Textos de Gabriela Kizer, José Balza, Ángel Gustavo Infante, Agustín Silva-Díaz, Gisela Kozak e Igor Barreto
Gabriela Kizer
La memoria me lleva a comienzos de los años 80: Hanni Ossott haría una lectura de sus poemas en el auditorio de la Facultad de Humanidades y Educación de la UCV. La “inmensa minoría” a la que está dirigida la poesía era ciertamente escasa. Ella subió al escenario, colocó sus libros y papeles sobre el podio, acomodó el micrófono. De pronto, sin haber dicho una palabra, recogió todo y caminó hasta el borde de la tarima, allí se sentó y nos invitó a acercarnos. Conservo con absoluta claridad su gesto y la sorpresa que me produjo el modo en que aquella mujer bajaba el cerco que protegía su fragilidad y particular distancia, para propiciar en nosotros una escucha distinta, un espacio de intimidad con la poesía. Ese gesto fue en sí mismo una lección, como otras tantas que recibí en la Escuela de Letras y que sin duda alguna determinaron mi relación con la literatura y con la docencia.
No puedo desligar a la lectora que soy de los maestros que guiaron mis lecturas y continúan directa e indirectamente enseñándome a leer; jamás esas lecturas habrían significado lo mismo sin la lucidez apasionada de sus miradas. En aquellos años 80, un curso de María Fernanda Palacios sobre las imágenes en la poesía venezolana me llevó a descubrir esas imágenes y, también, fascinada y curiosa, la poesía de María Fernanda. Un curso de José Balza sobre Rafael Cadenas me hizo leer a Cadenas y, por retruque, a Balza. Desde la mirada de Alejandro Oliveros me acerqué a la poesía norteamericana moderna y a la poesía de Alejandro Oliveros. Con Cadenas y Hanni Ossott leí a Rilke, y desde Rilke, la poesía de ambos… La Escuela de Letras hacía de la literatura un hecho vivo, revelador e intenso. Tan es así que la docencia en mi vida no ha sido más que el sostenido intento de recuperar al menos una brizna del deslumbramiento de aquellos días.
Concluyo este escueto testimonio con una vivencia posterior a mis años de estudio: en una de las primeras clases del curso libre, Arte y Poesía, que dictó nuestra Mafer entre los años 2015 y 2016, a partir de un verso de Rafael Cadenas —“Este hilo roto que dejan nuestros pasos”— ella nos habló “de las ruinas y destrucciones que alberga la memoria, de su sedimento, del trabajo del tiempo, de la necesidad de volver sobre nuestros pasos, sobre nuestra propia historia, siempre hacia atrás como el cangrejo”. Poco después de salir de la clase, con la misma emoción de treinta años atrás, recordé la imagen que abre El jinete de la brisa, de Ida Gramcko: aquel cangrejo que va forjando su caparazón como un mapa “y cuando siente concluida su obra, paisaje mínimo, la abandona, mejor aún, se sale del paisaje y vuelve a trabajar en silencio sobre su cuerpo desnudo y limpio”. Tras ese cuerpo blando quedan roídos caparazones entre las piedras, similares tal vez a los “hilos rotos —oigo de nuevo a María Fernanda— que nos exige la coherencia de la imaginación”.
José Balza
Asomo
La vio en el filo de luz que la puerta creaba. El cuerpo quemado y hermoso estaba afuera, próximo a él, tan cercano que la intensidad de su presencia lo perturbó. Quiso creer que la felicidad no es sólo súbita e interminable en sí misma; tomó el jabón que la mujer acababa de entregarle y abrió el grifo. Bañándose, irguiéndose bajo esta agua tibia que entraba más acá de su piel, trató de discernir la situación. Magda reía, afuera, en el jardín; un momento antes se había levantado, olvidando el periódico que revisaba, y había acudido hasta la puerta del baño para escrutar el cuerpo desnudo del hombre bajo el agua. Él sonrió un instante y advirtió cómo la luz y los arbustos, tras de la mujer, penetraban en su pensamiento con incontenible seguridad. Cualquier significado que tuviere más tarde la imagen de Magda más allá de la puerta, envuelta en amarillos y verdes de cristal, en nada habría de alterar la huella de esa aguda pérdida de identidad: la alegría viril. En algún lugar de la casa otro invitado colocaba canciones francesas en el tocadiscos. Algo de ellas era ajeno a ese sol que esconde la sensibilidad y el pensamiento de quienes lo perciben. No había viento y la inmovilidad desintegraba todo, menos la exultante apreciación del hombre y de Magda.
