Por MIGUEL GOMES
Francisco Rivera nació y falleció en Caracas. Después de estudiar literatura comparada y enseñar lenguas romances y germánicas en los Estados Unidos, particularmente en Berkeley (1954-1963), volvió a Venezuela en 1970. Desde 1973, incorporado como profesor a la Escuela de Letras de la Universidad Central, se granjeó un merecido prestigio por sus traducciones de títulos claves de teoría literaria y lingüística, entre los que se cuentan Razones de la nueva crítica de Serge Doubrovsky (Monte Ávila, 1974), Lawrence, novelista de F.R. Leavis (Barral, 1974), La escritura y la experiencia de los límites de Phillipe Sollers (Monte Ávila, 1976), Lenguas en contacto de Uriel Weinreich (UCV, 1976) y La angustia de las influencias de Harold Bloom (Monte Ávila, 1977). Pronto se dio a conocer también como traductor de poesía con Cien poemas de C.P. Cavafy (Monte Ávila, 1978) y volúmenes que han divulgado en español al francoescocés Kenneth White (Tierra de diamante, Fundarte, 1982) y al portugués Eugénio de Andrade (Blanco en lo blanco, Fundarte, 1987). A ello se agregó una versión de La obra maestra desconocida de Balzac (Monte Ávila, 1991). La vertiente fundamental de su producción, la ensayística, se inició con colaboraciones esporádicas en diversos diarios y revistas a partir de 1971 —El Nacional, Summa, Imagen, Revista Nacional de Cultura—, que desde 1979, en El Universal, serían regulares y se sostendrían durante casi tres lustros, en la época en que Sofía Imber dirigía las Páginas Culturales. A ello se añadiría la participación ocasional en revistas que circulaban a lo largo del mundo hispánico, como Quimera y Cuadernos Hispanoamericanos, y más asiduamente en la colombiana Eco, dirigida por Juan Gustavo Cobo Borda, y la mexicana Vuelta, dirigida por Octavio Paz. Algunos de esos escritos se compilaron con inéditos extensos en una serie de volúmenes: Inscripciones (Fundarte, 1981), Ulises y el laberinto (Fundarte, 1983; Premio Municipal de Ensayo), Entre el silencio y la palabra (Monte Ávila, 1986), La muerte de los dioses (Pen Club, 1990) y La búsqueda sin fin (Monte Ávila, 1993). Ganó asimismo el Premio de Novela Miguel Otero Silva con Voces al atardecer (Planeta, 1990), su única incursión en la narrativa y, ciertamente, digna de memoria si queremos captar la ductilidad del género en la Venezuela del período.
Rivera fue apreciado más allá de las fronteras venezolanas por un grupo excepcional de lectores. “Uno de los mejores críticos jóvenes de nuestra lengua” lo consideraba Octavio Paz ya en 1980 (Memorias y palabras, Barcelona: Seix Barral, 1999, p. 209); José Miguel Oviedo lo destacó junto a Guillermo Sucre como los dos ensayistas venezolanos más valiosos de la segunda mitad del siglo XX (Breve historia del ensayo hispanoamericano, Madrid: Alianza, 1991, pp. 142-143); José Emilio Pacheco, después, subrayaría su sitial como crítico (“Para Eugenio Montejo, en voz de sus heterónimos”, Ulrika: Revista de Poesía, núm. 42-43, 2010, p. 38). En Venezuela sus comentaristas o antólogos tampoco escasearon, y entre ellos cabe mencionar a Juan Liscano, María Fernanda Palacios, Óscar Rodríguez Ortiz, Elvira Macht de Vera y Rafael Arráiz Lucca.
