Papel Literario

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Por DANIELA ALCÍVAR BELLOLIO

“Son pocos quienes lo saben y lo sabrán. Te cuento porque conozco tu relación especial con el Río de la Plata y Buenos Aires o Rosario, y para que agregues esto a tu lista imaginaria de vericuetos de la añoranza”.

Este es un fragmento de una carta que me escribió Sergio hace un par de años. La confidencia me la guardo, porque guardarle un secreto a Chejfec ahora me hace sentirlo cerca, aunque el secreto, por chejfequiano, sea leve y nada épico. De una verdad, como escribió en el prólogo de su novela Cinco, de un estatuto puramente sentimental. Durante diez años estudié su obra y ahí aprendí algo como la humildad, algo como la modestia en sentido extramoral. Luego tuve la suerte de que quisiera hacerse mi amigo y de coincidir con él en distintos momentos y lugares. La última vez fue en diciembre del año pasado, en Buenos Aires, en la cafetería de la librería Eterna Cadencia, donde me regaló sus dos últimos libros. Me dijo que estaba trabajando con una nueva novela. Me habló por largo rato de una escena de mi novela, Siberia, que le gustó especialmente, una en la que se narra el rescate de un perro llamado Gustavo. Yo lo escuchaba sin poder dejar de asombrarme de su generosidad inmensa, de su exterioridad como respecto a todo cálculo y de mi buena suerte. Y tuve la suerte también de recibir sus cartas (siempre tituladas “mensaje”), con confidencias anodinas, hechas para ramificar los vericuetos de la añoranza. Era cariñoso, generosísimo, abierto, sensible, cercano, discreto. Lo quise mucho. Nos hicimos amigos una tarde en Bogotá, en 2018. Yo me eché a llorar sin poder contenerme porque estaba por cumplirse un año del nacimiento de mi hijo y algo en nuestra charla me obligó a mencionarlo contra mis planes. Mi hijo llevaba casi un año de nacido y también de muerto. Él no lo sabía y no dijo una palabra, pero su compañía fue serena y firme, y desde entonces nunca dejamos de charlar. Sus personajes femeninos son de lo mejor que existe: verdaderos, complejos, dignos. Recuerdo a las mujeres que venden repasadores en Mis dos mundos para solventar la crisis económica: dignas, discretas en la precariedad. Y a la narradora protagonista de El llamado de la especie, esa viajera crónica que elabora la inconclusión de su amor por su vecina a través de la distancia y la migración. Y a Delia, la niña obrera, habitante de los umbrales, siempre al borde de la detención, soberanamente silenciosa, tragada por la boca del lobo junto a su hijo después de la violación del abyecto escritor-narrador de Boca de lobo. Y también a Rafaela Baroni, la artista venezolana talladora de santos, curandera y clarividente que interpreta dos veces al año su propia muerte. Pocas veces he encontrado en un narrador hombre la suma delicadeza, la discreción, una vez más, la modestia que caracterizan la escritura de Sergio Chejfec en general, y su escritura de personajes femeninos en particular. Algo de esa delicadeza y de esa sensibilidad eran visibles también en su modo de conversar, en los silencios que sabía guardar y que a veces establecía en medio de una charla, como pausas serenas en medio de una profusión de preguntas y observaciones que siempre hacían sentir a su interlocutor que de su parte existía un interés genuino, un auténtico cariño que conducía los encuentros.

De él —de su escritura— aprendí que hay que darle todo el espacio necesario a los vericuetos del pensamiento que se ramifica, y sigo aprendiendo lo que es una ética de escritura refractaria a las lógicas nefastas del mercado, de las modas, de las imposturas, de los dogmas y del poder. Fue un ensayista de otro mundo también: hacía suya, siempre, la máxima de Montaigne, la máxima ensayística por excelencia: “Voy inquiriendo e ignorando”. Chejfec sabía ignorar escribiendo, escribir la ignorancia convertida en curiosidad, no por las respuestas o los resultados, sino por el camino abstruso —palabra suya— del pensar, por las vías misteriosas e inesperadas que podía tomar el lenguaje cuando se disponía a extraviarse, a dejarse perder en la distracción, en la contemplación, en la exploración o en el naufragio del hilo argumentativo. En ese sentido, era siempre un ensayista, también cuando escribía novelas o relatos: las cosignas à la mode de lo híbrido, lo fragmentario y lo post-autónomo, Chejfec empezó a experimentarlas a su modo, es decir de forma discreta y modesta, en novelas tan raras como Lenta biografía, Cinco o Los incompletos, en las que cualquier delimitación rígida entre géneros queda obsoleta no porque esté transgredida sino porque desaparece como si nunca hubiera existido. En esos y tantos otros textos suyos, la transgresión no tiene cabida porque el objeto de la rebelión ha desaparecido hace ya tanto tiempo que es imposible recuperarlo, recuperar incluso cualquier rastro suyo. Como en su novela Los planetas, el olvido constituye un mapa de huellas que persisten en el espacio formando un impenetrable mapa de rastros y señales, pero aquello que les dio origen, aquello a lo que supuestamente deberían remitir, ha desaparecido irremediablemente. Quedan solo las emanaciones de esos objetos para siempre perdidos, viajando y afectando de modo azaroso a algunos cuerpos distraídos, algunos seres errantes, con su luminosidad diáfana y misteriosa.

