Papel Literario

Humanidades y vida intelectual

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Por NELSON TEPEDINO

La cancelación de las Humanidades y su claudicación

Una preocupante «tendencia» se está observando en el mundo: el cierre cada día más extendido de las carreras de Humanidades o la caída estrepitosa en el número de estudiantes que se matriculan en ellas. Una implacable lógica economicista, que pregona que las universidades deben regirse por criterios de estricta racionalidad comercial, se impone cada vez más. Según esta lógica, las universidades son empresas que ofrecen servicios —en este caso, de capacitación técnico-profesional— para el mercado de trabajo y deben, como cualquier otra empresa, adaptarse a este diktat del mercado. Es la última decantación de una de las características más empobrecedoras de la modernidad: la hegemonía ideológica del pragmatismo, el utilitarismo, el positivismo y el cientificismo. En su virtud, el horizonte de la realidad queda reducido a lo que es empíricamente comprobable y, sobre todo, a lo que genera ganancias monetarias.

No es posible entrar aquí con todo detalle en el proceso histórico de esta deriva, pero Eric Voegelin ya se preguntaba, en los años 50, cómo era posible que la civilización occidental pudiese mostrar claros signos de un magnífico progreso científico, tecnológico, social, económico y, en definitiva, material y, simultáneamente, de una profunda decadencia moral, espiritual y cultural. Su respuesta era que, efectivamente, ambas perspectivas encuentran suficiente evidencia «empírica» para sustentarse: la civilización occidental avanza y declina al mismo tiempo. Esto es posible porque el precio del progreso es, justamente, la muerte del espíritu. Voegelin piensa que desde finales de la llamada «Edad Media» se ha venido dando un proceso de progresiva «inmanentización del esjaton», con lo que contradice la idea muy extendida de que lo que está sucediendo es un proceso de secularización o de repaganización del Occidente. Se trata, por el contrario, de un proceso de redivinización del ámbito intramundano. Esto es así porque el destino eterno del hombre, tal como lo entiende el cristianismo, que es la matriz de la que surge la cultura occidental, ha sido progresivamente sustituido por una salvación intramundana que no es fruto de la gracia, sino de la pura acción humana, muy especialmente de la acción política y económica, guiadas por el conocimiento científico y su aplicación tecnológica. Pero esto también revela que detrás de la aparente negación de la metafísica y la teología, la modernidad tiene en su corazón una afirmación que es ella misma teológica y metafísica: la realidad no tiene trascendencia alguna, se reduce a lo que es susceptible de ser conocido «científicamente» y el objeto de la acción humana es optimizar la vida y la sociedad de tal forma que podamos alcanzar una suerte de salvación mundana, que no podrá ser otra cosa que el mayor bienestar socio-económico posible, en el marco de la «libertad, la igualdad y la fraternidad», entendidas en los términos ilustrados de la Revolución Francesa. En sentido estricto, capitalismo liberal y socialismo marxista persiguen esa misma utopía intramundana: un Reino de Dios sin Dios, en el cual la opulencia material es el fin último.

Los acelerados procesos de modernización han ido generalizando esta lógica e imponiéndola a ámbitos cada vez más amplios de la realidad, porque lo que justificaría la acción humana sería su carácter «productivo» en el orden económico y material. En un horizonte como ese, es obvio que resulta cada vez más difícil ver con claridad qué sentido pueden tener las Humanidades. Por más «espirituales» que sean, estas necesitan, como toda actividad humana, ser financiadas. Deben, por eso mismo, justificarse. Como la lógica del mundo es utilitarista y, además, se entiende por «útil» lo que produce dinero, esta justificación tiene que hacerse generalmente tratando de mostrar en qué sentido las Humanidades pueden, de alguna forma, aportar al proceso de generación de rentabilidad en las empresas y pueden reportar una entrada económica significativa para los profesionales egresados de las carreras humanísticas.

Así, la estrategia para la defensa de las Humanidades suele ser tratar de mostrar su utilidad pragmática y hasta crematística. También se ha optado por mimetizar las disciplinas humanísticas con las ciencias. Esto se puede ver, por ejemplo, en la homogeneización de los métodos de evaluación de los docentes e investigadores universitarios a través de la publicación de artículos en revistas arbitradas e indexadas de circulación internacional.

