Sociólogo y narrador venezolano. Profesor de la Universidad Central de Venezuela. Ha sido colaborador en las secciones literarias de distintos periódicos de su país; recientemente, ha publicado en el site de encuentro de lectores y escritores Espacio Ulises, en Madrid. Es miembro de The Center For Fiction en New York. Su último libro es Cartas desde Casablanca. Próxima publicación: Soliloquios urbanos / Ejercicios narrativos. Reside en West New York, NJ, USA.
“…todo silencio es música en estado de gravidez”
Mia Couto
Por CÉSAR RODRÍGUEZ
Adaggio
Isabella, ya anciana, luego de casi cinco décadas de ausencia, logró comunicarse conmigo gracias a las actuales redes de comunicación y de ubicación de personas. En un rápido recorrido que ella hacía por varias y distantes ciudades, en dos semanas, ya en otoño, visitaría brevemente Nueva York y era su deseo encontrarse conmigo, caminar la ciudad y conversar, en fin, ponernos al día después de tanto tiempo. Demasiada agua había pasado bajo los puentes de la ciudad, desde entonces.
Conocí a Isabella de Edimburgo a mediados de los años setenta del siglo pasado, cuando regresó intempestivamente a Caracas desde Nueva York, donde vivía en ese momento, y dada una crisis matrimonial de grandes dimensiones por la que atravesaba, decidió abandonar la ciudad. En aquel entonces, era sólo Isabel. Años después, llegaría a ser Isabella de Edimburgo, no por alguna adscripción noble o histórica, sino, por el contrario, debido a circunstancias sarcásticas, mundanas y por aproximaciones sucesivas.
Su nombre mutó a Isabella, gracias a su auto de color negro, un viejo Borgward Isabella coupé, 1960, biplaza, que condujo por muchos años en Caracas, aparentemente heredado de su padre, hasta llegar a establecer un inseparable nexo con el auto. Gracias a ello, fui asociando su nombre al auto y ella asumiéndolo, sin ofrecer resistencia.
Su apellido también fue sufriendo cambios cuando se auto desterró, dos años después, en Edimburgo de los Siete Mares, un asentamiento urbano en la isla de Tristán de Acuña en el Atlántico Sur, perteneciente a los territorios de ultramar del Reino Unido, con una población aproximada de doscientas cincuenta personas, considerado el lugar habitado más remoto del planeta: sólo un punto extraviado entre países tan distantes como Argentina y Sudáfrica. Por ello, desde la distancia, al referirla en una conversación con terceros o recordarla, lo hacía como Isabella de Edimburgo. En todo caso, nadie elige su nombre, tampoco su apellido, es sólo una fatalidad, una convención distintiva que puede cambiar y que alguien arbitrariamente te ha asignado.
En aquella ocasión, al conocernos en Caracas, recuerdo que en su maleta llevaba casi una docena de libros que yo pude ojear, hojear, leer y releer, así como heredar, en muy pocos casos, tomados éstos de la biblioteca de su departamento con ligereza, pero no al azar, antes de salir huyendo de sí misma desde Nueva York. También la acompañaba un saxofón tenor, marca Selmer y el corazón roto, devastado. En la palma de su mano izquierda, más bien en su muñeca, resaltaba un tatuaje con un definido rectángulo que representaba un pentagrama con algunas notas musicales, quizás como celebración de una de sus pasiones.
Dada mi juventud, en ese tiempo, la observaba como una dama de cierta edad, de oscuros ojos verdes aceituna, de espíritu libre, condición que nunca cambió, excepto el color de sus ojos que mutaron, entrados los años, y el verde dio paso a un gris sobrio detrás de los cristales de los anteojos plata, que ahora utiliza, en perfecta armonía con su cabello blanco y extremadamente corto.
Ella vestía con absoluto desenfado, casi irreverente, tratando de lograr con su indumentaria, quizás sin proponérselo, un punto de convergencia entre un estilo amish, vestimenta propias de jóvenes judías no ortodoxas y un casual y distraído toque hipster. Sus accesorios fueron siempre un libro en su mano o bajo el brazo (la mayoría de las veces, envuelta su cubierta en papel blanco, con el doble propósito de cuidar el ejemplar o de asegurar la privacidad de su lectura en público) y el saxo acostumbrado a su hombro, que algunas veces aseguré, no dejaba de asemejarse a la pesada piedra de Sísifo.
