemos soñado siempre con el día en que inauguraremos la ciudad, una ciudad que se parezca a nosotros mismos; lo cual es virtualmente imposible, pero al mismo tiempo un delirio colectivo. De allí que el caraqueño goce con el espectáculo de la destrucción de aquello que considera provisional, esperando que en ese hueco aparezca lo definitivo. Yo tengo muchos recuerdos de haber presenciado en mi infancia la demolición de edificios como el Hotel Majestic, donde llegó Gardel; la casa donde se creía que había nacido Andrés Bello –y que para mí es la casa donde nació Andrés Bello, así el dato no sea histórico–; el Colegio Chávez, que era la mejor expresión de un cierto barroco pomposo, un poco peruano incluso, una casona muy llamativa con pórtico de inspiración churrigueresca muy complicado, y yo vi cómo la bola los desbarató. Pero los que éramos testigos de esto no lo lamentábamos, más aún, lo veíamos con gran regocijo, observábamos la caída del Hotel Majestic –que hoy entiendo que era muy bello, pero que entonces lo veía como un trasto– e interpretábamos que aquello se hacía en aras de una modernidad que iba a suceder a las edificaciones viejas, y de un confort que todos buscábamos, algo donde pudiéramos caber.
Mis padres me llevaron a Catia. Primero, porque mi madrina, Francisca Calcaño, era una mujer muy religiosa y pertenecía a una cofradía de laicos muy adheridos a una estructura eclesiástica. Mi padre era también un hombre absolutamente católico, no solo por convicción sino también por militancia, por pasión; entonces, cuando yo nací –en una familia pobre, mi padre era un sastre y no tenía casa sino que vivía en una alquilada–, la señora Calcaño me regaló un terreno en Catia, en la calle Argentina, entre quinta y sexta avenida.
Y entonces mi padre empezó a construir allí, muy lentamente, una casa que nunca se terminó, nunca fue frisada, por ejemplo, nunca fue pintada por fuera. Nunca la pude conocer porque nunca fue definitiva. Mi padre tenía una pasión, inexplicable realmente, por hacer cuartos, una exagerada e inútil cantidad de cuartos, para una familia pequeña, porque durante nueve años la formamos mi padre, mi madre y yo. A los nueve años nació mi hermana Marta y otros nueve años después nació mi hermano menor, Francisco. Mi madre daba a luz cada nueve años. Al final éramos tres hijos, mi padre y mi madre, y la casa tenía nueve cuartos. Así que yo me mudaba, a lo largo del año, de cuarto en cuarto; de donde me imagino que proviene mi deseo de mudarme a cada momento. Nada me regocija más que esos primeros días que paso en una casa nueva, me produce una gran alegría, me excita una nueva casa. Yo me mudaba para el fondo de la casa, para la primera habitación, para el medio…, sin motivo, por el placer de hacerlo. Además, la casa tenía varias salas, el comedor, la cocina, un jardincito y al final el lavandero y un corralón con árboles frutales, un limonero, un guayabo y algunas siembras. Una parte muy importante de la casa era la azotea.
Se subía por una escalera de esas de albañil que había que trasladar y guardar por las noches por temor a los ladrones.
O a veces me trepaba por la mata de guayaba que, desde luego, representaba mayor dificultad. Arriba estaba el tanque de agua, cuya bomba mi padre reparaba eternamente –él era un artesano sastre y le gustaba mucho todo tipo de trabajo físico; si se necesitaba un albañil, por ejemplo, nunca se contrataba, él lo hacía todo: plomería, electricidad, a su manera, claro, muy remendado, a veces torpemente, pero con mucha ternura.