Aflojó aún más el chorro; no podría estar seguro. Por un momento se propuso a sí mismo descender con el agua, volver, admitir que su cuerpo se disolvía ante el acercamiento de la mujer. Pero había llegado el momento de repasar los acontecimientos: media hora después, otra vez juntos, habrían de estar en el aeropuerto.
El riesgo de ser primordialmente un estético, explicaba el viaje a esta población porteña. Invitado por una universidad, había venido a examinar dibujos encontrados entre los planos de un viejo colegio. Apenas recibió la citación estructuró el proyecto: en la ciudad de procedencia excluyó de una vez la compañía de los otros miembros del equipo; avisó que viajaría un día antes y que aguardaría a los demás en la oficina del rector, sobre el puerto rojizo que los esperaba. Junio imponía claridades en la ciudad; y sus noches, de nutritivas luminosidades, lo impulsaron a invitar a Magda. Había estado amándola durante un año, después de encontrarla, al azar, en la reunión de unos amigos que escuchaban discos con música de Victoria y de Mahler. Aquel coro que superponía el tiempo y arrojaba suaves cenizas en la piel, lo atormentaría siempre. Cantos en latín y la aparición de Magda, hallada como en un falso engranaje, después de diez años sin verse; todo ingresa a este esfuerzo por estibar los hechos mientras el agua toca sus músculos y cruje, envolviéndolo con la imagen de Magda que espera afuera.
Ha intuido que Magda únicamente buscó en él, durante ese año, la seguridad de su inteligencia, sus frases cortantes y su erudición. Nunca habló ella de algo que él no conociera. Descubría tras el bello rostro de la mujer la rasgadura que las apreciaciones del hombre —fugaces, precisas— convertían en inusitado deleite. También ella es aguda; marcha paralela con el arte. Alguna vez hubo las caricias y penetrantes palabras, justamente al amanecer, cuando abandonaban las fiestas. Después Magda desaparecía.
Ella aceptó; vinieron por dos días a la ígnea ciudad del puerto, adivinada ésta a través de los cristales de la Universidad, hasta que las noches les permitían coincidir y recorrer las calles desiertas o acercarse al río en cuyos bordes los árboles imprimían tejidos y espectros. Durante la tercera noche, él la dejó con los demás y acudió al río. Le dijo en voz baja: «Voy al puente, como Hamlet», y ella sonrió. Estuvo sentado en la tierra, oliendo claridades musgosas. Magda vino, dulcísima. No hablaron y el hombre alteró la disposición de los pequeños detalles, impelido por la felicidad.
De esa noche regresaron hace poco; el grupo los espera en el salón de la casa que la Universidad dispuso. Desde allí llegan las canciones francesas y en el pequeño cuarto que da al jardín, el hombre se baña lentamente, adivinando la presencia de Magda, quien acaba de asomarse y fijar el cuerpo delgado del amante en su pensamiento. Ahora los elementos se han integrado, inexplicables de nuevo, pero justos para coincidir con la alegría del hombre.
Aún sale embriagado y sensitivo y casi no vuelve a pensar hasta que aborda el avión y comparte la silueta de Magda, de perfil, que centellea entre la luz de la ventanilla. De pronto no se atreve a hablar. Ni un signo, nada delata el cambio en ella. Pero el hombre comprende y queda aturdido; de esa ambigüedad del amor nada ha adquirido: estos días no han sido el comienzo, sino un éxtasis final. (1963)
*Tomado de: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2001. Edición digital a partir de La mujer de espaldas y otros relatos, Caracas, Monte Ávila Editores, 1986.
Ángel Gustavo Infante
Lo que sé de literatura venezolana lo aprendí en el Instituto de Investigaciones Literarias. Llegué allí un día de enero de 1988 no solo a interrumpir las siestas que Enrique Izaguirre disfrutaba sobre la mesa de la sala de reuniones, también para estrenarme como asistente de investigación.
