José Gregorio Hernández
Busto de José Gregorio Hernández | Archivo El Nacional

Por CARLOS ORTIZ BRUZUAL

Es muy raro que alguien no sepa quién es José Gregorio Hernández, pero tanto o más raro es que alguien sepa quién fue. Hasta el día en que sintió escapársele la vida bajo el techo del mismo hospital donde trabajaba, el doctor Hernández era eso: un médico. Solidario. Riguroso. Caritativo. Incluso bendito. Lo era para mucha gente que no tenía cómo asegurarse el pan, y con él se aseguró alguna vez un medicamento, una palabra de aliento, una curación. Cuando se sentaban frente a él, estas personas reconocían al doctor en medicina José Gregorio Hernández, “el médico de los pobres”, el que no cobraba, el que dejaba un fármaco sobre la mesa del rancho donde la fiebre le arrancaba la vida a una mujer, a un niño o a un hombre arruinado. Veían al médico trujillano, lo escuchaban y sentían sus manos, pero percibían otro tipo de ser.

Para quienes ya lo veían como un ángel, aquella tarde en que lo perdieron debieron de sentir el consuelo de saberlo ya en el cielo, porque ¿adónde si no podía llevárselo Dios? Pero además de ganarse el cielo hay que poder entrar. Y para ello hay que esperar. A veces, 100 años y uno más. En ese tiempo, la presencia de Hernández se instaló de diversas maneras en distintos planos de la realidad. La devoción de la gente le abrió mil, cien mil, millones de veces el cielo que es la fe de cada quien. He visto de sobra que quienes lo llevan consigo lo saben en el cielo, aunque lo sienten muy cerca: a los pies de la cama, de pie en la puerta de la cocina o atento a todo desde la pared donde cuelga su foto. Y por mucho que puedan variar el estilo o la calidad de la imagen que lo represente, nadie lo confunde con otro; puede bastar una mínima silueta o apenas el contorno del sombrero para saber que ese es él: tan fuerte es su identidad. ¿Pero cuál identidad? ¿La del médico que sabía curar, o la del que sigue curando un siglo después de su muerte?

Del médico que miramos en los autobuses, en los taxis, en los quioscos, en tiendas, abastos, farmacias, panaderías, carritos de comida callejera, licorerías y en prácticamente cualquier casa que visitemos todo el mundo sabe que “hace milagros”. ¿Pero cuánta gente sabe que fumaba y vestía ropa colorida, que era un bailarín incansable, un aficionado al teatro y la ópera, un crítico severo de los políticos, un meticuloso administrador del hogar, un soltero jefe de familia, un hermano y tío que era tutor de sus hermanas, hermanos y sobrinos? ¿Cuánta gente sabe que llegó a sentirse muy solo y sufrió en silencio; que leía en latín, inglés, francés y alemán, que hablaba esas lenguas a fuerza de empeñarse en aprenderlas? ¿Que se ofreció como voluntario para combatir contra las potencias que una vez bloquearon Venezuela, que tocaba piezas bailables y clásicas en el piano, que llegó a cortar y confeccionar parte de su ropa, que fue best-seller antes que santo?

¿Cuántas personas tienen conciencia de que sabemos quién es José Gregorio Hernández pero no sabemos quién fue? ¿Tiene algún sentido esa pregunta? ¿Hay alguna diferencia, acaso, entre el doctor al que la gente venera y quiere y el doctor que el 29 de junio de 1919 llegó malherido al hospital donde trabajaba, con la mala suerte de que allí no había ningún médico que lo pudiera atender? Podemos mencionar al menos una: el doctor que atropellaron en la esquina de Amadores era mortal. Y después de su muerte, ese hombre mortal no volvió a aparecer. Sin embargo, no desapareció, en parte porque legó una obra pública y una obra escrita, en parte porque se le han dedicado biografías, foros, reportajes, estudios. Y en parte porque él abrió para la posteridad una puerta a su intimidad. En sus cartas está el hombre que vivió antes de ser el santo que ya nunca morirá. Este libro es una invitación a mirarlo y a escucharlo hablar de sí mismo.

El José Gregorio civil

La lectura de sus cartas me ha convencido de que hacer público al José Gregorio privado es una forma de hacerle justicia a la memoria de un personaje civil a quien Venezuela le debe más de lo que se cree. De esto podemos darnos cuenta si volvemos al momento de su entierro. Hay testimonios de testigos y registros periodísticos de que el lunes 30 de junio fue un día de duelo no decretado en Caracas. De manera espontánea los comercios, oficinas, teatros y demás establecimientos públicos se unieron en un cierre de 24 horas. A las 7:00 de la mañana el arzobispo de Caracas, Felipe Rincón González, ofició la misa de cuerpo presente en la casa de su hermano José Benigno, que no podía contener la cantidad de gente que desde la noche anterior llegaba a darles el pésame. Pero fue cuando el féretro se asomó por la puerta cuando sus familiares y allegados cayeron en cuenta de lo que ocurría; la calle había desaparecido bajo una masa de gente que, entre frenética y consternada, clamaba por acompañar a José Gregorio.

