Por SONIA CHOCRÓN
Cuando me recuerdo a mí misma hace 25 años es inevitable recordar conmigo a Harry. Fuimos amigos. Buenos amigos. Pero más que eso, Harry fue mi mentor y eso es algo que nunca, hasta el último de sus días, dejó de ser.
Hoy no leeré sus poemas (excepto uno), no haré un análisis de su poesía. Tampoco escarbaré en sus influencias literarias. Todo eso le corresponde a otros mucho más versados que yo.
Pero relataré a mi Harry Almela, al que yo conocí y quise. Al poeta, lector, amigo, irónico, viajero, desesperanzado, irascible, cálido, a veces tierno, y a veces descarnado.
Corría el año 1991, yo era una guionista de televisión y de cine, sin otra certeza que la que me daba saber hacer mi oficio muy bien y que todo lo demás, en materia de escritura, me era inalcanzable.
A pesar de eso, y por insistencia de mi amiga Alicia Torres, envié al concurso de poesía de Fundarte de ese año mi primer libro de poesía, Toledana. Tal vez es el único concurso de poesía en el que he participado. Sin más expectativa que la que Alicia me juraba: “Eres poeta. Tienes una voz. Y es buena”.
Para mi sorpresa, me otorgaron una mención de honor. No gané el premio Fundarte, ciertamente, pero gané a Harry.
Así que una semana después de otorgado el premio a otra poeta (no recuerdo quién lo ganó), recibí una llamada telefónica de un individuo llamado Harry Almela. Se me presentó, me confesó que había sido jurado en el concurso de recién y que para él, Toledana debía haber ganado el premio. Que a pesar de haberlo discutido airadamente (sí, Harry era “airadamente”), no había logrado el voto de los otros dos colegas. Y por tanto, me pedía permiso para llevar él mismo mi librito a Monteávila Editores para su lectura y posible publicación.
Le dije que sí, que por supuesto agradecida por tomarse la molestia y quedamos en vernos en persona algunos días después. Así nos conocimos. Así nos tomamos un primer café en el Centro Plaza, hablando de Toledana, y de la poesía venezolana y los premios.
Así, él mismo escribió un largo y valiosísimo texto sobre Toledana y el castellano de antes, que apareció en el 92 en el suplemento cultural de El Diario de Caracas, a propósito de la edición de Toledana, de la mano de Harry, por Monteávila Editores, apenas seis meses después del premio Fundarte.
Luego publicó en la editorial que llevaba con éxito, La Liebre Libre, mi segundo libro de poesía, una rara avis en verso llamada Púrpura, y también prologó una compilación de Bid&Co de mis libros de poesía, entre otros varios trabajos a donde él me llevó con su palabra.
¿Por qué cuento todo esto?
Porque Harry fue un poeta generoso. Un muy buen poeta, y un muy generoso ser humano. Y eso, en la feria de mezquindades de los clanes y comisarios literarios, es un milagro.
A Harry Almela le entusiasmaba el poema del otro, el trabajo de los otros, apoyaba a los nuevos y valiosos sin esperar ninguna contraprestación, y no escatimaba esfuerzos para impulsar lo que consideraba que merecía la pena. En La Liebre o donde le fuera posible.
Por eso editaba. Por eso leía, sin saltarse, todo lo que se hacía en Venezuela, el talento nuevo, el verdadero. Por eso discutía con fervor. Y errado o no, defendía sus convicciones gratuitamente con la fiereza de un justiciero.
No era poca cosa. Leer a otros, apoyar a otros, editar a otros, escribir sobre otros: todo lo que equivale a replegarse él mismo, para hacer espacio al otro, es el acto supremo de la generosidad.
(Eso hizo Dios para crear al mundo, según sabios talmudistas: replegarse para darle sitio al hombre).
Luego vino su interés en la poesía judía contemporánea, y leyó con fervor y minuciosidad a Margalit Matitiahu, sobre todo. Y entonces ya no solo compartíamos lo que nos pertenecía, sino los poemas de mi tribu que él sentía como suya. Tal vez convencido de que llevaba en su ADN algo de semita en su Al-mela –que podía ser árabe porque mella es un vocablo árabe que significa manantial de sal, o judío porque mellah era la palabra árabe para designar los asentamientos judíos (principalmente en Marruecos).
De allí a participar en la comunidad judía fue solo un paso. Hizo migas con la gente del centro de estudios sefardíes. Con la gente del Espacio Ana Frank, del museo sefardí. Dio cursos, conferencias, y se adentró en la filosofía de mis antepasados. Tal vez los nuestros. Con enorme orgullo, con inmenso respeto.
En los últimos tiempos hablábamos más de política, yo con tristeza y él con disgusto.
Me llamaba semanalmente por teléfono y apenas yo decía aló, le escuchaba y lo reconocía: “Hola niña linda”, y así comenzaban las horas de intercambio, siempre nocturnas, siempre cálidas y reveladoras.
A veces, su descontento de país, de personas, de poetas de cartón, de política de cartón, de injusticias, turbiezas… se hacía tan evidente como sus carcajadas estruendosas. O como sus iracundias. O como su indignación. Me daba cuenta de sus cada vez más frecuentes desencantos.
Así se fue, decepcionado.
Pero yo me quedo con el recuerdo del Harry mío, el dador secreto, el tierno insospechado, el ángel herido, pero ángel de mi guarda. Ese que él mismo describe en este poema de Contrapastoral:
Eres alguien que está solo
en medio de los otros
nadie se preocupa de ti
le eres indiferente
a los demás-
eres un pobre secreto
bajo el sol