Papel Literario

La imagen poética y el relato de un aprendizaje

por El Nacional El Nacional

I

Si alguna virtud tengo como lector y profesor confieso que se la debo a dos escritores fundamentales: Lezama y Virginia Woolf. Ambos me brindaban –y continúan haciéndolo– una serie de nociones e imágenes de la vida que iban a contramano de lo que aprendía en las aulas. No quisiera sucumbir en viejas oposiciones románticas, pero mientras asimilaba una cantidad de conceptos digamos relativos al pensamiento racionalista, analítico e interpretativo, en los cuales aún creo, las voces de estos autores las desmontaban, haciéndolas a veces impracticables en el trasfondo de mi experiencia cotidiana como lector y, hoy, como profesor.

En Lezama puedo más o menos ubicar, simultáneamente, tanto los nudos de mi formación empírica y académica, digámoslo así, como los grandes temas, imágenes, nociones, conceptos de la literatura latinoamericana; es decir, nuestros complejos históricos, sociales, políticos, culturales, personales y colectivos. La primera vez que lo leí fue en un curso, justamente en las aulas. Fue una suerte porque empezamos por Paradiso; a pesar de sus dificultades, me facilitó luego el acercamiento a su poesía; por otra parte, no sé si Lezama sea frecuentemente abordado al margen de una situación de “estudios”, o sea, de dedicación y vocación.

II

Me dejé llevar por lo barroco, la exuberancia y, digámoslo de una vez, por lo mágico; me dejé arrastrar por la expresión de Lezama, lo cual creo, es la mejor manera de leerlo. Lo que me atrapó, y me sigue sometiendo cuando releo Paradiso, es las historias de familia. Aún hoy, lo que me encantaba de la lectura eran las historias de abuelas, madres, padres y tíos, todos, créanme, igual a los nuestros. Detrás de las frases y citas cultas, trágicas, shakespearianas y hasta orientales que Lezama ponía en las bocas de estas abuelas sabias, astutas, heroicas, trágicas, religiosas, hablachentas, tiernas, sentimentales, buenas cocineras, pero pragmáticas, duras y medio arpías; podía escuchar a mis propias abuelas y tías, mi historia familiar desenredándose y enrollándose en innumerables chismes, relatos de origen, de frases y palabras, frustraciones, amores, todos ellos en la ronda de la enfermedad y la muerte pero en un escenario antitrágico espléndidamente criollo: casas, cocinas, comidas y parrandas.

Lezama, en esa historia de familia que es su libro, me mostraba algo muy entrañable para nosotros los caribeños: siempre estamos vestidos para la fiesta, cargamos a la vez y muy cerca el traje de luto, como si en el seno de la algarabía se anunciara ya la pobreza, la desdicha, el accidente, la tragedia, el balazo que provoca la ausencia de algo o de alguien y que, desde ya, estaba como buscándolo.

III

Puede que los textos de Lezama Lima estén lacrados, pero él mismo nos sugiere si no cómo abrirlos, sí cómo pensarlos, porque viéndolo bien esto último es mucho más importante que “abrirlos”. Su hermetismo es de otra índole. No es de raíz vanguardista. Tampoco es experimentalista. La única manera que Lezama sabe de reflexionar, en el sentido más original y fundamental de la palabra, es mediante el hermetismo o la oscuridad. Y esto constituye la cifra primaria de su escritura y de lo que podríamos llamar el conocimiento poético, o el logos de la imagen. Para comprender el sentido de su hermetismo debemos atender a su concepción de la imagen poética, ella condensa toda la órbita de su pensamiento y determina, condiciona y vuelve “ser y cuerpo” a las cosas. Tal vez podamos afirmar que, para Lezama, las cosas, al margen de la imagen, serían pura metafísica.

IV

Todo Paradiso no es sino la historia de la formación familiar, criolla, verbal, de la imagen poética, encarnada, en el sentido barroco de la palabra, en José Cemí. Cemí, no lo olvidemos, viene de Zemí, que quiere decir en taíno imagen. El capítulo III de la novela revela el vínculo de la imagen y la palabra desde la perspectiva de Lezama Lima. Se nos narra allí una historia banal de “frases”, las cuales en verdad dibujan el trasfondo verbal de la familia. La frase, simple, “A escene in Pompeya”, no solamente nos expresa todo el mundo cultural criollo, mimético en relación a las lenguas y las culturas modernas y metropolitanas, en este caso anglosajona, sino que además sirve para comprender el sentido de la imagen en la obra de Lezama. Las frases pueden estar encadenadas a su tarea representativa. Aquí la imagen es tradicional e imitativa. Debido a la ausencia de un ejercicio inventivo, ella remite a lo obvio. Asociada al hastío, la imagen aquí nos devuelve un reflejo fatigado de la realidad. No obstante, esta imagen cansada, petrificadora de hábitos, tiene un poder de invocación. Y a partir de aquí, de esta conciencia de su poder o estadio invocatorio, emerge la imagen propiamente poética: “Dice o canta algo que no tiene relación”. Es un llamamiento “gracioso” semejante al de un “instrumento musical”. Su dominio es rítmico y se desprende de su espacialidad primera. Pero su origen es doméstico, en este caso una simple frase familiar, dice mucho más por todo lo que deja de decir.