A su regreso a Caracas, atendí detenidamente sus historias hasta llegar a convertirme en su confidente, es decir, en alguien que sabe pacientemente escuchar, preguntar, opinar, asentir o disentir. Escuché sus extrañas hipótesis sobre las equivalencias encontradas entre Joyce y Sábato; las ciudades y su relación con los tiempos musicales. Cada ciudad, decía ella, sin darnos cuenta la percibimos atada a un tiempo musical, cuyas pulsaciones están asociadas, en proporción directa, al número de latidos cardíacos que ocasionalmente ésta llega a producirnos; también, sus audaces equivalencias entre la trompeta y el saxofón. La primera, musicalmente protagónica, y el segundo, contextual, ella aseguraba, que esta posible equivalencia, debía cumplirse también para el violín y el violoncelo.
Recuerdo haberle confiado mis tempranas e ingenuas conjeturas sobre las ciudades y las cintas sonoras asociadas a ellas. Yo argumentaba que muchas ciudades, situaciones y eventos, en ellas ocurridos, se afectan por una cinta sonora que, sin darnos cuenta, se revelan a nosotros como evocaciones sin sentido, algunos lo llaman déjà vu, otros paraamnesia; igualmente, conversamos sobre el soundtrack de las noches de Caracas, con el croar de ranas, sonido único, pendular, similar a un metrónomo que va marcando, de manera perfecta, el compás hasta el alba, cuando este sonido va desapareciendo por la inhibición de las ranas, en la medida en que amanece, dando lugar al ruido urbano.
También le confié mis ensayos sobre Isabel, locura y muerte, basados en aquel libro artesanal, hecho a mano, con limitados ejemplares, en el cual se relataba la historia de una mujer delirante que deambulaba por las calles de aquella ciudad fría y montañosa, y que años más tarde, para mí, se convertiría en la equivalencia metafórica con Alfonsina Storni y con la loca del Muelle de San Blas, de Maná.
Al arribar a Nueva York, acordamos encontrarnos en el Boulevard Sinatra, en Hoboken, lugar donde ella, siendo muy joven, se ganaba la vida tocando el saxo y gradualmente se hizo popular, entre sus asiduos visitantes, por sus ejecuciones de jazz y especialmente por la interpretación libre de piezas de Frank Sinatra y Chet Baker, éste último, uno de sus dioses jazzísticos. Más adelante, algunos cafés y restaurantes de la zona, le solicitaron ambientar con el saxo sus espacios. En esa época, los locales cambiaban a un elegante estilo lounge, y nada más perfecto que un saxo en solitario y discreto, entre los servicios. Toda una exquisitez musical, independientemente de la estación del año, y de conformidad con la transformación que esa ciudad atravesaba, desde lo industrial a lo urbano, con sus hermosos paseos frente al Rio Hudson. Allí nació Frank Sinatra, por ello, siempre fue destino obligado para artistas, músicos y adoradores del Jazz. La discreta Meca del jazz para unos y el muro de los lamentos, para otros.
Conversamos durante varias horas. Tuve la intención de escribir su historia desde ese momento. En esa conversación me enteré de su plan: volver a cruzar caminando y quizás por última vez, sus tres queridos puentes: Brooklyn, Williamsburg y Manhattan, puentes de mucha significación en su pasado. Al momento, lo consideré un reto, dada su edad, sin embargo, aún era ágil y quizás gimnástica. Me enteré a detalle, en esa ocasión, de la significación que para ella tenía el cruce de esos puentes. En el pasado, cuando debía decidir algo importante, lo hacía mientras cruzaba caminando alguno de los puentes. Hoy, no tenía nada que decidir, el cruce de los puentes ahora no exigía decisión alguna, era sólo un regalo ético, estético y quizás de sanación, que ella se permitía en este momento.
Hablamos largamente sobre los festivales de jazz en la ciudad y sobre Chet Baker, especialmente de su canción Almost Blue. Una arriesgada pieza de siete minutos de duración, con una hermosa introducción de cinco minutos, donde se conjugan perfectamente el bajo, el piano y la trompeta a cargo del mismo Chet Baker, quien, en los últimos dos minutos, sustituye la trompeta por su voz. Ella me contó que, en muchas ocasiones, en sesiones de descarga musical, mientras vivió en el Barrio Malayo en Ciudad del Cabo, intentaba cantar Almost Blue con su voz grave y a veces en falsete, cuyo ejercicio gustaba siempre a quien la escuchara, hasta llegar, incluso, a grabar una versión experimental, distribuido entre sus allegados, llamada sarcásticamente Almost Blues.
Decidimos que ese mismo día cruzaríamos el puente de Brooklyn. Seguidamente, atravesamos el Río Hudson desde el terminal de ferris de Hoboken hasta el Midtown en Manhattan, donde tomamos un taxi hasta el pie oeste del puente e iniciamos una larga caminata. La tarde caía con inusual quietud, sin lluvia, frío, ni calor, una tarde neutra y perfecta. Conversamos animadamente mientras caminábamos. Recuerdo que ella, durante un largo trayecto, me describió en detalle la canción Brooklyn Bridge de Sinatra y habló apasionadamente sobre la mecánica musical de esa canción.