La azotea tenía un techito de asbesto que quedaba en el aire, solo sostenido por unos parales… Ahora que lo pienso, no entiendo por qué estaba ese techo ahí, ni qué papel jugaba, el caso es que allí estaba y a los doce años yo me sentaba allí y veía todo mi mundo privado. Todo lo que soñara, proyectara, acariciara o me pasara por la mente requería de ese aislamiento, de irme allí, ponerme bajo techo y escuchar el sonido del agua al fluir por la tubería y llegar al tanque; era la única frescura que se podía percibir en aquel lugar tan soleado. Yo me quedaba allí y me entregaba a mis fantasías, a mis ensoñaciones, donde yo me veía protagonista de algo: yo amaba muchachas y me casaba, hacía el amor, leía Los miserables. Era el único sitio verdaderamente íntimo y allí tomaba decisiones. En esa época, tendría doce o trece años, yo tenía un cuaderno rojo, muy bonito, muy brillante, era bermellón y no se parecía a los cuadernos Alpes del colegio, absolutamente ordinarios y faltos de imaginación… Este era rojo, y en él anotaba mi vida, hacía reflexiones sobre mi intimidad, sobre todo lo que me ocurría. Comencé a escribir allí sin sentirme nunca que era un escritor, tardé un tiempo en entender que eso podía ser un oficio, o un modo de vida, o una actitud. Leía escritores y me parecía imposible que yo pudiera hacer esas cosas, pero sí me importaba la escritura –yo diría que se trataba de condolerme de mis vivencias–; escribía para lamentarme de mí mismo, de mis penurias, de mis vergüenzas, de mis frustraciones, de sentirme incomprendido. Desde allí dominaba el mundo, colocado en esa azotea –que mi padre llamaba platabanda–. Veía a mis amigos jugar en la calle, veía en una esquina la bodega de un bodeguero joven, muy popular, muy simpático, muy aficionado al beisbol; y en la otra esquina, bajando hacia la plaza Pérez Bonalde, quedaba otra bodega de un hombre sombrío, calvo, que un día amaneció ahorcado, lo que constituyó el gran suceso de la calle y del barrio. Yo iba a esa bodega a comprar un jamón que hoy se llamaría jamón crudo pero ahumado, no el jamón de Parma ni el de los españoles, sino uno crudo y ahumado que venía de la Argentina con el que mi madre hacía una sopa muy especial a la que agregaba papas, tallarines y arvejitas de lata (yo la hago ahora y creo que la he mejorado porque la hago con mayor generosidad que mi madre. Sí, creo que le pongo más jamón). Desde la azotea yo dominaba todo ese mundo, sentado en esa platabanda, sobre una casa que nunca se modulaba, que nunca se terminaba.
Mi padre tenía en la primera sala, al principio, después al fondo de la casa, su taller de sastrería. Era un largo mesón donde él se sentaba –arriba de la mesa, en posición de loto, como una especie de Buda–. Era un hombre pequeño de estatura, de piel absolutamente roja, muy sanguíneo, rubio y de ojos azules, muy bello en su juventud, sus fotos de joven muestran un muchacho bello. Mi padre se sentaba en esa mesa, extendía la tela y cosía, cuando no diseñaba con una tiza sobre los casimires. Allí estaban las máquinas de coser, una eléctrica y una manual –tenían usos distintos–, y luego estaba una señora, que durante muchos años fue Anastasia, encargada de hacer los pantalones. Mi padre consideraba que era vil hacer un pantalón (la jerarquía de los sastres es muy compleja: confeccionar un pantalón es algo reprobable, algo así como envilecer el oficio); un auténtico sastre hace una chaqueta, un frac, un smoking, como decía mi papá: un paltó. Eso sí, eso mi padre lo hacía paso a paso; pero el pantalón lo consideraba deleznable, así que se limitaba a diseñarlo, concebía las pretinas con la finalidad de evitar que el cliente se viera feo; era un verdadero experto en la cosmética del vestuario: con sus trajes el gordo iba a enflaquecer, el enclenque se iba a ver corpulento. Por eso era un sastre muy querido, muy solicitado. De pronto veíamos detenerse, al frente de la casa, el carro del dueño de El Universal; o llegaba el doctor Caldera, que conoció a mi padre en una sastrería del Centro; y gente así. Mi padre es el ser más bello que ha pasado por mi vida y su amor por mí era algo desbordado. Cuando yo era un liceísta caí preso –en tiempos de Pérez Jiménez, creo que el año 55–, y metieron presos también a los padres de los detenidos que eran menores