Los ensayos de Rivera llaman la atención, ante todo, por la suprema elegancia de la prosa, que en innumerables oportunidades abandona los dominios de la sola comunicación para internarse en el territorio de lo creador. No es accidental que ello ocurra, puesto que sus reflexiones sobre el ensayismo enuncian una poética donde se les da cabida a ambos lenguajes. Véase lo que sugiere “De ensayos y fragmentos”, trabajo de principios de los años ochenta recogido en La búsqueda sin fin:
“Montaigne se daba cuenta de que el nuevo género se caracterizaba por su gran libertad. Bacon, que era filósofo y científico a la vez y tenía una preparación filosófica y científica mucho más amplia y sistemática que la de Montaigne, concibió en un momento dado de su evolución intelectual que, entre el estricto y riguroso método demostrativo del tratado filosófico y la vía experimental y probatoria de la presentación científica, se le ofrecía al escritor a secas, al aficionado, pero también, claro está, a los filósofos y a los científicos profesionales, un tercer camino: el que podía ir abriendo un texto serpenteante y múltiple, ondoyant et divers, que podía permitirse el lujo de transitar entre las dos primeras vías, la de una escritura que podía deleitarse en una circulación ambigua y sacar provecho de ella. No sería aventurado afirmar, por lo tanto, que el ensayo, género híbrido por excelencia, centauro de los géneros, como creo recordar que lo llamó Alfonso Reyes, nace de ese deseo, tan humano, de poder servir a dos amos, como dicen los italianos, o, como reza nuestro refrán, de poder estar en misa y repicando”.
No ha de soslayarse la plena conciencia de que las tácticas expresivas del ensayo divergen de las del tratado si nos esforzamos en entender la peculiar manera como el crítico que elige escribir en la estela montaigniana evita la sistematicidad de la ciencia sin abstenerse de practicar la crítica. Ello lo consigue poniendo a la intuición en compañía de la razón para recategorizarlas como intuición y razón verbales, cuya autoridad deriva de la destreza ejercida por el hablante sobre la forma o, en otras palabras, una autoridad intelectual indeslindable de una artística —llámese dicha simultaneidad servicio a dos amos o se mitologice, como prefirió, en efecto, hacerlo Alfonso Reyes, dato que el Rivera “crítico” conocía a la perfección, pero que su personaje de ensayista finge casi olvidar para que el frío apego a la verdad científica no reste a sus ponderaciones una cálida humanidad, que se regodea en sus dudas e imperfecciones—. Lo primordial, con todo, es la presencia en esta poética de un doble compromiso, tanto con el saber como con el lenguaje, y Rivera, en la pieza que acabo de citar, coincide con Roland Barthes en retratar al ensayista como escribano y escritor a la vez, lo cual lo distingue, por una parte, de los críticos institucionales —profesores, investigadores, académicos— y, por otra, de los creadores “a secas” —poetas, narradores, dramaturgos—.
Esa pluralidad raigal la materializa Rivera en la perseverante indeterminación que sus textos exhiben en el plano inventivo, el dispositivo y el elocutivo. Una de sus definiciones del ensayo apunta a su proteísmo: “pensar, narrar y, mientras se narra, hacer poesía, Dichtung” (en “Kenneth White y la posmodernidad”, La búsqueda sin fin). Porque en la escritura de Rivera la forma no es un trámite o un vehículo, sino una meta en sí que coexiste con las tesis defendidas. Estamos ante un repertorio de estrategias para salir de la literatura y entrar en ella, pero, en sustancia, estrategias para trazar un espacio liminar, un umbral del decir lo bastante distanciado como para entender el objeto que se sopesa y, a la vez, lo bastante cercano como para no serle ajeno. Barnett Newman, en alguna ocasión, descartó con sentido del humor la probabilidad de que un pájaro cultivase la ornitología —Aesthetics is for the artist as ornithology is for the birds—: el ensayista cuyo tema es la literatura deviene esa compleja criatura. No es de extrañar, por ende, que, junto a las que adoptan el ropaje convencional de la reseña, otras páginas de Rivera se vistan de epístola —“Carta a un amigo sobre la crítica”—, colección de fragmentos —“Entre el silencio y la palabra”—, fragmentos tomados de un hipotético diario —“Conversaciones de taller”—, entrevista periodística —“Entrevista imaginaria: siete días con Jorge Luis Borges”—, biografía —“Malcolm Lowry: el eterno adolescente”—, autobiografía —“De libros y bibliotecas”— y un tipo de relato calificable de “erudito”, pero no por la primacía de lo argumentativo, puesto que las indagaciones se difuminan en el enigma y nos conducen a un orbe más afectivo que racional: aludo a esa obra maestra que es “Variaciones sobre el libro” (Inscripciones). De imposible resumen, sus asuntos son la otredad, la dualidad del sujeto letrado, la literatura