La crucifixión de Cristo ha inspirado multitud de obras donde la imaginación se despliega.
Ahí está el alocado relato de Mijaíl Bulgákov en su notable novela El maestro y Margarita.
O el célebre film de Martin Scorsese La última tentación de Cristo.
Un despliegue de erudición, investigación histórica y vasta exégesis hace el renombrado historiador británico Paul Johnson en su libro La historia del cristianismo (Barcelona, Ediciones B.S.A. ZETA, 2010).
Y resulta muy singular la reconstrucción de aquel calvario que hacen el doctor William D. Edwards, y Floyd E. Hosmer, y Wesley J. Gabel, médicos de la Clínica Mayo y de la Iglesia Metodista de Minnesota, Estados Unidos, que puede leerse bajo el título “On the Physical Death of Jesus Christ” (“Sobre la muerte física de Jesucristo”), en la muy reputada revista JAMA (Journal of American Medical Association), de la Asociación de Médicos de los Estados Unidos, del 21 de marzo de 1986, Vol. 255, Nº11, pp. 1455-1463.
Seis dibujos anatómicos, un croquis de Jerusalén y alrededor de cuarenta fuentes documentales soportan el estudio incluido en JAMA, con referencias a docenas de artículos escritos por médicos y cirujanos, y también por historiadores y arqueólogos, junto con citas de Tácito (autor de Anales), Plinio el Joven (en el año 112 hablaba de una secta que cantaba a Cristo como Dios), Suetonio (c. 69 – c. 122) (sostiene que los cristianos eran conocidos en Roma incluso durante el reinado de Claudio desde el año 41 a 54 d.C.). Sigámoslos.
Se apoyan los médicos dirigidos por William D. Edwards en las descripciones que dejaron los apóstoles Mateo, Marcos, Lucas y Juan y varios contemporáneos. Escudriñaron con detenimiento los rasgos que dejó Jesús en el sudario de Turín.
He aquí un apretado resumen de lo que escribieron dichos apóstoles:
Luego de la última cena del jueves, Jesús salió a Getsemaní. Es posible que a su llegada estuviera aparentemente en buenas condiciones físicas, pero el estrés emocional de las doce horas empleadas hasta las 7 am del viernes lo hicieron vulnerable. El juicio tenía varios días en marcha. Había días que no dormía o que no estaba con sus discípulos. Y la multitud agolpada para ver el juicio le era muy hostil.
La Corte Suprema judía administradora de la justicia según la Torá, la ley sagrada, era llamado el Sanedrín.
Allí estaban Caifás, sumo sacerdote que lo presidía.
Y Annas.
Y Herodes Antipas, tetrarca de Judea, responsable de la muerte de Juan; sentía desprecio por Jesús y se burlaba de él.
Y Poncio Pilatos, el procurador durante el reinado de Tiberio.
Condenado, Jesús fue sometido a la flagelación, pena legal de ejecución romana. El instrumento usual era un látigo corto, o flagrum, con algunas lenguas de cuero, sencillas o trenzadas, de longitud variable, y con pequeñas bolas de hierro o piezas afiladas de huesos de oveja atadas a lo largo. La espalda, nalgas y piernas fueron flageladas por dos soldados (verdugos) y quedaron desgarrados piel y tejidos subcutáneos. Las bolas de hierro causaron contusiones profundas. Era común que las laceraciones mostrasen los músculos esqueléticos subyacentes casi convertidos en una masa sangrienta.
La flagelación debilitaba al condenado y produjo, por ser considerable la pérdida de sangre, hipotensión ortostática, y también, shock hipovolémico.
La sudoración, en tales condiciones, estuvo acompañada de un fenómeno llamado hematidrosis. Es, en realidad, una hemorragia en el interior de las glándulas sudoríparas, que se hace visible a través de la piel frágil.
Los latigazos de la flagelación fueron asestados a ambos lados del cuerpo.
De seguidas, Jesús sufre el castigo mortal: la crucifixión.
A las 9 am del viernes, comienzan los pasos al Gólgota, un recorrido de 650 metros. Jesús debe cargar con la cruz. Durante el recorrido, debe llevar solo el travesaño, o patibulum, que ordinariamente pesaba entre 75 y 125 libras (34 a 57 kilogramos). A causa de su debilidad, Jesús fue ayudado a cargar el travesaño por Simón Cirineo. La procesión al sitio de crucifixión era guiada por una guardia militar romana completa, con un centurión a la cabeza.
Proceden a clavarlo en la cruz. A ambos lados dos ladrones están siendo crucificados.
Llegado al Gólgota, a Jesús le dan una bebida amarga de vino avinagrado mezclado con mirra como un leve analgésico, cosa que rechaza. Lo tiran al piso y, acostado sobre el travesaño, adosado en cruz al poste vertical, le clavan sus manos y muñecas con un clavo. Lo llevan a posición vertical y proceden a clavarle los pies a la cruz.
La identificación del condenado fue agregada en el tope del crucifijo: “Jesús de Nazareth, Rey de los Judíos”, escrita en hebreo, latín y griego.
Los clavos eran de hierro afilado, de aproximadamente 5 a 7 pulgadas (13 a 18 cm) de largo y grosor de 1 cm.
El clavado penetra entre los huesos del carpo y el radio de las manos, sin interesar las arterias ni fracturar los huesos. Igual procedimiento hacen con los pies, donde el clavado ha sido a nivel del segundo espacio intermetatarsiano. La posición en que queda crea mucha dificultad para la respiración, a tal punto de provocar momentos de asfixia.
La extenuación es evidente por el dolor de los clavados, el peso del cuerpo con los brazos inmóviles y la contractura de los músculos, y así se precipita su muerte en pocas horas. El diagnóstico de los médicos después de dos mil años es muy preciso: shock hipovolémico, asfixia por agotamiento, insuficiencia cardiaca aguda.
Otros posibles factores a agregar serían deshidratación, arritmias inducidas por estrés, falla del corazón por congestión con la acumulación rápida de efusiones pericárdicas y tal vez pleurales.
Muerto Jesús, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le hundió su lanza en un costado, y por esa herida empezó a manar agua y sangre, es decir, fluido seroso pleural y pericárdico, mezclado con sangre del ventrículo derecho, según interpretación que hace el doctor Edwards.
Sépase que la crucifixión “era la forma más degradada de la pena capital y se reservaba para los rebeldes, los esclavos amotinados y otros enemigos infames de la sociedad” (Paul Johson, Op. cit., p. 49).
La muerte de Jesús después de solo 3 a 6 horas en la cruz sorprendió incluso a Poncio Pilato. El hecho de que Jesús gritara con fuerte voz y luego inclinara su cabeza y muriera sugiere la posibilidad de un evento terminal catastrófico.
Tres días después, sucede la resurrección de Jesús. Aquí los doctores de JAMA callan. La noción de resurrección se asocia a una cuestión de fe.
Los agnósticos dicen: “No existe argumento científico que pueda explicar cómo un hombre que fue torturado hasta la muerte y sepultado pueda, tres días más tarde, volver a la vida. No hay ninguna prueba científica que realmente demuestre que una persona, en aquella época, haya logrado la resurrección”. Lo evidente es el sufrimiento atroz.
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