Por SUSANA BENKO
El 29 de agosto de este año se cumplieron 100 años del nacimiento de Miguel Arroyo. Honrar su memoria tiene enorme importancia. Por él, por su familia, por sus discípulos y amigos. Recordarlo es recuperar la imagen de una Venezuela que fue promisoria y pujante, ésa que sentía que con voluntad muchas cosas, pese al enorme esfuerzo y obstáculos, podían ser posibles. Pero sobre todo recordarlo es volver a retener la imagen cálida de un hombre cuya moral fue prístina, honesta con todos y consigo mismo. Arroyo era una persona muy respetuosa, obraba en función de la calidad, siempre queriendo que las cosas estuviesen bien hechas, por lo que su ejemplo sigue siendo aleccionador y por tanto inolvidable.
Nunca fui su alumna formal. No estudié en la Escuela de Artes de la Universidad Central de Venezuela, pero oía mucho sobre él gracias a la admiración que le tenían Mariana Figarella y Eliseo Sierra, entonces sus alumnos y luego incondicionales amigos. Muchas veces me aconsejaron asistir de oyente a sus clases. Nunca pude. Entonces me encontraba cursando últimas materias y preparando tesis de grado en la Escuela de Letras. Tampoco lo conocí personalmente cuando dirigió el Museo de Bellas Artes, pues comencé a trabajar en 1978 y él había renunciado dos años antes. Cuando ingresé a ese museo, la institución estaba pasando por una etapa de transición y de reforma programática. Mi inicio en la práctica museológica fue gracias a María Elena Huizi e Iris Peruga, quienes trabajaron con él. A través de ellas, conocí parte del legado de Miguel Arroyo en el museo. Entonces aún estaban en el ambiente las heridas causadas por el despojamiento de la sede original del Museo de Bellas Artes y el traspaso de la colección de arte venezolano a la naciente Galería de Arte Nacional. Bajo la dirección de Carlos Silva, se trabajó en función de recuperar las fortalezas del museo a partir del estudio de sus colecciones, especialmente la latinoamericana.
Conocí personalmente a Miguel Arroyo en 1985. Fue cuando se realizó la exposición Nenias de Gerd Leufert, ya que él fue el curador y estuvo a cargo de la museografía junto al artista. Esto implicó su visita al museo en varias oportunidades. Debo decir que esta muestra fue una gran novedad pues se salía de las pautas convencionales de una exposición: en lugar de cuadros las Nenias eran imágenes en gran formato pintadas en las paredes creando una particular ambientación.
Ese año también se realizó otra importante muestra titulada Tiempo de Gallegos 1910-1950. El curador general fue Roberto Guevara, Raúl Nass como curador del área documental y Juan Calzadilla como asesor. Se conformaron varios equipos de trabajo según los medios expresivos. Estuve con Yuraima Granado en dibujo y con Christian Álvarez en caricatura e ilustración. Fueron meses de visitas a colecciones y búsqueda documental. Para esa ocasión, le pedí el favor a Miguel de leer mi texto. La cita fue en su casa, donde él y Lourdes Blanco me recibieron con gran gentileza y atención. Luego de escucharlo y de mostrarme varios dibujos para yo analizar en el momento, deduje que debía rehacer completamente mi texto. Fue una inolvidable lección de apreciación visual que Miguel, con suma paciencia, me dio esa tarde.
Años después, en 1993, coordinamos Eliseo Sierra y yo varios seminarios de Arte que se realizaron en el Instituto Internacional de Estudios Avanzados (IDEA). Uno de ellos fue “La pintura y sus medios de expresión”, dictado por Miguel Arroyo. Fueron cinco sesiones trascendentales en mi formación. Lo que no pude oír como alumna regular en la universidad, lo logré en esta ocasión. Fue revelador. Quien haya estado presente en ese seminario no olvidará la importancia de estas clases: fueron justamente concebidas para aprender a ver. Arroyo analizaba todos los elementos expresivos y los diversos modos de utilización a lo largo de la historia del arte. De esta forma se hacía evidente cómo el estilo de un artista dependía del modo como trabajaba los elementos de expresión. Asimismo, los aspectos formales que distinguen los diversos movimientos artísticos. Estas clases, más los años transcurridos trabajando en museos y en distintas colecciones, fueron imprescindibles para asumir la responsabilidad de realizar el libro Educación artística que publiqué en 2009, el cual está, por supuesto, dedicado a Miguel Arroyo. Fue mi manera de dejar constancia de mi gratitud y admiración.
Hay más. Un año antes de su fallecimiento, en 2003, nos tocó a todos los curadores de museos hacer un proyecto llamado Arte venezolano del siglo XX. La Megaexposición, proyecto muy cuestionado y fuera de proporción. El mismo debía realizarse en todos los museos de Caracas. A cada institución le correspondió una década determinada. Entonces yo trabajaba en el Museo de la Estampa y del Diseño Carlos Cruz-Diez. Junto a Anny Bello, más un equipo que logramos consolidar, hicimos la titánica curaduría del diseño venezolano —gráfico, tridimensional y algo del digital— de todo el siglo XX que debía exhibirse, según las décadas, en todos los museos de Caracas. Para efecto de este recuento, señalo dos cosas importantes: constatamos la excelencia de los catálogos y afiches que realizó el Museo de Bellas Artes durante los años sesenta y la labor de Miguel Arroyo como diseñador industrial. En el primer caso, fue notoria la labor editorial del museo durante la dirección de Miguel Arroyo. Las publicaciones del Museo de Bellas Artes marcaron una pauta indiscutible en esta materia con la presencia del mismo Gerd Leufert y Álvaro Sotillo. Catálogos y afiches son ejemplo de diseño en coherencia con el perfil de las exposiciones.
En cuanto al diseño tridimensional, fue notable conocer los muebles diseñados por Miguel Arroyo. Para la Megaexposición expusimos una de sus sillas. En ese contexto, conversamos acerca de las dificultades que han existido para la enseñanza del diseño industrial en Venezuela. Comentaba Arroyo que mientras unos pensaban que se debía comenzar con una fuerte inversión de máquinas modernas, él señalaba que por el contrario lo importante era aprender a cortar con una tijera un papel. Fue un ejemplo elocuente de la importancia que tiene el trabajo manual (o artesanal), como una manera de adquirir un conocimiento profundo de la naturaleza y resistencia de los materiales, algo clave en el diseño de objetos.
No cabe duda que recordar a Miguel Arroyo es retrotraernos al esplendor de nuestra era moderna. Su actividad era integral: artista, pintor y ceramista, diseñador industrial, docente, escritor de ensayos sobre arte y también de ficción. Fue además insigne director de museo con una visión moderna y profesional de la museología. Por todo ello, muchos lo recordamos y queremos con admiración y afecto.