Esta estrategia, que es perfectamente comprensible frente a las formidables presiones a la que está sometida la academia por parte de los amos del Dinero, tiene un problema muy serio, que se pasa por alto: no solamente que es, desde el principio, una claudicación frente al espíritu de nuestro tiempo, sino sobre todo que denota justamente que desconoce la naturaleza misma de las Humanidades tanto como el más frío y avaricioso de los tecnócratas.

De hecho, el nombre mismo que utilizamos —«Humanidades»— es el sutil indicio de una claudicación: ellas serían las disciplinas que se ocupan del «hombre» y de lo «humano», en tanto que no son «ciencias» en el sentido moderno del término. Esta comprensión común tiene un matiz negativo: las Humanidades son lo que no es «científico». Lo cual es, además, sutilmente denigratorio en un mundo en el cual solo las «ciencias» son verdaderos conocimientos, cosa que, por supuesto, no tiene nada de obvio y es una concepción filosóficamente muy problemática.

Las Humanidades como artes liberales y la vida intelectual

Voy a remitirme, más bien, a los orígenes, porque allí encontramos una denominación que es ajena al pensamiento cientificista, porque es, precisamente, premoderna. Estas disciplinas se llamaron, en su origen, artes liberales. Son artes no en el sentido moderno de las «bellas artes», sino en el griego clásico de la τέχνη, que es un saber vinculado a la creación de un objeto artificial a partir de materia prima natural. La τέχνη, en tanto que saber, implica el conocimiento y el dominio de un conjunto de ciertas reglas, por lo cual se la puede entender como un oficio: el arte de la navegación o de la política, por ejemplo. Por otra parte, su calificación como liberales no tiene nada que ver con el liberalismo como ideología moderna. Significa, simplemente, algo que es libre por oposición a lo servil. La ingeniería, por ejemplo, sería un arte servil: es un saber orientado a producir objetos y procesos que son útiles en tanto que responden a problemas prácticos que plantean las necesidades humanas que exigen ser resueltos. Servil no tiene así ningún sentido peyorativo.

Las artes liberales, por su parte, son también «oficios» que tienen sus reglas y que exigen determinadas habilidades, pero estas cosas están en función no de servir a algún objetivo pragmático y útil ulterior, sino de la consecución de un conocimiento u obra que es un fin en sí mismo. En cierto sentido, su valor recae en que no sirven para nada. Esta «nada», sin embargo, tiene la paradójica propiedad de ser la condición de posibilidad de todo o, al menos, de que algo tenga sentido. Porque las artes liberales se ocupan, justamente, del sentido, de lo que le da interna consistencia a la vida del hombre y a su mundo.

Lo que solemos llamar Humanidades son precisamente eso: artes liberales, actividades del intelecto humano cuyo objeto es un fin en sí mismo y, por lo tanto, un bien que es deseable por sí mismo y no en virtud de la posesión o el logro de otra cosa. Desde esta perspectiva, quizás la matemática y las ciencias básicas entrarían también en esta categoría.

Las Humanidades, entendidas como oficios libres, tienen que ver con posibilitar en el hombre lo que el filósofo español Xavier Zubiri llama la vida intelectual y San John Henry Newman simplemente filosofía, no en el sentido de la disciplina que conocemos con ese nombre, sino en el de su significado etimológico: amor a la sabiduría, estar íntimamente inclinado a ella. La vida intelectual es un hábito de la mente, una habitud o modo de habérselas con las cosas y, en definitiva, de estar en la realidad, que consiste en estar siempre internamente exigido por aprehender y buscar la verdad de las cosas, por estar instalado en la verdad de la realidad. Es decir, se trata de una existencia que está toda ella volcada a la pretensión de vivir en la verdad.

Que tengamos que empeñarnos en buscar la verdad nace del hecho de que las cosas no nos arrastran como meros estímulos, sino que quedan ante nosotros como problemas, como enigmas que exigen la pregunta por su ser y por el lugar que deben ocupar en la densa red de sentido que es el mundo humano. Por más modesto que pueda ser este enfrentamiento con las cosas, es una acción de la inteligencia, del intelecto. Toda vida humana es, por tanto, vida intelectual, así sea de una manera muy básica.