que se permite cavilar y delirar; nada hay tan desconcertante y osado en la historia del ensayismo venezolano. Lo que presenciamos con el pretexto de una pesadilla, para decirlo con los teólogos, es una coincidentia oppositorum, aunque la antesala nos sitúe en una meditación estética y psicológica. El artista ideal que sutilmente se postula está dotado de carne y espíritu; es un ser en que los contrarios conviven. Algunos pasajes glosan las teorías de Otto Rank sobre el doble, las de Mircea Eliade sobre el andrógino —el ser humano “total”— y cómo esas propuestas complementan el pensamiento de Carl Gustav Jung, donde se nos conmina a “integrar” los contenidos de la psique repudiados o en conflicto. Si el discurso intelectual de “Variaciones sobre el libro” arroja esas alusiones sucintas para que reconstruyamos argumentos, el discurso narrativo crea un segundo personaje que se reúne con el yo ensayístico: “un amigo con quien me había comprometido a leer unas pruebas de imprenta”. Este amigo dramatizará la otredad para plantear la cuestión del libro y de la obra; es él, “poeta”, quien le refiere al protagonista el apólogo oriental que preserva misteriosamente la clave del ensayo, en la que desempeña un papel crucial la fusión de los individuos en un ente impreciso:
“El apólogo de To Chan y Log T’an dice así: To Chan va a consultar a Long T’an y se queda conversando con él hasta la medianoche. Entonces Long T’an le dice: “Es tarde; ¿por qué no se va a su casa?”. To Chan abre la puerta y sale, pero regresa inmediatamente diciendo: “Está muy oscuro allá afuera”. Long T’an enciende una vela para prestársela; pero, cuando To Chan la toma en sus manos, Long T’an la apaga. Las tinieblas los envuelven repentinamente y, también repentinamente, el Despertar se produce en To’Chan. Este se inclina. Las bruscas tinieblas lo han ayudado a comprender la acción de Long T’an”.
Mención aparte en la carrera de Rivera como ensayista la exige su último libro, La búsqueda sin fin, con el cual, sin saberlo, y demasiados años antes de su deceso, estaba despidiéndose de la escritura. El conjunto es una suma importante, puesto que en él confluyen algunas de las primeras publicaciones en la prensa; varias lecturas para entonces recientes de autores venezolanos; íntegramente su título anterior, de reducida tirada, La muerte de los dioses; así como varios de sus prólogos como traductor. La búsqueda sin fin destaca, además, por revelar la conciencia que tenía Rivera de la evolución espiritual finisecular. Repárese en que, en la nueva versión del ensayo sobre Kenneth White aquí recogida, el término original de su versión como prólogo, posvanguardia, cuyo referente esencial es el campo literario, ha sido sustituido por posmodernidad, que indica un referente menos restringido. No me parece desacertado afirmar que la voz ensayística, que se había dedicado a la literatura en sus inicios y había pasado con varias de las piezas de Entre el silencio y la palabra al terreno de la psicología del arte, en La búsqueda sin fin se constela como la de un filósofo de la cultura. Revisitando la obra de Cavafy lo veremos, por ejemplo, condensar aptamente la índole de la crisis a la que el hombre del siglo XX y XXI se enfrenta:
“Nietzsche había anunciado la muerte de Dios y de los dioses, invitándonos a seguir la vía de un nihilismo que […] ha traído como consecuencia gigantescos desastres ecológicos. Nietzsche no alcanzó a ver más lejos, pues su locura se lo impidió. Tampoco es justo pedirle, a fines del siglo pasado, cuando Freud, imbuido de un positivismo particularmente intransigente y dogmático, apenas empezaba a formular su teoría del inconsciente, que diera un paso más hacia delante y comprendiera que el dinamismo psíquico que llevaba a los griegos antiguos a venerar a sus dioses no está muerto, sino simplemente reprimido por dos mil años de evolución del ego patriarcal. La secularización de la naturaleza, la racionalización de las divinidades, nos han conducido […] a la secularización de la materia. El resultado ha sido la satanización del placer y la divinización del trabajo y el éxito”.
La falta de religiosidad —en ese amplio sentido: impulso de comunión psíquica, asimilación de lo disperso o lo relegado en la sombra por el individuo o la colectividad— no solo se percibe a gran escala en la sociedad y su problemática relación con la tierra o las ansias de trascendencia, sino también en lo estrictamente personal. Como lo señala otro ensayo de La búsqueda sin fin, “Amor romántico y compromiso humano”:
“Lo que busca Tristán en su amor a Iseo, lo que nosotros buscamos en el amor romántico, no es el amor humano o las relaciones humanas, sino una experiencia religiosa, una visión de lo integral, de lo no dividido […]. Cuando un ser humano se convierte en objeto de adoración para otro, este ha adoptado una actitud religiosa con respecto a aquel”.