Por mi parte, le compartí mi hipótesis sobre el poema Brooklyn Bridge de Maiakovski y su fatal final el 12 de abril de 1930, hastiado de los controles soviéticos, así como de su afición por la belleza de New York y de París; recuerdo haberle hablado sobre su poema de despedida de París, su nota suicida y la significación de Lilia Brik en su vida. Le aseguré que algo de ese amor imposible por New York, París y la Brik erigieron un triángulo que había tenido algo que ver con la decisión de poner fin a su vida.
Al otro día, nos encontramos, entrada la tarde, en un café dentro del Mercado de Essex para cruzar el puente de Williamsburg en el sentido Manhattan – Brooklyn. Caminamos por la Avenida Delancey e ingresamos a través de un pórtico peatonal de increíble simetría y belleza. Durante la travesía, recuerdo que me relató una larga historia de las sesiones de jazz en su antiguo departamento de la Avenida Marcy, lugar adonde llegaríamos, luego de cruzar el puente. Mientras pasaban los trenes a alta velocidad yo no podía escuchar segmentos de su incisiva historia, y en ocasiones, echaba mano a la ficción para completar el relato en mi cabeza y poder escribirla posteriormente.
El puente de Williamsburg es una hermosa obra de arte que llega directamente al barrio judío de Nueva York, tanto el puente como los edificios contiguos están completamente ilustrados con imágenes, grafitis y textos reveladores de sus autores. Puede hacerse una película, una novela, un cuento, un monólogo, si se juntan todos esos grafitis por libre asociación, con su debida cinta sonora. Ahora, sólo recuerdo el último escrito en el suelo antes de salir del puente y llegar a la calzada: “Deja todas las historias negativas”, como una sarcástica invitación.
A pocos metros de la llegada del puente, encontramos la Avenida Marcy, la estación elevada del metro y el edificio contiguo donde ella vivió. Subimos a la estación y desde allí contemplamos, a escasos metros, la ventana de su viejo departamento. Desde ese momento entendí que ese paseo no era otra cosa sino una despedida.
Caminamos por la Avenida Broadway de Williamsburg entre judíos en todas las gradaciones posibles de la ortodoxia. En algunas ocasiones, algún rabino nos saludaba, inmutable, pero a la vez asintiendo con un imperceptible guiño de ambos ojos; otros, con un leve movimiento vertical de sus cabezas, sin llegar a reverencia. Cenamos en los alrededores, ella revelaba su antigua destreza al escoger alimentos kosher, pero siempre frugal. Yo comí cualquier cosa, no lo recuerdo, ensimismado con la historia que estaba tejiendo, ese fue mi plato principal. Mientras cenábamos, podíamos observar a través de las ventanas a las familias judías caminando, rodeadas de muchos niños, como la estampa urbana de un paseo casual a las orillas del Mar Muerto.
Regresamos por la misma vía, pero esta vez en el subterráneo. Subimos a la estación de la Avenida Marcy, al llegar el tren, inusualmente desierto, lo abordamos y en tanto iniciaba el recorrido de regreso y se escuchaba la voz de fondo del sonido de cabina, ella volteó para mirar, absorta, la ventana de su antiguo departamento, mientras el vagón se alejaba.
El tren remontaba el puente de Williamsburg cuando ella, en modo confesional, con rubor y a la vez con total confianza, me relató algunos inquietantes momentos con su marido en ese departamento. Por el ruido del tren, tengo vacíos sobre sus comentarios, sin embargo, creo recordar que, en momentos de intimidad, con absoluta complicidad, esperaban el paso del tren, con su debida estridencia, acelerando en ellos el estado de ebullición, para luego ambos sincronizar el punto de no retorno, y poder gemir y gritar hasta convertir la amatoria en aquelarre. Cuando el tren pasaba y volvía el silencio, recuperaban la calma y se sumergían en un sueño profundo, al extremo de no escuchar el próximo tren. Pienso hoy, que esos episodios, eran una suerte de transfiguración de las sesiones de jazz, las cuales, al pasar el tren, también lograban su clímax, a manera de descarga musical.
