Por MICHELLE ASCENCIO
Me ha sosegado la poesía de Igor Barreto. Una definida raíz antropológica ata las palabras al paisaje del Llano. Y digo paisaje para afirmar que abraza a la naturaleza y a los hombres y mujeres que viven, laboran, sueñan y mueren en esa región. Paisaje: Naturaleza trabajada por el hombre, la poesía de Igor es una palabra trabajada por el paisaje de su infancia y al que él no regresa porque siempre ha estado allí. En otras palabras, leyendo esta poesía uno se da cuenta de que Igor lleva consigo un paisaje. Esta poesía no es, entonces, ni nostálgica ni sentimental, esta poesía es, al contrario, una palabra anclada en el presente, en lo que es. Hacer de la naturaleza cultura es lo mismo que decir que cuando el hombre se planta en y con la naturaleza aparece la cultura. Nada más pertinaz que la palabra para llegar al alma de ese paisaje que es hombre y naturaleza dialogando, conversando. Conversador, como son muchos de nuestros mejores y más queridos poetas que frecuentamos en las librerías de la ciudad, Igor también es apacible, sencillo, tranquilo. Pero Igor, además de ese talante que comparte con los demás poetas, tiene una pasión muy concreta y terrenal: Igor cría gallos de pelea. Lo he visto inclinarse pacientemente sobre las jaulas de los gallos del patio de su casa y describir con palabras precisas los colores del plumaje, el tamaño y el carácter de esas aves a las que alimenta, cuida y prepara para el combate, con las mismas palabras precisas y sencillas con las que describe el paisaje del Llano en su poemario. En esa tarde de conversas en su casa fue como una revelación del lado audaz, combativo y riesgoso que también tienen los poetas. En las islas del Caribe, los gallos son símbolos del combativo dios Ogún, dios de la guerra de la santería y del vodú, antiguo dios de los herreros de Nigeria y del Dahomey. La virilidad, la agresividad, la pelea, son los gallos de plumaje vivo, y el sexo del hombre se llama en las islas “el gallito”. Los personajes de los poemas agrupados bajo el título “Capillas imperfectas” combinan la rudeza del hombre del Llano con una disposición a la lucha que palpita en ellos sin miedo a verter la sangre. Custodio Martínez, que fue arrancado de las fauces de un caimán; Francisco Hidalgo, pastor de cien novillos blancos; Saúl Ordóñez, dueño de un bar que se fue un día a buscar diamantes; Sixto Mota y su sobrino, cuidadores de garceros; Lázaro Ojeda, que desolló una res; Francisco Contreras, patrón del bongo “El Gallo de oro”… Con ellos, el paisaje se desgarra y los agrede con muerte violenta, cruel y segura.
En este poemario, Igor nos ofrece estampas de un paisaje, como si en un momento la naturaleza se inmovilizara para que Igor la copiara en el lienzo de sus estrofas diciéndonos, a la vez, algo de sí mismo, un estado de ánimo, una reflexión, una pregunta. Pero es el tiempo lo que parece ser la constante de estos poemas: el tiempo que pasa, el tiempo que se detiene, el tiempo que se cuenta como las garzas, y también los signos que anuncian el tiempo: la noche, el verano, las palabras y los días.
Esta poesía la escribe un poeta desde un paisaje que ya se hizo alma en él. Es Igor quien se planta en el alma de un lugar, el Llano de Apure, para describirlo. Ha podido pasar, mediante la palabra, del sentir al decir, y podríamos decir con Flaubert, del sentir justo al decir justo, porque en sus versos, nada falta, nada sobra. Se trata, entonces, de un lenguaje ajustado, en el que previamente un paisaje, el del Llano, se ajustó, se precisó en un alma siempre presente que es garantía de realidad. Este paisaje, siempre en presente, no puede por lo mismo ser desmentido, evocado o recordado. Como bien lo dice el poeta: “El alma sólo te visita”. Viene, adviene, te visita, se presenta y nosotros al leer nos dejamos visitar por el paisaje.