Y el primer problema que tenemos, el que despliega y engloba todos los demás, somos nosotros mismos, que tenemos que darnos, a través de nuestras acciones, una precisa forma de ser a partir de las exigencias objetivas de la realidad. Esa forma de ser es una respuesta a esas exigencias, que tenemos que cobrarla apropiándonos las posibilidades que esa realidad nos ofrece. De allí que conocer no sea una cosa «opcional» para nosotros, sino, muy por el contrario, algo constitutivo de nuestra naturaleza humana. La vida intelectual es así una vocación que responde a la realización de nuestra propia esencia.

Las formas que han surgido como respuesta al problema que es el hombre para sí mismo, van decantando eso que llamamos cultura. Esas formas culturales van siendo creadas, transformadas y entregadas de generación en generación. Así se va constituyendo una tradición, que no es lo viejo y lo obsoleto, como la caricaturiza la Ilustración, sino aquellas formas de ser y de capacitar para la vida que se reciben de la generación anterior y se entregan a la siguiente, en un proceso vivo, a través del cual esa tradición se modula y se transforma, bien sea para mejor o para peor. La tradición engloba así todo el cuerpo vivo de la cultura, pero su contenido esencial es el del sentido último desde el cual comprendemos la realidad y la vida. Conocer estas cosas últimas que se han decantado en su historia es algo fundamental y constituyente de la realidad humana. Por eso, las Humanidades, las artes liberales, en gran medida tienen como tarea la preservación, la cura y la transmisión de esa tradición que no es un aditamento decorativo para la vida, sino la fuente misma de la que manan las posibilidades que la realidad humana nos ofrece para llegar a ser algo en absoluto. El ejemplo más claro de esto es el lenguaje.

Si todo esto es así, las Humanidades o artes liberales no son accesorias, ni un lujo o divertimento para almas bellas y pudientes, sino que deberían ser consideradas el fundamento mismo de todo el edificio del saber y el actuar humanos. Su supresión y relativización es un ataque al corazón mismo de la humanidad y detrás de esa intención no puede haber otra cosa que la —por otra parte ilusoria— pretensión de crear un tipo humano completamente vacío de densidad cultural y personal, que se conciba a sí mismo como un mero homo oeconomicus, cuya realidad se agota en ser capital humano y consumidor perfecto, con lo cual se reduce al hombre a ser un medio para los fines de otro, lo cual es la definición misma de la deshumanización.

Vivimos en un mundo en el que a cada uno de sus grandes logros se corresponde una gran distorsión. Frente al enorme caudal de conocimientos y avances técnico-científicos surge una ideología cientificista, pragmatista, utilitarista y positivista. La negación de toda metafísica tiene como consecuencia que se haga imposible encontrar un orden objetivo y valorativo para toda esa enorme masa de conocimientos científicos y posibilidades tecnológicas. A esto hay que sumarle la avalancha de información que nos abruma hasta el vértigo gracias a las nuevas tecnologías digitales. El hombre contemporáneo se encuentra así desorientado, arrojado en un caos de conocimientos e información que no hay manera de ordenar, jerarquizar y discernir. Restablecer la unidad y la jerarquía interna de la realidad exige precisamente aquello en lo que consisten las Humanidades: una actitud vital fundamental de compromiso con la Verdad.

Las Humanidades cultivan justamente eso porque cultivan la esencia de lo humano y son quienes pueden ofrecer criterios para poder orientarnos en este mundo tan complejo e ideologizado en el que vivimos, en el que se nos pretende distraer cada día en la dispersión de las «tendencias». Naturalmente, las Humanidades no han escapado a esta tóxica atmósfera y en ellas mismas encontramos muchos autores y teorías mediatizadas y al servicio de los arquitectos de este mundo distópico. Pero así como los sofistas antiguos no hicieron irrelevante la filosofía y más bien motivaron el surgimiento de Sócrates, Platón y Aristóteles, los nuevos sofistas nos exigen seguir a los viejos maestros en su pasión por la verdad.

Si todo lo que con gran dificultad he intentado esbozar en estas líneas es cierto, la defensa de las Humanidades no debe ser una tibia argumentación nacida de la claudicación cobarde y desesperanzada frente a los tecnócratas de la educación, que trate de «venderlas» en el mercado de las «competencias» y las «tendencias», sino una valiente reivindicación de su carácter nuclear y fundamental: ellas son el corazón de la formación universitaria, porque sin ellas no hay vida intelectual —que es vida en la verdad— y, sin esta, no hay verdadera cultura, sino apenas un simulacro suyo.