Isabel Palacios llega envuelta en cierta timidez a la sala donde la esperamos (Soledad Mendoza y otros periodistas, tales como Daisy Argotte, Mirna Hernández, Luisa Barroso, Luis Lozada Soucre, Gustavo Tambascio), quizás estremecida por esos nervios que la poseen cuando va a subir el telón. En pocos minutos, ha roto la barrera de la aprensión y es ella la que ahora domina al pequeño auditorio que la rodea. Isabel Palacios es una deliciosa mezcla de seriedad y humor, de presencia altanera y de contorsiones teatrales, de dicción operística y de refranero de plaza de toros. Cuenta, con todos sus detalles, las pláticas y reuniones celebradas en su casa, especie de cenáculo de las artes y las letras, donde convergen dos siglos de historia venezolana, desde María de la Concepción Palacios Sojo y Blanco (la madre del Libertador) hasta Jesús María Herrera Irigoyen, Elisa Elvira Zuloaga, Oscar y Gonzalo Palacios Herrera y la Nena Zuloaga, y que le han suministrado esa carga genética que trasunta en su hablar y en sus gestos. Ciertamente, se trata de un recinto adonde acuden a declamar sus versos, leer párrafos de sus novelas y cuentos, plantear sus ensayos y sorprender con sus retruécanos la flor y nata de nuestra intelectualidad. Y hay que mencionar la presencia de la gran figura del toreo Luis Miguel Dominguín a partir de los años 50 las veces que vino a torear en Venezuela.
Allí, en ese mar de luces, Isabel Palacios bracea desde su infancia. Estamos ante My Fair Lady, ante Lucrecia Borgia o Ana Bolena, ante una geisha. Es un disfraz tras otro. Es la niña que se acercó al piano reservado a su hermana María Fernanda, y ya no lo dejó más nunca. Es la alumna tremenda del colegio Santa María, es la pianista que empieza a cantar a los 20 años, es la de Música Antigua, la de Schola Cantorum, es la directora del Museo del Teclado (que ella convertiría en un museo de cera si pudieran retratarle cada uno de los personajes creados por sus habilidades histriónicas). Es la animadora de un programa de televisión que ostenta muy alta sintonía. Es una bella, talentosa y agradable mujer. Dice:
“Si me hablan a mí de la reunión, o ecuación voz instrumento + artista para señalar las voces femeninas más importantes de Venezuela (la de los años 70 y 80, se entiende), puedo señalar entre las jóvenes a Violeta Alemán. Una voz importante es la de Lotty Ipinza. Una voz no importante, pero una artista excepcional, es Aída Navarro. Aída no tiene esa voz que uno al oírla exclama ‘¡Ah, qué voz le dio Papá Dios!’, pero sí tiene la sabiduría de usar bien su instrumento. Morella Muñoz es un timbre de voz extraordinario, divinamente usado. Y hay cantantes sin voz, como Fedora Alemán, pero con un charm, una elegancia y una delicadeza admirables. Ahora bien, si me piden una cantante que reúna voz, conocimientos, presencia, actuación, me tienen que levantar la exigencia de que sea mujer, porque esa cantante es un hombre, llamado Pedro Liendo. Hay que oír su grabación de Monteverdi, la ‘Lettera Amorosa’, que es la mejor del mundo. Flor García es la voz más bella que ha dado este país. En la Escuela de Música todos se detenían para oírla. Un timbre de voz, unas condiciones naturales, de volumen, de respiración, todo. Lamentablemente, se desinfló después de irse de aquí, a los Estados Unidos, a estudiar. Tal vez extrañó el ambiente, le dio el ‘guayabo’, no sé qué botón falló, pero perdió la confianza en sí misma, y ya no cantó más como antes”.
Se le pregunta: ¿está estancada la ópera?
“Hoy, a una gran artista se le pide demasiado. Antes, el público toleraba que la Salomé fuera una gorda espantosa que luciera ridícula bailando la danza de los siete velos. Eso pasó a la historia. Ese papel hoy lo interpreta una gran cantante como es Hildegarde Behrens, que además de tener la voz perfecta para cantar Salomé tiene también un cuerpo perfecto y, además, ha vivido muchos años en Arabia, y baila la danza del vientre como debe ser. Tenemos el caso de Viórica Cortez, que hace el papel de Carmen no solo cantando, sino tocando las castañuelas como lo haría Conchita Piquer en sus buenos tiempos. Hay que ser un Pavarotti para mantenerse a pesar de su enorme figura. Renata Scotto ha tenido que adelgazar muchísimo para poder mantenerse un poco más en los grandes teatros. Desde María Callas para acá comenzó una suerte de revolución. Ella dijo: ‘Dejen de agarrase las manos con un pañuelito y lanzar agudos, y vamos a actuar’”.
Sus estudios musicales los realizó en la Escuela de Música Juan Manuel Olivares, y egresó en 1967. Los estudios de postgrado los realizó en la Guildhall Music of Music and Drama en Londres y siguió con sus estudios superiores de canto y cursos de perfeccionamiento de canto en Europa. Es oportuno acotar que ha realizado cursos magistrales de interpretación en música medieval, renacentista y barroca. Se le pregunta si es sólida la formación de un cantante en este país:
“En Venezuela, la formación completa de los cantantes es imposible. Cuando me fui a Londres y me di cuenta de cómo se estudiaba allá, me entró una especie de depresión, de desánimo por lo que no había estudiado antes. Aquí, apenas se daba una hora semanal de canto. Hay falta de maestros. Las bases técnicas (articulación, respiración, etc.) las vine a aprender un poco tarde, en Londres. Por eso, casi todos los cantantes estamos frustrados”.
¿Cuál es el futuro de Isabel?
“Mi voz es pequeña, de bello timbre, de tesitura de contralto, color de mezzo, no dramática, cuasi coloratura y muy impertinente. Me veo dentro de diez años en una escuela de canto, aprendiendo, pero ante todo dirigiendo un departamento de canto, viendo surgir los cantantes y, al mismo tiempo, trabajando dentro de la música barroca, montando óperas barrocas”.
Desde el local modesto de la antigua Escuela de Enfermeras de Sebucán, en Caracas, hasta los reputados teatros de Madrid y Londres ha dirigido los afamados conciertos de la Camerata Renacentista de Caracas, grabados en varias colecciones de CD galardonados con numerosos premios.