Descendimos en la estación Essex-Delancey, lugar donde cenamos y desandamos la misma ruta de vuelta a Hoboken. La dejé a las puertas del Hotel Edwards, mientras yo ingresaba al bar Waiting Room, en el semisótano del mismo hotel, en cuya barra ordené Gin tonic. Durante mi estadía en el bar siempre hubo música, casi imperceptible, a decibeles mínimos, reptando en los oídos. El bartender, amablemente me explicó la similitud del nombre del bar con el hermoso salón de espera de la terminal de ferris, a unos pasos de allí. Asimismo, aclaró mis dudas en relación con el nivel de la música. En algún momento reconocí, en medio de la conversación, la canción Otoño en Nueva York, de John Coltrane y Stan Getz.
La tradición del bar respetaba los protocolos de los antiguos establecimientos que vendían alcohol ilegalmente, donde las personas iban a tomar y conversar. Lo más importante era la conversación, y por razones de clandestinidad, los decibeles de la música se mantenían bajos. Luego de un largo rato, tratando de escuchar a Andrea Motis, me preguntaba en qué momento pasó del free jazz a un jazz smooth, hasta llegar al bossa nova. Definitivamente, había resultado interesante escuchar música a decibeles imperceptibles, quizás por ello, lo asocié a una frase leída esa tarde en la novela que hojeaba de Mia Couto: “…el silencio es música en estado de gravidez”. Al final, casi a media noche, saliendo del bar, con dificultad se podía escuchar Hojas de Otoño de Chet Baker y Paul Desmond.
El tercero y último día, nos encontramos en la parte baja de Canal Street, en Chinatown, y subimos la cuesta hasta llegar a la entrada del último puente que cruzaríamos: el Puente Manhattan, quien nos recibió con su gran arco triunfal y la columnata de entrada. En ese espacio, a manera de saludo, grandes legiones de palomas se reúnen y cada cierto tiempo, realizan sobrevuelos en los alrededores, describiendo increíbles coreografías sin saber a qué lógica atienden.
Ingresamos por el paso peatonal del lado sur del puente, entre una hermosa estructura de acero azul grisácea. Al poco tiempo de iniciar el recorrido, nos detuvimos un largo rato en un espacio extraño. En la malla protectora del puente, colocada para evitar el lanzamiento de objetos o personas, habían perforado un extraño agujero, a través del cual, podía observarse el Puente de Brooklyn y parte sur de la ciudad en todo su esplendor y belleza. Hablamos largo rato sobre el propósito del orificio y lo asociamos a muchas cosas, entre otras, recuerdo, la perforación de una punta de lanza en la cota de malla de un caballero medieval.
Ella filosofaba tratando de relacionar el hueco con el Mito de la Caverna y la significación de poder observar la belleza, sin cerca protectora, sin intermediarios. Por mi parte, recuerdo haber hecho referencia a aquella expresión de Luchino Visconti: “Aquel que ha contemplado la belleza está condenado a seducirla o morir”. En muchos casos, decía ella, la belleza sedujo a muchos, por ejemplo, el general Dietrich von Choltitz durante la segunda guerra mundial, quien, siendo gobernador militar alemán en París durante el fin del dominio nazi, y habiendo recibido órdenes de bombardear y destruir París, se abstuvo de hacerlo, desobedeciendo órdenes superiores, gracias a la seducción que, sobre él, produjo la belleza. Disfrutamos el largo trayecto, y al llegar, nos despedimos luego de un café, con el propósito de vernos al día siguiente, en el aeropuerto, para su despedida.
Luego de documentar su ligero equipaje, nos despedimos en el aeropuerto JFK de Nueva York, ella tomaría un vuelo turco a Ciudad del Cabo, donde esperaría un poco más de un mes para su conexión por mar a Edimburgo de los Siete Mares. La vi alejarse por un pasillo de la terminal con su maleta rodante. En la misma, ya no estaban los libros, pero sí el vacío que éstos dejaron; su corazón ya no estaba roto, sólo remendado artesanalmente gracias a su oficio de vieja luthier; tampoco estaba su saxo al hombro, se había liberado de su peso, pero no de la falsa sensación que sienten los amputados respecto al miembro ausente. En su mano izquierda quedaban sólo rastros del viejo tatuaje, y en su defecto, se podían observar algunas cicatrices que estuvieron camufladas bajo el pentagrama y ahora, sin duda, revelan un antiguo y fallido episodio autodestructivo. Sísifo había soltado la piedra y sólo disfrutaba viéndola rodar libremente. Ya no es una mujer de cierta edad, es una dama de cierta edad que aún mantiene su desenfado, su belleza, su sobria irreverencia y su capacidad infinita de observar el mundo a través de canciones, metáforas y audaces conjeturas.