Hasta ese momento le debía mi formación a la Escuela de Letras, de donde egresé en 1984: sobreviví a la ortodoxia marxista de Nelson Osorio —de quien, por cierto, obtuve la menor calificación: un 14 en obsequio a la forma y no al contenido “ideologizado” de mi monografía—, disfruté del admirable histrión Alejandro Oliveros, di mi respectivo paseo por las nubes del área tres, pulí mis apuntes con Carlos Noguera en el taller de narrativa y, para cerrar, gané un concurso de preparador en las asignaturas de María Fernanda Palacios. Lujos del siglo XX.
Un par de años después viví mis quince minutos de fama. Luego entré al Instituto donde el circunspecto José Balza dijo: “Ha llegado un geniecillo”, boutade que desde entonces celebró un muchacho flaco y melenudo llamado Carlos Sandoval, tan raso como yo en el antiguo escalafón.
Una vez en el grupo Carrera escuché algo del pasado tormentoso con la escuela y advertí cierta distancia que el caballero Armando Navarro y la eterna juventud de Balza se encargaron de disipar. Hubo comercio entre nosotros y pudimos compartir el noviciado de tarimas.
En Letras estaban nuestros condiscípulos: Pili Puig, Jorge, Rafael, Camila, Consuelo, La Guajirita. Eso lo celebró María Eugenia Martínez al inventar desde la dirección del IIL el Congreso Crítico de Narrativa Venezolana, fiesta que disfrutamos en común en la isla de Margarita en 2009 y 2012, cuando aún Vicente Lecuna no creía en la diáspora y, como saludo, te pedía que le contaras un chisme.
En el aula 201 cabemos todos.
Gisela Kozak Rovero
Beauty parlor
Letras-UCV: la belleza del sentido.
Un espacio docente, que no de investigación, favorable al estudio, la escritura y la lectura. Conocí gente inolvidable y disfruté intensamente de mis clases.
Sobre todo, Letras me hizo moderna, crítica y cuestionadora.
Cuando mi amiga María del Pilar Puig nos invitó a Luz Marina Rivas y a mí a escribir sobre las docentes narradoras y ensayistas, me pregunté por qué merecen apenas un breve espacio en grupo mientras que los varones cuentan con uno individual. Pilar me informó de la existencia de otras listas; ignoro si en alguna figuran los narradores estrella, Alberto Barrera Tyszka y Rodrigo Blanco. Espero que sí.
Tuve una visión fugaz: un antiguo salón de belleza copado de señoras con sus cabezas flotando en el aliento ardiente de un secador de casco. Los señores recibirán laureles; las señoras están invitadas a aplaudir. No me molesta la idea de parlotear con Michaelle Ascencio, Judith Gerendas, Márgara Russotto o María Fernanda Palacios mientras me cortan mi rebelde cabello; tampoco con egresadas como la propia Luz Marina o Paulette Silva Beauregard (cada libro, un premio).
El asunto es que me cargan los secadores y se nota.
Ya sé, Letras siempre ha sido machista; pero, ojo, es mía y la amo. Como diría Pilar, de mi familia hablaré, más no oiré.
Las mujeres podíamos trabajar el triple que los varones en la docencia, la escritura, la investigación o la administración académica, pero ellos se hacían con el prestigio, eran alabados, se les apoyaba cuando tenían cargos y hasta se les leía. El silencio frente a este orden hubiese sido una excelente alternativa, aunque la deseché. Me pregunto cómo hacen ahora los y las colegas que trabajan en otros países, en medio de la barahúnda de las políticas de identidades y las secuelas del #METOO: supongo que se adaptan, como hicieron en Letras.
Espero que en un mejor futuro mi escuela resurja plena, renovada, diversa, sabedora de sus grandes nombres —Rafael Cadenas— e, igualmente, cercana a una historia en la que el rol de las mujeres ha sido estelar. Me refiero no solo a las escritoras, sino también a las directoras de la Escuela de Letras —en especial la propia Pilar, Judith Gerendas, Teresa Soutiño, Irma Chumaceiro y Florence Montero—, las jefas de departamento y las profesoras. Si la escuela está en pie, es por ellas.
Igor Barreto
Posesión
Aquella tarde, Francisco Prida se sentó en una silla
de la tercera galería.
En los bolsillos guardaba el dinero de un mes
para ponerlo en boca de una descabellada apuesta.
Se descubrió en la cima del abismo cuando el Juez de Gallera
trajo al centro de la arena su gallo de plumas rojigrises.