En medio de esa marea humana, cientos de universitarios cerraban filas para llevar el ataúd a la Universidad Central, que permanecía cerrada desde octubre de 1912 a raíz de una huelga convocada por la Asociación de Estudiantes de Venezuela. El motivo del conflicto fue un intento de reforma que introducía cambios en la organización de la docencia y la  forma de optar a las cátedras, además de descentralizar y dispersar las escuelas; esto como una forma de desarticular el movimiento estudiantil, que llevaba más de una década manifestándose y que en marzo de 1901 protagonizó una movilización satírica contra Cipriano Castro que terminó con la detención y expulsión de varios estudiantes y el cierre de la UCV hasta el 20 de mayo de ese año.

Desde entonces, aun bajo las restricciones cada vez mayores que imponía el gomecismo, los estudiantes se mantuvieron en actitud beligerante. Y ahora no solo se oponían a las medidas que el gobierno quería aplicar en la universidad, sino que pedían la renuncia del rector, Felipe Guevara Rojas —también médico y persona cercana a José Gregorio—, y en septiembre de 1912 llamaron a huelga. La situación era tan tensa que el gobernador del Distrito Federal, Victorino Márquez Bustillos, le solicitó a Guevara Rojas una lista de los promotores de la huelga para detenerlos (1), pero el rector dijo no saber quiénes eran. Tal vez sí lo sabía, y esa era su forma de no contribuir con la represión; después de todo, él mismo había estado entre los estudiantes expulsados en el año 1901. Finalmente, el Ejecutivo emitió —el 1º de octubre de 1912— un brevísimo decreto mediante el cual se cerraba la UCV, en vista de la necesidad de aplicar “medidas transitorias que tiendan a su perfecta organización y a la cabal provisión de la enseñanza científica a la que está destinada…”. La clausura duraría “el tiempo necesario al cumplimiento de los expresados fines”.

Un milagro político

El tiempo pasó y la universidad seguía cerrada cuando se supo la noticia de la muerte de José Gregorio. Y la gente de la UCV no podía creer que se lo llevaran de este mundo sin rendirle honores en el recinto de su alma mater. Entonces, comenzó a sentirse la voz de los ucevistas, que al fervor de la población sumaron el clamor de que lo llevaran al recinto donde se formó y formó a tantos médicos. El gobierno acusó la presión y en horas de la noche circuló un Boletín Oficial donde el Ejecutivo Federal disponía que al día siguiente se trasladara su cadáver “al Paraninfo de la Antigua Universidad Central, donde permanecerá en capilla ardiente hasta la hora de sus funerales”. Así, el primer “milagro” de José Gregorio fue político: forzó a Gómez a abrir la universidad.

Esta no es una afirmación a la ligera ni efectista. Hay que detenerse a pensar en la situación de la universidad en ese momento para darse cuenta de que aquello debe haber tenido un gran impacto. Fue una manera de que la universidad hiciera ver que estaba viva y tenía un peso; que era un recinto público importante, un valor de la ciudad y de la sociedad, y el espacio natural para honrar a una figura como José Gregorio Hernández, que había movilizado a aquella multitud. Porque él era un hombre de la universidad.

Pero también era un hombre de la Iglesia; tanta era su fe que en dos ocasiones intentó ser sacerdote. Y pudo perfectamente haber salido de la casa de su hermano hacia la catedral, y de ahí al cementerio. Pero al forzar esa parada en el paraninfo, los ucevistas estaban consumando una acción política de alto valor simbólico, aun cuando no los moviera esa intención sino el dolor por la pérdida de uno de sus más ilustres maestros. Y así como se sembró en la gente la convicción de que José Gregorio la acompañaría siempre como un ángel, también se hizo clara la idea de que él era una figura del conocimiento, un símbolo del saber contrapuesto a la arbitrariedad del poder.

Más allá de que José Gregorio haya sido o no beligerante en política, su figura le dio un canal de expresión no solo a la religiosidad popular, sino también a la sociedad de avanzada, a la fuerza política que habitaba en el mundo universitario. En ese sentido, fue un factor de unión en tiempos aciagos.


*Santa palabra. José Gregorio Hernández por sí mismo. Compilación, notas y semblanza: Carlos Ortiz Bruzual. Prólogo: Enrique Santiago López-Loyo. Editorial Dahbar, Caracas, 2021.


  1. Así lo señala el historiador Idelfonso Leal en Historia de la UCV. 1721-1981. Ediciones del Rectorado de la UCV. Caracas, 1981.

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