Papel Literario

Izas, rabizas y colipoterras versus las burócratas oficialistas

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Por RUBÉN MONASTERIOS

Me tomo la libertad de asumir el título de un libro de mi premio nobel preferido (Camilo José Cela, en colaboración con el fotógrafo Joan Colom) para esta reflexión sobre un tema de repulsiva resonancia mediática internacional, y este es el uso, por algún personaje de la cúpula oficial,  del vocablo “prostituta” con intención denigratoria.

Viendo el asunto desde una perspectiva femenina, lo verídico es que una ramera es preferible, en todo sentido, a una funcionaria. Por lo general, las últimas sólo son causa de desasosiego, corrupción y miseria en el ámbito social; las meretrices, en cambio, cumplen la trascendente función de aliviar las tensiones del proletariado sexual existente en cualquier colectividad; y por si fuera poco, su presencia aporta al ambiente un toque de alegría, de sensualidad, y con frecuencia también de belleza. No podría decirse lo mismo de las burócratas.

En esto de la belleza, viene a lugar una anécdota. Encontrándome en Moscú, en tiempos en los que empezaba a desmoronarse la URSS, una persona familiarizada con el ambiente me informa: “Aquí hay mucha mujer atractiva, pero todas andan andrajosas. Las únicas que visten ropa de firma son las de la nomenklatura (burocracia comunista de alto nivel) y las putas; y las puedes identificar porque las primeras son bastas y  feas, y las otras preciosas”.

El arte tiene una deuda enorme con las rameras, sean humildes trotacalles o de alto coturno; han motivado obras maestras de la literatura, las artes plásticas, la música, el cine… Hasta donde alcanza mi memoria, no sé de ninguna obra artística inspirada por una burócrata; debido a su aspecto siniestro y maligna conducta pública es poco probable que despierten en un pintor el interés de tomarlas como modelo; a menos de ser, claro, bien remunerado por su trabajo (lo que no representa ningún obstáculo para una funcionaria de la cúspide, dado que el dinero del erario está al alcance de sus manos), o de tratarse de un artista con el ánimo ácido de Goya; y eso para pintar variaciones de su cuadro El sueño de la razón produce monstruos.

En sentido opuesto, en todas las épocas los artistas se han complacido pintando y esculpiendo encantadoras rameras. ¿Cuántas veces han tomado a la hetaira Friné como modelo? Hasta toda una corriente o escuela de pintura se desarrolló gracias a las encantadoras mantenidas de la nobleza francesa del Renacimiento; fue la pintura galante, o de alcoba, debida a los talentos de Watteau, Boucher. Fragonar… En modo alguno las despreciaron los impresionistas; y en la modernidad Las señoritas de Aviñón es uno de los más célebres cuadros representativos del cubismo. ¿Sabía que su locación es un burdel de Barcelona y sus protagonistas un grupo de sus oficiantes?

Un vistazo a vuelo de pájaro de la literatura y la música revela idéntico deslumbramiento de sus creadores por las meretrices. Considérese el caso de Carmen, la primera furcia de extracción obrera inmortalizada como “mujer fatal”, originalmente en la novela de Meerimée y luego por Bizet en su ópera de ese título. Más adelante citaré otro caso relevante.

Muchísimas prostitutas influyeron en la trama de la historia. Podría escribirse una enciclopedia nada más reseñando las intrigas, maniobras y decisiones políticas inducidas por las meretrices desde los tiempos babilónicos hasta la actualidad; de hecho, ya se ha hecho algún intento en tal sentido; refiero a la colección Historias de amor de la historia de Francia, de Guy Bretón, en diez volúmenes, ¡y eso que abarca el tema en un solo país!

No faltan burócratas oficialistas salidas del ambiente burdelesco; y mire usted esta curiosidad: precisamente una de ellas es recordada como protagonista de uno de los gobiernos más eficientes habidos en el discurrir de la historia.

Algunos historiadores pudorosos, o benevolentes, dicen que la más resaltante emperatriz de Bizancio, Teodora (s. IV), en sus años juveniles fue actriz, dándole al personaje una imagen semejante a la de Grace Kelly en la modernidad: la chica de vida privada un tanto escandalosa y de presencia pulcra en la pantalla, que de Hollywood saltó a princesa de Mónaco a causa del enamoramiento de Rainiero. Una pizca de verdad hay en ese paralelismo, y en lo concerniente a ser actriz, ¡bueno!, aceptémoslo, si así pudiera llamarse a una saltimbanqui que hacía un show obsceno con un oso y unos gansos en las calles de Constantinopla; sin tomar en cuenta que antes de dedicarse al espectáculo nocturno callejero trabajó en un prostíbulo de medio pelo. Teodora se ganaba la vida gracias a su belleza, carisma y desvergüenza. La llamaban La Chipriota, no se sabe con exactitud si por haber nacido en Chipre, o a causa de su oficio, por cuanto un significado de “chipriota” era puta, por provenir de esa isla numerosas busconas del bajo fondo de la capital del imperio Bizantino. El número más celebrado de Teodora era una representación basada en el mito de Leda y el cisne, en la que se desnudaba yaciendo en el suelo, mientras algunos asistentes le esparcían grano sobre el cuerpo y después unas ocas la picoteaban, mientras que ella fingía que la violaban. En otro, simulaba un coito con el oso.

