Por CARLOS ENRIQUE SILVA RÍOS
Sólo puedo mostrarme abiertamente como forma cerrada.
Peter Handke
Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo.
Adolfo Bioy Casares
De las cuatro paredes de la oficina, dos estaban ocupadas por estantes repletos de libros y dos por sendos escritorios. Uno estaba adosado a la pared del fondo; el otro, a la pared de la izquierda. Así que formaban un ángulo de noventa grados sin estar juntos. De hecho, entre ambos había poco más de metro y medio de separación. Ella trabajaba en el primero; yo, en el segundo. Cada tarde llegaba, me saludaba frugalmente, se sentaba e inmediatamente tomaba un té de malojillo para mantener a raya la gastritis. Siempre me ofrecía, pero yo sólo a veces aceptaba. Las bebidas calientes no son de mis favoritas. Mientras sorbía su té, se descalzaba, no sé si para aliviar sus diminutos pies o para dar gusto al gato que se entretenía con los zapatos, lo cual parecía despertar en ella cierta ternura. Transcurridos unos minutos, se enfrascaba en su trabajo, si era de índole intelectual. Cuando era un asunto administrativo, constantemente me decía cosas que teníamos que hacer. Por ejemplo, había que escribir urgentemente una respuesta a un colega de Inglaterra. “Mejor te dicto la carta”, me decía, asumiendo que yo sabía inglés. Yo, por supuesto, no le confesaba mi ignorancia. Tomaba el dictado haciendo un esfuerzo supremo por no equivocarme. Luego ella leía el texto y hacía las correcciones necesarias, sin decirme si estaba bien o estaba mal. La gente me pregunta “¿cómo sabes inglés? ¿Hiciste algún curso?”. Y siempre respondo: “Sólo estudié inglés en el bachillerato y luego fui asistente de Montero”. Lo de la carta es un ejemplo prototípico de mi relación laboral con “la doctora”, como acostumbraba a llamarla. Más que asistente, siempre me sentí como un aprendiz. A veces, me decía “¿Recuerdas el poema de fulana?” y lo recitaba en francés, asumiendo que yo ya había leído a fulana tanto como para recordar de memoria uno de sus poemas y, también, asumiendo que yo dominaba el francés. Eso me enseñó a admitir sin vergüenza, lo poco que sabía (“no, doctora, no lo he leído”), y luego ir a por la autora, no para aumentar mi acervo intelectual, sino para pasar por lo que Barthes llamaba “el placer del texto”. La doctora no se cansaba de darme cosas para leer o hablar de libros, tampoco de hablar de las tristes realidades de nuestro maltratado país. Muchos piensan que Montero se debía a la Episteme; para mí, sus reflexiones y sus acciones estaban guiadas por una combinación entre el Ethos y el Pathos. Pensaba como si el pensamiento fuera una especie de afecto orientado a favorecer el Bien. Aclaro que esto no le restaba lucidez o sindéresis. Podía ser bastante precisa al pensar y, al mismo tiempo, bastante sensible. Y sus campos de interés eran vastos. Una vez citó la canción “Mujer divina” de Héctor Rivera, en la versión de Joe Cuba. Específicamente, citó, muerta de la risa, una de las inspiraciones de Willy Torres: “Me encanta cuando dice: ‘Te voy a hacer una estatua en el Parque Central, […] pero si tú conmigo te llegas a portar mal voy a soltar un escuadrón de palomas”. La idea de lo que esas palomas harían con la estatua de la amada le causaba mucha gracia, pero más aún la sutileza con la que el salsero había urdido su amenaza. La doctora podía comentar sesudamente, sin clichés ni ramplonería, una obra de Derrida o un artículo de Vanity Fair, y lo hacía mezclando el tino crítico, la ironía inteligente y el humor angular. Eso, para mí, era y sigue siendo la actitud de una verdadera intelectual, pero sobre todo la versión concreta de una excelente maestra; mi maestra. Para ella, yo no era una persona que escribía cartas y hacía recados. Era alguien que, incluso, podía hacer lo mismo que ella hacía: “Me pidieron dictar un curso sobre Atlas.ti, pero les dije que fueras tú”, y me enviaba a dictar un curso que era para ella. “Debo presentar una ponencia en México, pero al mismo tiempo tengo una conferencia en Canadá, así que irás tú a México”, y me enviaba a México a hablar por ella. “Coordinaré un simposio central en el Congreso X, debes participar” y ahí me tenían diminuto en medio de grandes psicólogos y psicólogas sociales. “Debo escribir un capítulo sobre la historia de la psicología social en Venezuela, lo haremos juntos”, y por ahí anda el capítulo en un libro que en su momento ganó un premio. El único artículo que escribí en inglés lo hice por invitación suya para un número especial sobre psicología social crítica de una revista que editaron en Australia. Con Montero aprendí del pensamiento social, de la vida estética, del disfrute de la comida, de cómo el amor por el país debe imponerse a la fagocitosis ideológica de los gobernantes de turno, y muchas cosas que exceden las mil palabras de este texto. Sin embargo, cabe una cosa. Desde mi adolescencia, no fue la psicología, sino la literatura mi paraíso personal. Montero contribuyó significativamente a poblarlo durante el tiempo de nuestra relación laboral, por ejemplo, El arpa de hierba de Capote o Cuando el viejo Sinbad vuelva a las islas de Cunqueiro (y en realidad todo Cunqueiro) son libros de una belleza que sólo se puede entender leyéndolos. También coincidíamos en el gusto por la ciencia ficción. Recuerdo cuando, con los ojos iluminados, me dio a leer Snowcrash de Stephenson. Sólo lamento mi incapacidad para compartir con ella su pasión por Proust, pero nada es perfecto. Le doy gracias a la vida por aquella tarde en que se acercó a mí y me ofreció trabajo, por haber permitido entrar en un pedacito del mundo de esa mujer abiertamente cerrada, y por haber convertido tres años de trabajo en décadas de ser beneficiario de una bondad como pocas en esta cubeta de cangrejos que es la humanidad.
*Carlos Enrique Silva Ríos es doctor en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona. Actualmente es profesor-investigador titular en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Su línea de investigación es Movilidad Urbana Sostenible desde la perspectiva de la Teoría del Actor-Red.
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