Por NANCY MONTERO
Maritza es producto de un ambiente familiar donde hablaba fuerte la voz de las mujeres que es como decir la voz de la exclusión. Un matriarcado en toda regla. Tenía aproximadamente unos siete años de edad cuando se iniciaron conflictos entre sus padres que culminaron en divorcio. A partir de ese hecho, aprendió a conducir sus sentimientos y sensibilidad por caminos poco transitados, en un mundo bastante conservador e intolerante.
Las figuras parentales
El padre, de haber sido para ella el “alma” de la familia, se transformó en una presencia fantasmal que aparecía algunos pocos fines de semana al año. Un padre que disfrutaba de una excelente situación socioeconómica y mostraba un tercer mundo posible, seguro y lejano.
Su madre procuró dar a sus hijas el mayor cúmulo de conocimientos y oportunidades para adquirirlos. Por eso, la biblioteca era un lugar privilegiado de la casa y jamás objetó la lectura de algún libro. En navidades los regalos consistían en libros, discos, lápices de colores, acuarelas, juegos de mesa, zapatillas de ballet, un cuatro o cualquier elemento que enriqueciera el bagaje cultural de todas.
Los orígenes
Nacida en 1939, en la Caracas de los techos rojos, vivió en la parroquia La Pastora como vecina del pintor Armando Reverón, quien, según contaba su madre, le enseñó a dibujar, destreza que le facilitó expresarse con éxito y creatividad, durante su infancia y adolescencia. Ejemplo de ello fue su afición por elaborar tiras cómicas, donde los personajes representados eran actores de su entorno inmediato y sus lectores disfrutaban con los atributos físicos y conductuales que escogía para caracterizarlos, porque tenía un agudo sentido del humor que transformaba cada historia en una caricatura de la vida del personaje. Fue una lectora impenitente, que se metía debajo de la cama con una pequeña lámpara de noche encendida, para continuar leyendo en la madrugada sin que nadie lo notara. Las muñecas no eran su juguete más preciado y la filatelia fue uno de sus intereses resaltantes durante la preadolescencia.
Una experiencia fundamental
Al separarse sus padres, vivió en la casa de su abuela materna unos dos o tres años. Esta abuela era una mujer poco convencional que rechazaba situaciones sociales de la época que orillaban a las madres solteras, las mujeres divorciadas o los hijos ilegítimos. Se ganaba la vida viajando a Estados Unidos para comprar ropa que importaba y vendía en su hogar, alquilaba tres estancias de la casa: dos habitaciones, una para un estudiante y otra para una mujer española, artista de teatro que había salido de España con la Guerra Civil y la sala de la casa ocupada por el taller de un sastre. Además, hacía hallacas en diciembre y su hermana, que también vivía con ella, hacía pasteles para bodas y cumpleaños.
Todos los seres humanos que hacían vida en ese hogar constituían una comunidad familiar. La casa era un pequeño mundo donde siempre había una actividad que observar o comentar. Nadie se aburría. En la radio, se oía el Derecho de nacer, las historias de Tamacún, el vengador errante y Frijolito y Robustiana, que provocaban risas frecuentes en los oyentes. Los domingos, después de asistir a misa, se leían todos los periódicos y sus suplementos de tiras cómicas.
Como las niñas de esa casa no sabían de clases sociales, entablaron amistad con una niña de su edad: una niña que vivía cerca, en un cuarto con sus padres, en una casa de vecindad. Visitar la casa de vecindad enseñó que no todo el mundo vivía con la felicidad que se disfrutaba en su hogar y, como no había en esa vivienda libertad para jugar, se decidió que la niña viniera a jugar a la casa de la abuela.
Un mundo dividido
Tendría unos once años cuando se mudó con su madre y hermanas a San Bernardino, a una casa comprada con un aporte del padre para tal efecto y que se terminó de pagar con el trabajo de la madre, quien como en la novela Corazón de Edmundo de Amicis, además de trabajar como secretaria de un tribunal, reproducía documentos escritos a mano, en su casa, durante las noches y fines de semana.
Esta casa, ubicada en la avenida Cecilio Acosta de San Bernardino, tenía como lindero posterior un barranco donde se ubicaba un barrio a las orillas de la quebrada de Catuche. Desde una terraza de la casa se podía ver el barrio con sus techos de zinc y de cartón piedra. Cuando llovía fuerte, si la quebrada crecía, inundaba todo el sector y sacaba flotando de los ranchos, entre llantos y gritos de los vecinos, enseres diversos y mobiliario.
Ese mundo contrastó con la “riqueza” del mundo hasta entonces conocido. Estimuló la curiosidad y el interés de Maritza, educada en un colegio de monjas bastante excluyente. La curiosidad superó la altura física que separaba ambos mundos. Desde el barranco, la música puesta a todo volumen y cantada por Javier Solís, Daniel Santos, Celia Cruz y otros cantantes populares de la época, hablaba de la alegría de vivir a pesar de las circunstancias circundantes. Sus niños o niñas tocaban con frecuencia las puertas de las casas de “arriba” y pedían pan duro o ropa y zapatos usados, que se reservaban para ese fin.
En la esquina norte de la avenida había un sendero que conducía al barrio, donde se permitía a Maritza y sus hermanas bajar los días sábados o domingos hasta sus primeras casas, para comprar arepas de maíz pilado. Esa era una magnífica oportunidad de conocer cómo se vivía allí, además de enseñar que había seres humanos confiables, que comían todos los días lo que, para nosotras, era un plato de desayuno dominguero delicioso.
Es probable que ese mundo de contrastes estimulara en Maritza el gusto por fomentar el encuentro no conflictivo entre seres humanos, a través de la organización comunitaria, el rechazo a la exclusión social y la sensibilidad para tratar un asunto que la llevó a viajar por todo el mundo predicando los principios de la Psicología Social Comunitaria.
*Médico pediatra y psiquiatra de niños y adolescentes.