Allegro
Isabella tuvo una larga relación con el músico que llegó a ser su marido, que comenzó en las aulas de aquel viejo conservatorio en Caracas, en el centro de la ciudad, donde, en su interior todo era paz. El tiempo allí transcurría bajo cánones temporales distintos, y al salir, se develaba babel: una ciudad caótica y ruidosa. Al poner un pie en el conservatorio todo cambiaba, era sacro y silencioso. Entrar y salir del conservatorio, era simular un juego de niños, quienes tienen el poder de alternar el ruido y el silencio, el caos y el orden, el desconcierto y la calma, sólo cubriendo con las manos sus oídos. En ese oasis, ambos se formaban, ella en saxofón y él en la trompeta,
Durante varios años, Isabella y él, se convirtieron en cinéfilos, tratando de explicar la significación y el sentido de las bandas sonoras en las películas seleccionadas. Por esos años, asistían a la Cinemateca Nacional, y en ocasiones, sincronizaban los horarios para llegar a tiempo a otras salas de cine. Algunos días, disfrutaron de tres funciones distintas. También fue rutina obligada, los conciertos de la Orquesta Sinfónica en aquella magna aula de la universidad, los domingos a final de la mañana, para culminar, sentados, disfrutando de la fuente de aquella minúscula plaza, rodeada de sauces llorones, cuyas ramas a ras del suelo no sollozaban, sólo describían una reverencia perpetua a la estatua desnuda de las tres gracias, como siamesas triples, jamás separadas por un cincel o por un filoso bisturí.
Conversaron mucho sobre la bifurcación entre la música académica y la calle; lo comercial y lo auténtico; el talento y la torpeza; la erudición y el entretenimiento; el espectáculo y el underground. Nunca hubo certeza, siempre acordaron el ensamble y la experimentación como una opción. De allí, decidieron casarse e irse a vivir a Nueva York en medio de la explosión musical que en esa ciudad se gestaba: diseminación experimental del Jazz, nuevos sonidos y fusiones afrocaribes, infinitos espacios para la música académica, surgimiento de nuevos sonidos y voces descubiertas en las misas góspel en Harlem, infinidad de espacios accesibles y libres para la descarga musical.
En New York vivieron siempre en Williamsburg, el barrio judío de la ciudad, en un pequeño, clásico y hermoso edificio de la Avenida Marcy, destinado a rentas de bajo presupuesto, en un pequeño estudio en el cuarto piso, cuyas ventanas daban contra los andenes de la estación elevada del metro.
En madrugadas insomnes podía escucharse el tren desde los últimos tramos del puente de Williamsburg, acercándose cada vez más hasta llegar a la estación, donde, a pocos metros de su ventana y de su cama, escuchaba cómo el tren despresurizaba sus puertas, se evacuaban los vagones y luego anunciaba su partida. Ella jamás olvidaría cuántas veces escuchó, al llegar el vagón, el sonido de cabina en perfecto y elegante inglés señalar: “Esta es la estación de la Avenida Marcy”, los pasajeros a toda prisa abandonaban el tren y en breve indicaba: “La nueva parada es la estación de la Calle Hewes”, y antes de partir, advertía con tono melodioso: “Manténgase alejado de la puerta cerrando, por favor”. Había adquirido el hábito de repetir, desde su cama, en el silencio de la noche, a veces despierta o aferrada a una parálisis del sueño, los protocolos invariables que venían del metro, como una letanía, una oración, un mantra. Una extraña manera urbana de contar ovejas, desde su cama.
Frecuentemente, tenían ensayos y sesiones musicales en su departamento, por ello, no pocas veces recibió notas, incluso, la visita de amables policías con reclamos sobre el sonido de los instrumentos, en sus reuniones. En medio de éstas, cada vez que pasaba el metro, especialmente el expreso, el cual no paraba en esa estación, la descarga de los instrumentos enfebrecía y alcanzaba su cima, donde la estridencia de los instrumentos, competía con el sonido del tren, sin lograr inhibirlo.
En ocasiones, esas sesiones musicales estaban dirigidas a escuchar, disfrutar y analizar versiones distintas y notables de una misma canción, una inmersión total en ellas. Un caso inolvidable fue el de la canción Tenderly, de Jack Lawrance en las versiones de Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Sarah Vaughan, Chet Baker y Billie Holiday. Esa sesión, entre licores, café y agua carbonatada, tuvo su momento estelar al escuchar detenidamente la versión de Louis Armstrong junto a Ella Fitzgerald. Isabella explicaba que, en esta canción, la voz de Ella es como el sonido leve y sinuoso del Río Hudson, escuchado desde el Boulevard Sinatra en horas de la madrugada y la voz de Louis Armstrong es, sin duda, el mar de fondo que emerge hasta la superficie, donde ambas voces se encuentran y se hace la magia.