de edad; los pusieron en unas colchonetas ubicadas en el pasillo que quedaba frente a nuestras celdas. Yo sabía que mi padre estaba allí, me lo habían dicho los guardias, los policías de la Seguridad Nacional, pero desde mi celda no podía verlo. Una noche, como a las dos o tres de la mañana, llegaron muchos policías, nos alumbraron con sus linternas y nos ordenaron que nos levantáramos. Yo pensé y me imagino que todos los que estábamos allí –éramos dieciséis– pensamos que nos iban a matar. Ya llevábamos una semana presos y teníamos motivos para saber que la Seguridad Nacional no era cosa de juego; nos habían dado muchas golpizas en esos días. Además, siendo nosotros dieciséis detenidos, nos habían ido a buscar treinta y dos policías, dos por cada uno, armados hasta los dientes. Nos sacaron, en fila, hasta el primer pasillo y nos dieron la orden de avanzar. Entonces vi a mi papá, parado, mirándome, con una cara que no podré olvidar nunca; era la cara de un animal, era un dolor tan terrible, una angustia tan enorme la que vi en el rostro de este viejo hermoso que me miraba con tal amor… Era como un tigre, algo de la naturaleza. No me dijo nada, no me pudo decir nada. Se quedó allí con su rosario en la mano. Yo lo miré y seguí de largo; subimos unos cuatro pisos y llegamos hasta un salón muy amplio (ese edificio había sido construido para las oficinas de la Shell y esta compañía se lo cedió a la Seguridad Nacional, creo que la Shell no lo llegó a usar nunca, no lo sé, no estoy seguro). Allí había una serie de colchonetas grandes como esas de lucha libre; entramos y los policías se fueron, pero el último nos dijo que permaneciéramos de pie hasta que llegara Fulano. Entonces, yo le dije a Emilio Santana, que estaba a mi lado: “A lo mejor no nos van a matar porque, fíjate, estos tipos se fueron y estas colchonetas para qué pueden ser…”. Y él, en medio de su pánico, me respondió, tan bello: “Las colchonetas son para que cuando nos maten no nos hagamos daño al caer”. Pues no, no nos mataron. Era que había ocurrido un milagro: el día anterior, el New York Times había publicado un editorial titulado “No todo es paz en Venezuela”, donde decía que un grupo de muchachos del Liceo Fermín Toro estaba en las mazmorras de la conocida policía represiva, Seguridad Nacional, y que se temía por sus vidas. Inmediatamente Pérez Jiménez dijo “epa, qué pasa con estos muchachos”, y ordenó que nos pusieran en muy buenas condiciones. De manera que todo se trataba de un cambio de celda.
En mis primeros recuerdos, de seis o siete años, Catia era como campestre, la calle todavía era de tierra, iluminada con unos postes que daban una luz mortecina, muy provinciana. Los alrededores eran todos pastizales y a quinientos metros de mi casa había vacas que pastaban y campesinos canarios que cuidaban sus pequeños huertos, vacas y chivos. Cuando ya tuve doce o trece años me entretenía subiendo con mis amigos los cerros cercanos, siempre en dirección a El Junquito; no creo que haya llegado nunca hasta El Junquito, pero esa era la vía que tomábamos. Había allí una flora muy abundante, muchas flores amarillas, millones de cundeamor, violetas en cantidades increíbles y algunas plantitas misteriosas como una que nosotros llamábamos bomba, que terminaba en una especie de canutillo y si te la llevabas a la boca y la humedecías con la punta de la lengua, luego de unos segundos explotaba, hacía ¡pac! y soltaba las semillas. Si calculabas mal y te estallaba en la boca no te hería, pero sí sentías una molestia. Había también muchos lagartijos, verdes, amarillos, verdiamarillos, moteados de rojo, que circulaban por allí, y era un espectáculo atraparlos, meterlos en una botella, examinarlos, darles de comer. Y arañas, arañas de todo tipo, mariposas incontables, a veces de muchos colores, tornasoladas, pero generalmente aburridas mariposas amarillas que no llamaban la atención por lo corrientes. Eso era mi infancia, lo que no me hizo un hombre natural, ni un niño natural. Yo transcurría por todos esos paisajes atormentado, no podría decir que era bello, no sería honesto conmigo mismo, o no lo sería con ese niño que cruzaba el paisaje sin notarlo. Con los años eso se fue poblando hasta que se convirtió en la calle Argentina, al lado de la calle Brasil, de la calle Bolivia.