No olvidemos que Paradiso pone en escena, entre otras cosas, los medios expresivos y simbólicos para “desacatar”, en todos los niveles de la vida, el reordenamiento neoimperial de la cultura y la política norteamericana en los tiempos de Machado y Batista, cuyos regímenes legitimaron dicho ordenamiento en Cuba. Así, en la novela, frente a la cultura protestante y burguesa de Mr. Squabs se opone la cultura criolla y católica de Augusta. Una se apoya en la voluntad pragmática, cimiento del capitalismo, según Weber; la otra se apoya en los misterios de la voluntad, en su dimensión “hipertélica”, o lo que es lo mismo, en la desmesurada lejanía de su finalidad: “La voluntad es también misteriosa, cuando ya no vemos sus fines es cuando se hace para nosotros creadora y poética”, afirma Augusta, la gran madre, la abuela sabia de toda la novela.

V

La imagen en Lezama Lima está conectada con otro pensamiento suyo fundamental: la “sobrenaturaleza”. En el mismo tercer capítulo de Paradiso podemos asistir a un pasaje, interminable, prueba de fuego para el lector: “el tres –sostiene Lezama– puede ser testimonio o ausencia”. Aquí hallamos probablemente el episodio más oscuro de toda la novela. El lector puede percibirlo como el testimonio de algo que aún ignora pero que es lo primero en llegar, como la mano oscura, ausente, de la noche de la cual nos habla en Confluencias. El episodio en cuestión puede ser llamado “la zambra lenta”. Desde el punto de vista de la representación mimética, referencial, es una parranda con visos de rumba en una finca. El pasaje es pluvioso, fluvial y pleno de follaje: una mujer canta boleros, y unos borrachitos rasgan una guitarra y otros instrumentos musicales, mientras un sirviente chino los observa con recelo. Todo termina, como buena parranda suburbana o pueblerina, sobre todo en El Caribe, en golpes. Pero esto no es sino el germen, la invocación, como decíamos antes, de otra cosa: de un espacio y un tiempo ausentes que han germinado de la “irrealización” de la naturaleza anterior.

Ante la pérdida de la naturaleza en el mundo moderno, sugiere Lezama, emerge la imagen en el lugar de la naturaleza ausente o perdida. La imagen no imita a la naturaleza, la recrea o funda, y esa fundación es la sobrenaturaleza. Él lo dice mejor: “Es un espacio desconocido y un tiempo errante que no se aposenta sobre la tierra. Sin embargo, paseamos en ese aquí y transcurrimos en ese ahora, y logramos reconstruir una imagen. Es la sobrenaturaleza”. Tal vez sea esto lo que otros poetas y filósofos han llamado lo inefable, lo sagrado, lo mítico: algo que es pero que no está. O mejor al revés: algo que está allí, inesperado, pero cuyo ser aún demora ignorado. Tratar de entender, imagen por imagen, la “zambra lenta” de Paradiso, creo que es imposible. Este pasaje me enseñó, y fragmentariamente, que el verdadero sentido de la imagen poética emerge luego, que lo recolectamos, como dice el versículo de San Mateo citado por el propio Lezama en Paradiso, donde no habíamos esparcido. Me enseñó además que, si estoy comprendiendo bien su idea de la sobrenaturaleza, debemos entonces otorgar a Lezama el poder de lo concreto, por eso aludía en él a la ausencia de una metafísica. Pues esa sobrenaturaleza, creo, es un reino, enmascarado o transparente, hermético o luminoso, y no una abstracción. Es un no territorio pleno de formas visibles, carnales pero desconocidas.

VI

A manera de conclusión, surge a modo de pregunta sin respuesta, el aprendizaje actual; y confieso que es, para mí, el más delicado, pues hablo desde el “ahora” mío. No termino de explicarme por qué a pesar de que Lezama goce de prestigio entre grandes poetas y humanistas, no sea leído por la crítica cultural al menos latinoamericana, relegándolo así a ser solamente un autor de cofradía, de club sofisticado que comparte su oscuridad y misterios. Una vez más nos dejamos llevar por lo más obvio; en este caso el hermetismo, la oscuridad de su lectura. Pero, ¿acaso hay un autor como Lezama para ver la puesta en escena de una serie de problemas que la crítica cultural considera exclusivos de los discursos de las últimas dos décadas? Por ejemplo, el desmontaje de los valores tradicionales, de los llamados grandes relatos historicistas y logocéntricos que llevan a cabo las prácticas críticas contemporáneas, ¿no lo hallamos un poco antes en los escritos de Lezama, en su espíritu irónico, crítico, nómada, intransitivo, antibinario, plural, “desterritorializador”? A despecho de su hipercultura, ¿no podemos leer en los modos salvajes y rudos de apropiársela una metáfora de la oralidad plutónica caribeña, incluso como una confrontación de la gran cultura occidental heredada?

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Fragmentos de un trabajo leído en la Escuela de Letras de la UCV, en 1999, también como parte de un homenaje a José Lezama Lima.