Justiniano, un joven militar vinculado a la nobleza, resultó fascinado por los atributos de la mujer, tanto, que la hizo su esposa; sin prestarle oídos al sabio consejo que siglos después le daría Alejandro Dumas (p) a su hijo del mismo nombre, cuando éste, perdida toda sindéresis por su amartelamiento con una demimondaine de moda entre la élite festiva parisina, llamada Alphonsine Plessis, le confesó su intención de casarse con ella. “Hijo” —le dijo el viejo escritor en medio de una carcajada—: “Uno sólo coge a esas mujeres, no se casa con ellas”. Pero, miren lo que es la vida: si bien el joven Alejandro no logró su insensato propósito de casarse con Alphonsine, escribió, rumiando su frustración, un libro que lo hizo inmortal. El fracaso de su proyecto matrimonial no respondió a su atención del consejo paterno, ni fue por desprecio de la pretendida, sino a razones crematísticas, digamos. La dama aceptó la proposición con la condición de que Alejandro la mantuviera en su tren de vida: un apartamento de lujo en una zona exclusiva de París, sirvientes, coches, vestidos, viajes… aportados por sus acaudalados “protectores”. El galán admitió su imposibilidad de satisfacer sus requerimientos; ¡el pobre se había arruinado nada más que con los gastos del galanteo! Entonces sublimó su desilusión escribiendo una novela que pasó desapercibida; insistió Alejandro, versionándola a la forma dramática, y fue estrenada bajo el título La Dama de las camelias; la obra se convirtió en un éxito de resonancia continental y trascendencia histórica que lo hizo célebre. Un músico genial la vio en un tránsito por la Ciudad Luz y sin la menor compasión ni pedir permiso le entró a saco al drama, componiendo la ópera La Traviata. Introdujo algunos cambios a propósito de disimular; los protagonistas pasaron a llamarse Violeta y Alfredo; el final, en lugar de crudamente realista, se hizo melodramático. Lo demás es historia conocida, como suele decirse.

Por esas volteretas que da el destino, Justiniano, el joven oficial prendado de una zorra, llegó al trono del Imperio Romano de Occidente; y con él su flamante mujer como corregente.

Justiniano I fue un intelectual; dedicado a esta vocación produjo, en colaboración con Trioboniano, uno de los legados de jurisprudencia más impresionantes, el Corpus Juris Civiles, en tanto progresivamente los asuntos del Estado fueron quedando en manos de Teodora. Una de sus primeras gestiones fue ordenar la administración, declarándole la guerra a la corrupción, corriendo a funcionarios involucrados y llamando a colaborar a sus antiguas colegas, asignándoles puestos públicos importantes; y con ello formó la primera pornocracia de la historia.

A la luz de la investigación histórica, el gobierno de Teodora con el beneplácito de Justiniano favoreció al imperio. Durante su mandato prosperó la actividad científica, artística e intelectual; se construyeron obras públicas monumentales, con lo que se generó empleo para la masa y consecuente bienestar social; entre ellas la imponente Santa Sofía; mejoró considerablemente el estatus social y legal de mujer y se fundaron instituciones con el propósito —más demagógico que estructural— de favorecer al pueblo. Entre esas instituciones, la Misión Castidad.

Ocurrió que con su cambio de estatus, Teodora también experimentó un cambio en sus valores morales. ¡La mujer se volvió virtuosa!, y como suele ocurrir con la gente que da tales saltos de talanquera, fue una moralista radical. Con el fin de hacer evidente su nueva actitud y de complacer el clamor del clero por la depravación de Constantinopla, impuso la Misión Castitas, consistente en clausurar los antros de vicio y prohibir la sodomía y la prostitución; no obstante, siendo consciente de la función social que cumple la prostitución para el proletariado sexual, permitió la existencia de un burdel en toda la ciudad, lujoso y bien organizado, con diferentes tarifas según la belleza de la operadora, servicios solicitados, etc. A los homosexuales callejeros cogidos in fraganti les daban palizas; a las rameras que no aceptaban redimirse las encerraban en unos conventos tan cruelmente intolerantes que las infelices preferían suicidarse.

Por cierto, un cronista de esos tiempos, Procopio, en un libro dado a conocer después de su muerte (de otro modo, sin duda, habría sido la causa de ese acontecimiento) ofrece una perspectiva diferente de la Misión Castidad. Nos hace saber que si bien tenía visos de hacer una limpieza moral, en realidad era un negocio de Teodora, por cuanto su propósito oculto al eliminar las putas callejeras y los lenocinios fue el de obligar a los hombres a acudir al único burdel permitido en la ciudad, antes mencionado… ¡que era de su propiedad! En realidad, nada fuera de lo común; ¿acaso las Misiones son para otra cosa diferente a la corrupción?

Seamos comprensivos de esa simpática picardía y otras fruslerías ─unas cuantas vagabunderías más, la corrupción administrativa que poco a poco volvió a tejer sus redes, la matanza de unas treinta mil personas que acabó con la oposición─. Entendamos que si bien Teodora y sus colaboradoras venían de ser rameras, se transformaron en funcionarias, ¡y no podían hacer otra cosa! Corrupción, crimen y tramposerías son inherentes al perfil  del rol de burócrata oficialista. ¿Acaso no es evidente?