Con esta conmovida inquisición en la naturaleza del hombre y la realidad que su alma engendra culminó la trayectoria ensayística de Francisco Rivera. Por todo lo aquí expuesto, puede observarse que en ella el arte (en particular, el literario), la exploración de la psique y los desafíos éticos y gnoseológicos de nuestra época son estaciones de un mismo itinerario. En dicha ruta la literatura constituye un quehacer inseparable de una ética empeñada en conquistar una existencia total admitiendo las necesidades profundas del inconsciente.
Creo que una visión de ese sistema de valores, no obstante, permanecerá incompleta si se omite al Rivera novelista, lo cual, lamentablemente, ha sucedido: la crítica de los años noventa no estuvo a la altura de los aportes de Voces al atardecer a la narrativa nacional, dejando pasar sin mayor discusión un título notable. Dos razones me mueven a aseverar lo anterior. La primera, la novela de Rivera anuncia un filón temático ―vigoroso hacia 1900, luego borrado por el regionalismo― que se robustecerá en el siglo XXI: la vida artística como objeto privilegiado de la ficción ―piénsese en la resonancia actual de Óscar Marcano, Juan Carlos Méndez Guédez, Rodrigo Blanco Calderón o Camilo Pino―. La segunda, que la trama construye un inesperado puente entre fabulación e ideas sin recaer en el hábito latinoamericano de lo doctrinal. El vínculo se consigue anclando lo perceptible como disquisición en las inquietudes íntimas de personajes bien concebidos, psicológicamente verosímiles, que logran convencernos de que sus experiencias, por más viscerales que sean, no se disocian de las abstracciones. El interés del Rivera ensayista en artistas autodestructivos o al borde de la psicosis ―Malcolm Lowry, Thomas De Quincey, Fernando Pessoa, Franz Kafka― se complementa, en su faceta de narrador, con una galería de seres limítrofes atrapados en un mundo de refinamiento y paradójica turbiedad. Pedro Salazar y Mauricio Filkenstain, viejos amigos que son ahora paciente y psicoterapeuta, reconstruyen, junto con Mariana, la mujer de Pedro, historias de pintores, músicos y escritores que en el laberinto de la inmadurez o el narcisismo se persiguen a sí mismos. Unos perecen en el camino, mientras que otros sobreviven confrontando la fluidez del inconsciente, exento de polaridades. Pedro Salazar se forja un código propio de conducta en soledad, atendiendo no a las voces del exterior (el chisme, la cizaña de los corrillos, las urgencias del éxito), sino a las del interior (el sueño, los afectos, el llamado del Eros).
La afinidad de estos motivos con los balzaquianos, los proustianos o, incluso, con los que José Bianco manejó en La pérdida del reino dejan en claro que Rivera no se proponía una ruptura con ciertas zonas de la tradición literaria que sabemos que admiraba. Su indiferencia ante la innovación estentórea es, de por sí, una señal de consistencia estética, ya que la puerilidad psíquica ―proclive al culto de lo nuevo por lo nuevo― se manifiesta en los eventos narrados como uno de los grandes riesgos para el artista, que a veces no retorna a la más prosaica y humana realidad luego de los instantes de abandono creador en los cuales se endiosa. Cuando, hacia el desenlace, Pedro “como si tuviera alrededor de su cara una luz crepuscular […], como de alguien que ha salido de mares profundos”, da con la solución para uno de sus cuentos, nos percatamos de una especie de salvación a través de la inmersión en el pasado y las tinieblas del alma. El silencio sepulcral del músico Bela Márquez, tras renegar de su cuerpo, y la muerte del pintor Aurelio Rivas Palacios, destruido por el alcohol, son las otras alternativas, funestas. El atardecer, encuentro de día y noche, es el momento de las convergencias: el mal existe y está en el rechazo de la diversidad que el ser humano alberga, en la posesión de la totalidad psíquica por solo uno de sus sectores. La novela, así pues, nos remite a esa aspiración que en sus ensayos Rivera ha esbozado: la de las integraciones “religiosas”, tanto en la acepción original que Servio, Lactancio y Agustín de Hipona conjeturaron para el vocablo “religión” ―religare: ‘vincular’― como en sus proyecciones psicológico-culturales de acuerdo con La muerte de los dioses y La búsqueda sin fin.