Tendría once años cuando Medina hizo Propatria, que era un intento de urbanización ya de gran escala, formidable, verdaderamente hermosa, con un claro concepto de dignidad de vida. Allí vivía mi primo José Antonio, hijo de un primo de mi madre. Mis abuelos maternos eran italianos, mi abuelo era un sastre venido de Calabria probablemente huyendo de la hambruna que siguió a la Primera Guerra Mundial. Mi padre era un aprendiz de mi abuelo, el maestro Antonio Lofiego, cuando conoció a mi madre, Matilde –nacida en Venezuela–, se enamoraron y se casaron. Estaba entonces este primo de mi madre que había venido de Calabria y se había casado con una muchacha de Clarines; un hijo de ellos, mi primo José Antonio, fue mi primera amistad intelectual. Más aún, él lo fue todo, todo para mí, yo soy el producto de mi relación con mi primo, juntos leíamos sin orden ni concierto ni por qué. Leí esto, compré esto, préstame esto… y ya. Leíamos Dostoievski, novelas policiales, todo. Nos construimos una historia literaria. La historia de la literatura, la única que yo acepto, es esa que hicimos mi primo y yo en su casita de Propatria, donde seleccionábamos a los escritores con gran desparpajo, con irreverencia; pero no por una actitud de protesta, sino por una actitud de soledad, en el fondo. Como no teníamos a quién decirle ni a quién monearle nuestros hábitos, criticábamos y aplaudíamos a quien nos diera la gana, sobre todo porque no jerarquizábamos: los escritores se dividían para nosotros en buenos y malos; Rómulo Gallegos era malo porque no era tan bueno como Dostoievski, que era muy bueno. No nos poníamos en el lugar de, ni hacíamos consideraciones de. Yo, sin embargo, era un poquito más considerado, yo defendía a Gallegos porque –le decía– a mí me gusta, me suena, me dice cosas. Pero mi primo lo consideraba deleznable, un escritor malo, mediocre y cursi, lo detestaba porque él pensaba que Crimen y Castigo era una cosa importante y que Doña Bárbara era una cosa mezquina. Cuando ya éramos unos jovencitos, mi primo se compró un equipo de sonido, un hi-fi, se lo compró a un abogado en Casalta por un excelente precio; en esa época, él estudiaba ingeniería y se ganaba la vida como topógrafo. En ese equipo oíamos música, ópera –yo creo que la mayor parte de mi vida la he pasado oyendo ópera–, y después, Beethoven y todos los grandes maestros, con una marcada preferencia por los compositores románticos y un absoluto desprecio, muy de mi primo que me influyó en esa etapa, por los compositores barrocos a quienes consideraba poco vitales (después yo amé a los barrocos y cada vez que escucho alguno siento que traiciono a mi primo de alguna manera, a la vez que dialogo con él y le digo: “He descubierto que Händel y Bach eran más vitales de lo que suponíamos, José Antonio”; pero él ya no está, así que la discusión se queda allí mismo). Sentados en unos sofás de plástico amarillo, que deben haber sido horribles, en una casita de madera que él se había hecho en el corral de su casa, escuchábamos a Tchaikovski… Grandes emociones, era un privilegio estar allí.