Poco antes de iniciar el combate hicieron su aparición
en el garito
los dioses Ares y Apolo, y lo poseyeron, es decir,
se convirtieron en sus huéspedes según la xenia:
la doctrina griega donde el anfitrión debe ofrecer a los invitados
simplemente lo que estos quieran.
Los Dioses eran una armadura de bronce,
una implicación sobrenatural
en el cuerpo de Francisco Prida:
—Deja que el gallo nacido en Rhodas cumpla con su destino. (Le susurraron)
Una náusea lo hizo vomitar entre sus rodillas
todo el licor que había tomado.
Los apostadores más cercanos estaban sorprendidos
por lo que ocurría, pero el ritual era lo que importaba
y Francisco Prida se puso de pie sin entendimiento.
Su voz resonó en el recinto de forma poco humana:
—¡A este gallo juego todo lo que tengo!
Y el gallo lo miró y entendió qué debía hacer:
matar muriendo,
herir aunque el dolor del otro le doliera.
Se trataba de un ave que había sido creada para inflamarse
por los aires con verdadera cólera:
aquel sábado en la gallera de El Silencio
cuando ya eran las seis
*En La sombra del apostador. El Gallo Combatiente y su ritual analfabeto, publicado. FCU- Visor. 2021.
Agustín Silva-Díaz Ortega
Alejandro Oliveros, maestro y poeta
—O frati —dissi—, che per cento milia
perigli siete giunti a l’occidente,
a questa tanto picciola vigilia
de’nostri sensi ched è ‘l rimanente,
non vogliate negar l’esperienza,
—¡Oh, hermanos —les dije— que por cien mil
peligros hemos llegado juntos a Occidente!
A esta tan corta vigilia
que les queda a nuestros sentidos
no queremos negar la experiencia
de seguir detrás del Sol, al mundo sin gente.
Consideren nuestra naturaleza:
hechos, no para vivir como brutos,
sino para perseguir la virtud y el conocimiento
di retro al sol, del mondo sanza gente.
Considerate la vostra semenza:
fatti non foste a viver come bruti,
ma per seguir virtute e conoscenza. —
Sí, Ulises exalta a sus viejos compañeros en esta última aventura, pero también es Alejandro Oliveros en el aula 201 que anima a los estudiantes que se reúnen para escucharlo hechizados. Dante ofrece, en tercetos, a un Ulises como nuevo héroe trágico digno del Renacimiento que se anuncia y que escuchamos desde las otras costas del océano ignoto. Aquel que, luego de conocer a Circe y sus secretos y sobrevivir a mil peligros, se atreve a desafiar el Non Plus Ultra y vuelve a abandonarlo todo —incluso a la pobre Penélope, harta de destramar— por no negar esta experiencia de la exploración de lo desconocido. “Hicimos de los remos alas para el loco vuelo”.
Esa tarde —como tantas otras en sus 30 años en la Escuela de Letras— Oliveros no sólo fue un gran Ulises, también Dante y —cómo no— Virgilio. Con él además pudimos entrar al castillo del canto cuarto y atravesar maravillados el lugar lleno de sabios. También dejamos de leer con Paolo y Francesca.
Las lecturas con el profesor Oliveros son siempre en planos simultáneos, dos y tres tiempos diversos que se encuentran. Así también es su poesía y luego de la clase iluminada, los estudiantes podemos incluso buscar a otro (¿otro?) Ulises —más cercano a nuestras latitudes— en sus versos.
Gigantes comedores de un solo ojo,
muchachos inyectándose en los andenes,
aquellas caras pálidas, heladas,
y distraídas, recordando el Hades:
la isla de Caribdis, Sicilia de Etna
y escopeta, abundosa en vino y mieses.
Tantas veces oré por mi regreso,
pisar esta tierra de naranjales
y bucares, respirar el verdoso
aire del campo y el aroma del mango,
hasta el calor infinito, el bochorno
del verano y la humedad de los mosquitos.
(…)
Cuánto no daría, sin embargo, por
Hacerme de nuevo a la mar, alistar
el resbaloso leño y encontrarme
con el cuerpo desnudo de Calipso,
o, en la noche arenosa de Cumboto,
abrevar de Circe en sus blancos senos.
(“Ulises 2”, Magna Grecia)
Leer con Oliveros de guía —como un Virgilio que nos descubre un mundo oculto de la poesía de Occidente— significa detenerse en la imagen y el instante. Es una lectura fragmentaria que sucede en tiempos simultáneos pero paradójicos.