No se tema, sin embargo, que Voces al atardecer obedezca a patrones ensayísticos. Rivera no ignoraba que debía vadear ese potencial escollo. Valioso es lo que nos explica Inscripciones para caracterizar La consagración de la primavera de Alejo Carpentier como narración fallida:
Hay novelas que se apoderan del lector porque lo hacen entrever, a través de una cuidadosamente fabricada red de símbolos y figuras, las obsesiones y los mitos personales e impersonales que nutren la producción textual de un autor determinado. Hay otras, por el contrario, que desgraciadamente aburren al lector al darle la clara impresión de ser “novelizaciones” […] de un material que debería recibir otro tipo de tratamiento: periodismo, memorias o ensayo. Esto no quiere decir que los ensayos de un Montaigne o un Huxley me parezcan menos dignos de consideración que las novelas de un Balzac o de un Beckett. Lo que quiere decir […] es que tiene que haber […] una diferencia […] entre la exposición de una teoría […] y la elaboración de un texto imaginativo.
¿Qué “aburre” en el caso de La consagración?: la “excesiva discursividad ensayística”, la “incapacidad para escribir diálogos”, el “despliegue no estructural de referencias eruditas y seudoeruditas” y el “moralismo”. Lo último es ostensible en la dependencia de los seres de ficción con respecto a Carpentier, lo que se ve “en los supuestos monólogos de Vera y Enrique, los cuales se apartan de todo realismo por dos razones: primero, porque ambos personajes narradores se expresan exactamente igual (es decir, ‘hablan’ como el autor), y segundo, porque ni ellos ni el narrador omnisciente que se esconde detrás han comprendido […] que existe una enorme diferencia estilística entre ‘lo hablado’ y ‘lo escrito”.
Voces al atardecer evita esos defectos. Aunque los dilemas que asedian a sus personajes no dejan de ser familiares para los lectores del Rivera ensayista, no será el novelista quien los proponga y analice. Los seres de ficción actúan desde sus circunstancias; reaccionan a ellas de modos diversos, pero, sobre todo, lo harán fieles a sus propias perspectivas. Si en el ensayo domina un punto de vista, el del enunciante que expone su opinión al examinar la de los demás, la novela diseña sucesivos centros de dispersión, locutores múltiples que brotan unos de otros manteniendo autonomía de entendimiento y dicción. Los personajes y narradores se comportan de una manera distinta de su autor, hablan idiosincrásicamente y esa verbalidad los identifica. Los puntos de vista del doctor Finkelstain o sus amigos Pedro y Mariana, de hecho, resultan distinguibles entre sí, no menos que sus idiolectos y los de los personajes inscritos en la memoria de esos tres narradores principales. Los nuevos ricos caraqueños de los años setenta y ochenta, por su parte, se debaten realistamente entre un español pomposo y la influencia del inglés atomizado de los mass media. Junto a esas variedades lingüísticas verificamos las esperables en la Caracas de la segunda mitad del siglo XX. El estilo indirecto libre imbrica unos y otros registros. Aun los personajes los perciben o problematizan. Conciencia del lenguaje que es, a su vez, conciencia de cómo la subjetividad se configura en él: repárese en que el título Voces al atardecer nos orienta en esa dirección.
Tengo para mí que estos parcos renglones no bastan para hacerle justicia a la riqueza del legado literario que hemos recibido de Francisco Rivera. Ante todo, no debemos olvidar su anhelo de lucidez, su rechazo de las prisiones que suponen la adoración exclusiva de los virtuosismos del artista o los gremialismos del crítico. A los procesos de integración psicológica por él evocados en el ensayo o en la narrativa responden integraciones que operan en el plano del lenguaje y en el de una cosmovisión que, pacientemente, se construye de un escrito a otro hasta otorgar una inconfundible coherencia al sujeto que se expresa desde el mirador de sus creencias o que aprende a disolverlas en los actos miméticos de la ficción. Esa complejidad lo hace merecedor de que lo recuperemos en los tiempos que corren, en tantos sentidos difíciles, pródigos en divisiones y desintegraciones, asaltados, acaso más que ayer, por los espectros de un pensamiento unilateral.