II
Catia se fue poblando a un ritmo vertiginoso. Y eso nos lleva ya directamente a Pérez Jiménez. Pérez Jiménez es Catia; Catia es Pérez Jiménez. Para bien y para mal. Catia fue el lugar donde llegó una buena parte de la inmigración italiana, portuguesa, española y árabe. Catia era próspera, era un volcán de trabajo, una zona industrial. Hans Neumann había inaugurado allí la fábrica de pinturas Montana (hoy en día veo a Hans Neumann millonario, de edad ya provecta, y no puedo sino recordarlo como un hombre joven, muy joven, un obrero checoeslovaco batiendo pinturas en la calle Brasil, un musiú fajado haciendo pinturas para la construcción perezjimenista). Entonces, como allí se creó todo ese mundo de industrias, Catia se convirtió en un paisaje abigarrado, toda esa etapa nostálgica de las vacas, los lagartijos y las flores se convirtió en polvo, en recuerdo, hasta parecer asombroso que hubiera existido alguna vez. Los parajes bucólicos fueron sustituidos rápidamente por galpones industriales rodeados por casas donde vivían unos vecinos confortablemente, adecuadamente, sin preocuparse del entorno. La gente estaba muy contenta porque Catia prosperaba. Esos años de Pérez Jiménez fueron los de la verdadera fundación de ese lugar, lo que lo convierte en ese centro abigarrado y esa inmensa cantidad de habitantes que hoy en día tiene Catia. Cerca de la plaza Pérez Bonalde se inauguró el Mercado de Catia, que ya era una clara señal de progreso. Progreso, en la época de Pérez Jiménez, era edificar, ese era el concepto: progresamos porque edificamos. Y todos estábamos muy contentos de que así fuera. Quienes nos oponíamos a Pérez Jiménez –por una cuestión visceral, porque éramos comunistas, porque nos perseguían– de alguna manera participábamos de ese mundo, ese era el mundo real. Lo que no nos gustaba era él, el régimen de dictadura, la falta de libertad, pero la época nos gustaba, la vivíamos intensamente, sentíamos que progresábamos, que no era mérito de Pérez Jiménez sino de las inmensas riquezas del país. Pensábamos que era de cajón que Pérez Jiménez hiciera lo que hacía, que no faltaba más, pero que alguien lo podía hacer mejor… A la larga descubrimos que no, que nadie lo hizo mejor –es casi blasfemo para mí mismo decirlo, pero es la verdad, o siento que es la verdad.
Caminar por esas calles era recorrer un bazar (una vez estuve en Irán, en una ciudad llamada Isfahán, donde se hacen las alfombras persas; estuve con María Teresa Acosta y con Román, y caminamos por un bazar, un verdadero bazar, de esos de Las mil y una noches, igualito pero yo me sentía en Catia, incluso la jerga era la de Catia. Yo no entiendo una sola palabra del farsi, pero para mí hablaban el idioma de Catia, y entenderme con un vendedor, a quien le compré una tela para traérsela a mi esposa de ese momento, fue hablar, simplemente hablar y me entendí, porque yo estaba en el Mercado de Catia o en cualquiera de las calles laterales donde se respiraba una cosa buhonera). Hacia el final de la plaza de Catia estaban los árabes concentrados y allí estaba la mezquita. Era una casa, ellos no tenían dinero para construirse una mezquita, pero ese era su templo y más de una vez, a las cinco de la tarde, vi gente en esa calle inclinarse hacia la Meca y adorar a Alá. Vi dramas como el del padre árabe a quien la hija se le fue con un muchacho, y vi a aquel hombre gritar en un lamento terrible; nunca vi un estado de ira tan desesperado en un ser humano. Estaban los italianos, obreros que comenzaban a hacer pequeñísimas trattorias que fundaban el cambio de la culinaria venezolana completa, totalmente alterada en su versión popular; se puede usar esa palabra porque allí vivíamos los pobres, los pobres menos pobres, no los desesperados.