Con él los estudiantes descubrimos la locura y maravilla de Pound, el ojo privilegiado de Williams, la voz mentirosa y sincera de Lowell. Y Shakespeare, tantas veces Shakespeare. Pound estaba convencido de que hay que traducir también en el tiempo. Oliveros, como gran lector del poeta norteamericano, logró siempre traducir la mejor poesía no sólo entre lenguas sino entre tiempos. Con Oliveros, la Comedia, Conrad, Shakespeare, Donne, Marlowe, Paul Celan, los poetas metafísicos, Silesius, Eliot o tantos otros, se hacían presentes y vivos no sólo en las aulas de la clase, el pasillo y sus alargadas charlas o hasta la sobremesa.
Pero con Oliveros no es sólo la belleza de la instantánea, también es la idea. Dijo Descartes:
Cabría asombrarse de que los pensamientos profundos se encuentren en los escritos de los poetas más que en los de los filósofos. La razón de ello es que los poetas escriben con los medios del entusiasmo y la fuerza de la imaginación: hay en nosotros semillas de ciencia, como en el sílex, que los filósofos extraen con los medios de la razón, mientras que los poetas, con los medios de la imaginación, los hacen surgir y brillar más. (Cogitationes Privatae)
Y es que las clases y la poesía del Profesor Oliveros están llenas de ideas fulgurantes. Esas instantáneas son poderosas. No es la descripción metódica del sílex. Son las chispas del pedernal. Quienes tuvimos la enorme fortuna de presenciar sus clases guardamos —atesoramos— el deslumbramiento.
Y no hay duda, Oliveros es un poeta. Pero un poeta a tiempo completo, en todo momento. Desde que llega en su odisea permanente entre Valencia y la Troya de nuestra escuela, desde que recorre rampa y pasillo de Letras, desde que entra —con el conocimiento de la escena— al aula o en el café del pasillo de Ingeniería o saluda a otros y —generosamente— también los llama poetas.
Antes de que decidiera dedicarse a la literatura, el profesor Oliveros quiso ser médico. Los arduos años de estudio dejaron una marca que también definió su docencia, su lectura, su poesía y su exigencia. El profesor Oliveros es riguroso. Lo sabe todo aquel que lo haya tenido de tutor. Ese rigor. Esa convicción de la necesidad de la exactitud de las cosas, las palabras, las imágenes, es quizás una de las lecciones más importantes que nos haya dejado a tantos de sus alumnos. Lector insaciable, siempre actualizado. No es azar, el arte debe ser riguroso. Cada palabra medida con el cuidado del escalpelo, de la dosis exacta, el cuidado necesario. Cada afirmación sopesada. Nada es gratuito. Sin embargo, en una vida que es sólo un vuelo rasante, en donde sólo podemos captar instantáneas siempre fragmentarias de las cosas, todo lo que hacemos no deja de ser una aproximación. Hay en esta revelación algo de desaliento pero también maravilla. Ars longa, vita brevis.
¿Cuál será nuestro legado en estos tiempos despojados de esplendor?
El cielo en ruinas, hija mía, heredamos y dejamos.
Fragmentos exiguos del deseo, piedra quebradiza para construir un sueño.
No encontramos la palabra adecuada. Apenas un quejido balbuciente,
Una pretensión sin consecuencia.
(“XVIII”, Preludios)
El único escape ante el desaliento y la perplejidad es el humor. Sus clases y sus textos están llenos del más fino humor que se alimenta de las paradojas. Una clase de Oliveros, si bien llena de belleza e ingenio, está sobre todo llena de humor. El humor que permite que sobrellevemos lo que no podemos entender. El humor que muestra una inteligencia más completa y sabia.
La Escuela de Letras —un lujo, un privilegio donde los haya— no habría sido la misma sin el profesor Oliveros. Entre las innumerables cosas que le debemos a la gran María Fernanda Palacios está el que haya convencido a Oliveros de poblar nuestras aulas y pasillos de poetas inolvidables. Somos muchos los que estaremos siempre en deuda y agradecidos con el generoso poeta que nos presta su lectura. Somos muchos los que debemos una aproximación rigurosa —que nunca completa— a la literatura. En tiempos despojados de esplendor, muchos hemos sido testigos del pedernal, del sílex, que con su chispa trae todo de nuevo. Y guardamos ese fulgor.