Mientras su marido viajaba de giras musicales, cada vez con más frecuencia y por períodos más prolongados, Isabella adoptó el hábito de dormir junto al saxofón. Al despertarse, por las noches, sólo estiraba su brazo y allí estaba, velando su sueño. Mucho más adelante ella entendería, que más que un hábito era una relación isomorfa, tratando cada vez más de parecerse al saxo, especialmente al dormir en posición fetal.
Una de esas tardes, Isabella subió los tres pisos de escaleras alfombradas con sus enrevesados motivos persas de color vino y verde, que jamás dejaba de observar y descubrir detalles mientras ascendía, tomada siempre del sinuoso pasamanos de bronce. Dejó sus sandalias afuera del departamento y entró descalza, inmediatamente frotó varias veces sus pies contra un pequeño tapete, probablemente para limpiarlos o para marcar territorio, atendiendo inconscientemente a una pulsión o algún ritual ancestral. Sobre un mueble, acomodó el saxofón, la bolsa, el libro y las llaves, tomó algunos sorbos de agua carbonatada, y al ingresar a la habitación, encontró a su marido con otro hombre, un trompetista como él, amigo de ambos, asiduo participante en las sesiones de jazz en el departamento, compañero de giras con la orquesta en la que ambos habían sido contratados.
La escena la impactó, estupefacta, por momentos no lograba entender si presenciaba algo real, soñaba, o era sólo la consecuencia de una de las tantas parálisis del sueño que había tenido, y de la cual esperaba felizmente despertar. Definitivamente, había estado participando, sin suponerlo, en un inquietante triángulo de vértices no concurrentes que se convertían en un dueto de trompetas, sin espacio para nadie más. Desde el salón, mientras recogía sus cosas, ella podía escucharlos sostener una conversación nerviosa e inescrutable al otro lado de la pared. Algunos meses después, Isabella lograría entender la escena por su terrible parecido con algún enrevesado detalle del Guernica de Picasso.
Con cierto automatismo, en cámara en reversa, tomó algunos libros, la bolsa, su pasaporte, el saxofón y salió. Esa vez, luego de calzar sus sandalias, descendió las escaleras sin atender su ritual diario, según el cual, bajaba los peldaños tratando de no pisar antiguas manchas de goma de mascar o quemaduras de tabaco. Al salir del edificio, se topó con un rabino joven, vecino del primer piso, quien la saludó con un leve movimiento de cabeza que ella contestó de la misma manera, mientras observaba, en su solapa negra, una pequeña llave dorada que le recordó de inmediato que había olvidado las llaves del departamento. ¿Fue acaso un olvido deliberado o involuntario? Ya no le importaba, jamás regresaría allí.
Tomó el primer tren en la estación de la Avenida Marcy en dirección al oeste, esta vez, sin voltear ni detenerse a observar las ventanas de su departamento. Al poco recorrido, abatida, descendió del tren y caminó sin rumbo un largo rato, hasta encontrarse frente a la columnata de entrada del Puente Manhattan. Lo cruzaría, debía decidir muchas cosas. Un puente es siempre una obra de arte que salva accidentes geográficos, éste le ayudaría a encontrar una solución. Logró cruzarlo acompañada sólo del ruido de autos y trenes, los cuales perturbaban su reflexión, hasta llegar al otro extremo, extenuada, sin solución, ni decisión alguna.
Descansó en un café entre los puentes de Brooklyn y Manhattan. Luego de tomar el tercer café, con el que obviamente ya rompía su estatus de sobriedad en materia de adicción a la cafeína, decidió regresar a Caracas y comenzar de nuevo. Continuó sentada allí por largo rato, ojeando uno de los libros, observando a los turistas o a las recientes parejas de matrimonios que llegaban al sitio para las fotos icónicas, y luego se largaban en las pintorescas limosinas. Por un catálogo turístico en la mesa, supo que Dumbo, el nombre del barrio donde se encontraba sentada en ese momento, no se refería a la famosa película infantil, tampoco a la bebida a manera de soda en su país de origen, era el acrónimo en inglés de la expresión “bajo el paso elevado del Puente Manhattan”. Ese descubrimiento le pareció obvio, tonto y gracioso y fue la medida para saber que ese día había perdido mucho, pero no su capacidad de asombro e ingenuidad.
Esa misma tarde, en los alrededores, localizó una tienda de conveniencias, donde adquirió una pequeña maleta rodante y afuera del establecimiento preparó su equipaje: extrajo del estuche del saxo, los libros y su ropa interior allí almacenados, y los dispuso desordenadamente en la maleta. Tomó la línea A del metro y se dirigió al aeropuerto JFK para esperar el primer vuelo que la trasladaría a Caracas. No tenía prisa por tomarlo, nadie la esperaba, tenía mucho tiempo a su favor. No era el fin, éste sería sólo el primer día del resto de su vida.