Frente a la plaza Pérez Bonalde estaba el cine Pérez Bonalde. Un cine serio, donde se daban películas norteamericanas, románticas. Allí vi Casablanca, basta decir eso. Luego estaba el cine España, en la avenida España, a cuadra y media de la plaza Pérez Bonalde, bajando hacia la plaza de Catia; era el del cine mexicano que también lo veíamos. Yo entendía que el cine mexicano no se podía comparar con el norteamericano: veíamos una torpeza, sabíamos distinguirlo, veíamos que era lacrimoso y cursilón, que no llegaba a parecerse al gesto de Humphrey Bogart cuando se da cuenta de que no puede arribar a una conclusión con Ingrid Bergman y está obligado a dejarla ir. Esa sobriedad, esa economía conmovedora no es la que tenía propiamente Pedro Infante o Pedro Armendáriz, ese muchacho telúrico, el más bello latinoamericano que ha existido, el único orgullo racial que puede tener América Latina. Sin embargo, Armendáriz no nos gustaba tanto como Pedro Infante; Armendáriz representaba al mundo indígena y lugareño, lo veíamos con inquietud social. Pedro Armendáriz, que era la única concreción real del indio pulposo que pintaba Diego Rivera, contribuyó mucho a que nos hiciéramos comunistas. Porque él nos hablaba de una sociología, su cuerpo era sociológico, su actitud era sociológica y, como ese cine mexicano estaba muy influido por una intención nacionalista de izquierda, recibimos todo el imaginario del pueblo que pasa hambre, el terrateniente malvado, la injusticia vista en un sentido atávico y, desde luego, la Revolución. Para nosotros “Revolución” era la mexicana, porque nosotros éramos mexicanos, yo no tengo ningún empacho en reconocerlo. Nosotros éramos de Chapultepec, esa era nuestra verdadera vida. Catia era Chapultepec. Los mexicanos se las ingeniaron para transmitirle a Latinoamérica, hasta el Ecuador, que la verdad eran ellos y la realidad era ellos y que ellos éramos nosotros. Al fin y al cabo, compartíamos una historia, hablábamos español y nos había humillado la misma gente, de manera que podíamos tener una absoluta solidaridad con los desgarramientos de Pedro Infante o de Dolores del Río. Pedro Infante tenía una característica esencial: era urbano. Tras un breve período en que hizo el charro, Infante entendió muy bien que necesitaba un mundo nuevo, que no podía seguir de charro, entonces se puso su chaquetita de cuero y empezó a vivir los dramas urbanos. No hay palabras para describir a Pedro Infante, es el más grande actor que ha tenido el cine latinoamericano. No hay nadie que se le aproxime siquiera: esa dosis de irresistible simpatía, esa gracia extraordinaria que hacía que uno lo viera como un amigo, él la tenía como nadie puede siquiera imaginarse que pueda alcanzar. Si lo comparamos con Jorge Negrete, por ejemplo, que era anterior, bueno, Negrete era machote pero no era de Catia, era rural. Pedro Infante era de Catia y nosotros lo queríamos, deseábamos que en nuestra vida hubiera alguien así: risueño, pícaro, sentimental… Tenía todas las características necesarias. Pedro Infante hizo muchas películas, pero hubo una que para mí, para ese mundo de Catia y de la plaza Pérez Bonalde, tuvo mucha importancia, fue Nosotros los pobres, una película dirigida por Ismael Rodríguez, protagonizada por Infante y por una actriz mexicana que había hecho carrera desde niña y que para ese momento era una adolescente, casi una muchacha, se llamaba Chachita, una gordita para nada glamorosa, no era la “muchacha de la película”, era simplemente una joven sufrida. Pedro Infante hacía de su hermano y en la escena donde Chachita perdía las piernas en los rieles de un ferrocarril (ella huía de la casa de los ricos donde trabajaba, después de que estos le habían hecho una maldad hasta el extremo de conducirla al suicidio), su hermano iba a verla y entonces Infante miraba el cuerpo mutilado de su hermana moribunda y gritaba: “¡Malditos sean los ricos!”… Nadie se puede imaginar lo que esto produjo en el cine: el grito de la gente, cómo conmovieron esas palabras insertadas en aquel gesto de Infante, aquel dolly en que la cámara subía y subía, y dejaba a Infante sobre la vía del ferrocarril, gritando. La conciencia de una desigualdad social y el odio hacia el que tuviera riquezas como explotador, hambreador y crápula…, todo eso cuajó en la sala, y si muchos nos hicimos comunistas fue precisamente por su imagen, porque entonces, como dice Pío Miranda, un personaje mío de El día que me quieras, yo dije –él dice–: “¿Quiénes están contra esto? Y me dijeron, lee”, cuando él quiere justificar por qué se metió en el Partido Comunista. Yo, que soy parte de ese hombre, me metí en el Partido Comunista por Infante, que maldecía a los ricos; y los comunistas eran los que decían eso o algo muy parecido a eso con su tono pomposo, protocolar y “científico”. Eso era la plaza Pérez Bonalde y eso era lo que sucedía en esa comunidad.
*El texto completo de esta excepcional entrevista está disponible en la web de su autora: https://milagrossocorro.com/.