Recuerdo ahora: con mi amigo Matías Piñeiro, inmenso cineasta argentino, a mediados del año pasado, frente al mar en Ayangue, una pequeña playa de la costa ecuatoriana, durante una mañana fría y nublada, conversábamos sobre las angustias que produce escribir o filmar hoy si uno pretende medirse según los parámetros del éxito y la visibilidad. Casi al mismo tiempo nos acordamos de Sergio, que era nuestro amigo en común. Qué alivio tan grande, qué paz la figura de Chejfec para descartar por tontas y fútiles esas angustias. Cuánto por aprender de él. En Chejfec la ausencia de aspavientos de cualquier tipo denotaba todo menos falta de compromiso. Su perfil bajo era una actitud política y ética que no requería ni admitía arrebatos invasivos ni moralizantes. ¿Cómo explicarlo? Era un modo de habitar el mundo y al mismo tiempo un punto de vista sobre el mundo. Se acercaba a quienes, por alguna razón, le interesaban, y esas razones jamás tenían que ver con el cálculo ni con el rédito personal o profesional. No le gustaba hablar de sí mismo, pero era un gran conversador. Sentía un pudor que podía convertirse en rechazo si se le hablaba sobre su obra, pero podía pasar largos ratos diseccionando una imagen o una escena de un escrito de su amigo o interlocutor. Es un hallazgo encontrar, hoy, a un escritor de esta estirpe: genuinamente movido por el desprendimiento y la generosidad, púdico sin imposturas, suave en el trato, pródigo en la conversación e inclinado siempre al encuentro circunstancial y a la confidencia como gesto: casi sin otro contenido que el deseo de proximidad.

Me contó que había enfermado a inicios de marzo, porque debimos interrumpir los planes de su visita a Quito, que estaba programada y veníamos planeando para mediados de este año, y el día de su muerte dos amigos, Adriana Amante y Alberto Giordano, me llamaron desde Buenos Aires para contarme que había muerto. Como saben el enorme cariño que siento por Sergio y el modo tan feliz y natural en que nos fuimos haciendo amigos estos últimos años, no querían que me enterara de su muerte por redes sociales. Yo hacía apenas unos días me había enterado de que estoy embarazada. A pesar de que estoy segura de que la noticia lo hubiera alegrado, no quise contárselo hasta que no estuviera mejor. Tal vez ahora me arrepiento de esa decisión. Lo que sí me animé a contarle, unos diez días antes de su muerte, era que lo recordaba todo el tiempo y que cuando alguien me pregunta por mis escritores favoritos mi respuesta es esta tríada extraña y prodigiosa: Marlen Haushofer, Natalia Ginzburg y Sergio Chejfec. Supongo que, si leyó el mensaje, le habrá causado el consabido pudor, aun en sus circunstancias. Su sintaxis me abrió un mundo y su amistad alegró mucho estos últimos años. Aunque no me gustan los panegíricos porque siempre temo que sea yo misma la materia que predomine dejando en evidencia que son pocos, como Chejfec, quienes poseen el don de la discreción, hay que saber reconocer cuando esos miedos narcisistas deben dejar espacio a la expresión del cariño, del dolor de la pérdida, del absurdo que entraña siempre toda despedida, de la violencia estúpida de las cosas que deja las vidas y los encuentros por la mitad. Este era un tipo extraordinario de verdad, un ser infrecuente. Qué suerte tan grande haberlo conocido, y qué dolor tan enorme significa su ausencia. Nos visitó como un ser de otro planeta, que ahora ha vuelto a su recorrido estelar. Silenciosamente.