Moderatto
En Caracas, Isabella se dedicó, durante un tiempo, a lamerse las heridas, hacer inventarios de daños, recorrer la ciudad, los cafés, las librerías y a reencontrarse con viejos y nuevos amigos, entre los que yo me encontraba. Durante ese período, releyó a Proust, especialmente las primeras treinta páginas de su principal novela. Uno de esos antiguos amigos, marino mercante y piloto de buques, le ofreció postularla a un cargo a bordo de un crucero en la sección de arte y entretenimiento, especialmente en el piano bar de esa embarcación, dada su maestría en la ejecución del saxofón. Fue así, como ella se embarcó, en lo que sería una de las experiencias más aleccionadoras de su vida: viajar por el mundo, ejecutar rutinas de jazz y complacer solicitudes de los pasajeros.
Por la logística de los cruceros, su ciudad de asiento fue Ciudad del Cabo, en Sudáfrica, allí pasaba parte del año en tierra, donde tenía trabajos musicales eventuales, y en ocasiones, viajaba desde allí a Pretoria con el mismo fin. Se radicó en el barrio Malayo de Ciudad del Cabo.
Al final de una tarde, a bordo del crucero, ya habían atravesado el estrecho de Gibraltar y navegaban en el mediterráneo, el buque hizo distintas maniobras para poder subir a bordo a ochenta y siete personas entre niños, niñas, hombres y mujeres, cuya pequeña embarcación había quedado a la deriva, el mar y el cansancio habían cobrado ya muchas vidas. Eran migrantes de África occidental, provenientes de distintos países y regiones, la mayoría francófonos. Isabella estuvo entre los responsables de atenderlos, dados sus idiomas e histrionismo. Se dispuso un salón comedor para atenderlos durante las treinta horas que estarían a bordo, de acuerdo con las estimaciones de las autoridades a las cuales debían ser entregados, atendiendo los procedimientos.
Luego de la atención primaria, hidratación, aseo y censo, algunos durmieron, otros no lo lograron. Ella se encargó de ofrecer y garantizar la mejor de las cenas posible, en cuyo menú destacaba: pescado blanco en salsa menier y cebollas caramelizadas, salmón hidratado en leche de coco y costillas tiernas en salsa Jack Daniels. Los postres: volcán de chocolate negro con helado de vainilla y mousse de chocolate blanco. Luego de la cena, los deleitó con un set de jazz, y a los niños, los entretuvo luego con su versión corta y de memoria de El Faro del Fin del Mundo, de Julio Verne. Todos lograron dormir plácidamente.
Al llegar las autoridades, y luego de compartir muchas actividades juntos, por tantas horas, Isabella era ya inseparable del grupo. Al despedirse, abrazó y besó a todos y cada uno. Jamás olvidaría el olor a mar que aún exhalaban. Nunca más llegaría a sentir otros abrazos y una sensación de pérdida tan fuerte, como aquellos. Definitivamente, esas horas estuvo bajo los efectos de una sobredosis de afecto, que cambiaría su vida para siempre. Estaba convencida que el buque fue un medio para su rescate, la verdadera salvación estaba en manos de la belleza y del afecto. Fueron entregados en Malta, treinta y seis horas después de su rescate.
En sus meses de descanso, se le ofreció un empleo en la cocina y acomodación de un buque que transportaba mercaderías desde Ciudad del Cabo a un archipiélago en el Atlántico Sur, cuatro veces al año. Con esa paga, podía vivir y tener tiempo libre para insistir en su carrera musical en tierra, hasta la siguiente temporada de cruceros.
En esos viajes logró sentir cierto e inexplicable apego por Edimburgo de los Siete Mares, en la Isla de Tristán de Acuña, perteneciente al archipiélago de Santa Elena, territorio de ultramar del Reino Unido, probablemente, porque en ese archipiélago, tuvo lugar el segundo y último destierro de Napoleón Bonaparte y ella, siendo preadolescente, era su admiradora, investigaba y compilaba información sobre su vida, hecho casi olvidado por ella. Por esa época, decidió no navegar más en cruceros, sólo hacerlo hacia el archipiélago y tratar de radicarse allí.
Su primer trabajo en la isla fue de lectora fabril. En una pequeña planta procesadora de langostas, durante varias horas, tres días a la semana, desde un improvisado podio, ella seleccionaba y leía a los trabajadores, pequeños cuentos, crónicas y biografías, mientras éstos realizaban su meticulosa y repetitiva labor, similar a los antiguos lectores de tabaquería en el Caribe, con lectura en voz alta y especial entonación, como en las congregaciones y monasterios medievales, tradición de literatura oral extraviada con la imprenta y la producción masiva de libros.
Luego de un largo tiempo y ya aceptada como miembro de la comunidad, logró conseguir empleo en la isla como maestra de escuela y bibliotecaria. Progresivamente, se fue haciendo insustituible por su polivalencia, hasta convertirse, años después, en la mujer orquesta: profesora de música, directora de la coral escolar, barista en el único café y oficina de correos existente, curadora del pequeño museo, concertista invitada de la iglesia St. Joseph, orientadora del club de lectura de los miércoles, luthier artesanal los domingos por la tarde, en fin, llegó a ser la última renacentista, auto desterrada y recluida en el punto más alejado del globo terráqueo, un punto ciego, extraviado, en medio del Atlántico Sur.
Ella vivió, durante muchos años, un feliz destierro en Edimburgo de los Siete Mares. La isla conserva en la actualidad cierta interconexión con el mundo, sin embargo, su aislamiento geográfico siempre la mantiene como un espacio excepcional, distante, casi inaccesible en el mundo.
Por razones no explicadas, Isabella decidió viajar por varias ciudades del mundo a manera de placer, o de despedida. Por tal razón, y gracias a las novedosas redes de comunicación y con ayuda de la oficina postal de la isla, logró dar con mi dirección de correo y me escribió, luego de tantos años. Pensaba, en primer lugar, que nos encontraríamos en Caracas, enterándose luego, que yo me había radicado, desde muchos años atrás, en Nueva York, siendo casualmente éste, el último destino en su recorrido, antes de regresar a casa. De esta manera, coordinamos encontrarnos en Nueva York, varias semanas después.
Finalle
Isabella no tuvo hijos, no quiso tenerlos, sólo adoptó pocos y grandes amigos y a un viejo perro, un Pointer inglés de nombre Frank, quien siempre la acompañó. En algún momento de su viaje a Nueva York me relató que vivía sola con un perro bueno, leal y comprensivo. Muchas veces Frank fue el destinatario de horas de ejecución del saxo, sólo escuchaba pacientemente, y en ocasiones, giraba levemente su cabeza tratando de entender algún segmento de la pieza.
Me convertí en asiduo visitante de un sitio de noticias locales sobre Edimburgo de los Siete Mares, siempre referidas a los eventos silvestres que allí ocurrían: un gato atrapado en un tendido eléctrico, el comportamiento del clima, la despedida de alguien que partiría a estudiar a Londres, Escocia o Ciudad del Cabo, las eventuales visitas de legiones de aves, las excursiones de mantenimiento a la antena satelital. Todo ello, como un antídoto a las noticias que hoy desde acá escucho: ataques terroristas, oleadas de migrantes, desafiantes hambrunas, indolentes dictaduras, hostilidades pre nucleares, virus mundiales y talentos reemplazados por una inteligencia artificiosa.
Un año después de nuestro encuentro en Nueva York, un sábado temprano, mientras desayunaba, pude leer en aquel sitio de noticias locales, el obituario de su defunción. No me sorprendió, quizás lo esperaba. No indicaban las circunstancias ni la causa de su muerte, se limitaban a invitar a los locales a su entierro en el cementerio de la isla, frente al mar.
Por la nota de prensa y otras noticias relacionadas con el funeral, varios días después deduje que, en ocasión de convertirse en ciudadana edimburguesa, había cambiado su nombre legal a Isabella, similar al modelo de aquel viejo Borgward que la trasladó siempre junto al saxofón dorado. Nunca supe si el cambio de nombre obedeció a un homenaje al auto, a la asunción formal de la persona que llegó a ser o la despedida definitiva de la Isabel que nunca fue.
Algunos meses después, recibí un correo electrónico de parte de la oficina de administración general de la isla, solicitándome una dirección postal para enviarme algo que Isabella había dispuesto con anterioridad. Al recibirlo, el bulto contenía el viejo saxofón dorado dentro de su estuche, un disco compacto con su canción llamada Almost Blues y dos libros: las primeras ediciones de Poemas (1917 – 1930) de Vladimir Maiakovski y Capitale de la douleur de Paul Eluard, éste último en francés. Ambos libros tenían su cubierta envuelta en papel blanco, con evidentes señales de uso: vehementes subrayados y notas con afirmaciones, preguntas, conjeturas, acrónimos y silogismos.
Me quedé con los libros, también con el disco compacto, y devolví, a manera de donación a la oficina postal, el hermoso e inmerecido saxofón, destinado a una pequeña escuela de música en Edimburgo de los Siete Mares.