Por ANA MARÍA HURTADO
A Armando Rojas Guardia. In memoriam
“Dime, amigo –preguntó el Amado–,
¿tendrás paciencia si te doblo tus dolencias?.
Sí –respondió el amigo–,
con tal que me dobles mis amores”.
Ramón Llull
“La poesía era también un partir con la muerte”
Ernesto Cardenal
“Armando está moribundo”, decía mi voz grabada, casi veinticuatro horas antes de que se hiciera efectivo su abandono de esta vida. En los días finales de Armando Rojas Guardia, las circunstancias me hicieron intermediaria entre mundos disímiles y excluyentes, entre los cuales intenté construir puentes, elaborar conexiones entre los sombríos pasadizos por los cuales Armando descendía hasta el inframundo corporal y las contradictorias precisiones del mundo médico, a la vez que tejer una manta de palabras, lo suficientemente acogedora, bajo la cual se cobijaran tanto el poeta en tránsito como todos los que amándolo no entendían, anhelaban respuestas y deseaban ayudarlo. Debía ser traductora del intrincado lenguaje del cuerpo, hermeneuta de informes técnicos, equilibrista en la avalancha amorosa. Sabiendo que el único lenguaje posible era el del corazón, pretendí que las palabras reflejaran la dignidad del maestro, la altísima humanidad del amigo entrañable, el respeto a su inteligencia y transmitir, al menos, un destello de la sólida espiritualidad que con atención y destreza Armando había construido a lo largo de su vida. Él era un hombre afectivamente comprometido con su entorno, gustaba de compartir los avatares de su vida con la gente que amaba; lo hacía con discreción y autenticidad, sin disimulos, falsos pudores, ni frivolidades. Ese era el mundo que había construido para habitar poéticamente, buscaba con fervor la contención y la empatía amorosa. En el último comunicado de las redes sociales había anunciado sus padeceres y la presencia inequívoca de la enfermedad que lo llevaría a la muerte.
Pronto supe, por mi condición de médico, que los síntomas, signos y primeros hallazgos apuntaban hacia una enfermedad grave. Nuestro diálogo que siempre había sido abierto tenía que seguir siéndolo, y aun más, todo el arsenal de intelecto, psique y espiritualidad cristiana debía acudir a reforzarlo. El diálogo íntimo devino en comunicación hacia el afuera, al grupo de personas que habíamos sido discípulos, admiradores y sobre todo amigos dilectos. Tuve que hallar, para Armando y los amigos, los términos precisos que, sin causar alarma, anunciaran, cautelosa y compasivamente, la gravedad que se apoderaba de su cuerpo. Tuve que descalzarme y entender que el idioma aciago de los pronósticos debía ser transformado en lenguaje compasivo, cada palabra debía llevar el latido puntual: una sístole y una diástole que no debían desbordarse ni quedarse cortas, debía dar cuenta del mundo íntegro de un hombre especialísimo transitando los instantes finales de su existencia terrena.
Armando, quien de maestro dedicado y generoso, poeta insigne, había pasado a ser mi amigo entrañable, gran interlocutor que podía hablar de su interioridad o escuchar la mía, mostrar sin reservas las vicisitudes de su alma, con la asombrosa exactitud de alguien experimentado en la psicología profunda o en el psicoanálisis, así como también entretejer reflexiones espirituales o filosóficas, pasar de Freud a Simone Weil, de Jung a Merton o a Leonardo Boff, así mismo era el tierno y solícito amigo. Asumí el compromiso de ser fiel a las condiciones de esa amistad. Ni sensiblerías, ni falsedades, ni frivolidad, ni secretismos. Pero debía preservar el soporte irrevocable de la esperanza, recordar que hablaba con un hombre de fe, siendo testigo comprometida y transmisora de esa fe. Ese era el hombre que moría, y su muerte, como suele ocurrir, se estaba pareciendo a su vida: no hay otra forma de morir.
La Transfiguración
El hecho de la muerte en sí es de una simpleza que desconcierta; sin embargo, hablar del proceso de muerte del poeta amado no es simple, como no lo es tampoco hablar de su vida. Armando Rojas Guardia fue un hombre de intensidades, de profundos abismos y cósmicas dimensiones, una consciencia expandida, sólida, junto a sombras, fragilidades y caídas al abismo. Esa compleja constitución lo ubicó en la humanidad más radical; las cuatro marginalidades que se atribuía eran los cuatro puntos cardinales de lo humano; al mismo tiempo era el constructor del hábitat del que hablaba Heidegger, viviendo poéticamente en la cuaternidad del mundo, entre cielo y tierra, divinos y mortales. Desde allí afinó su vida hasta hacer de sí mismo y su circunstancia una portentosa creación.
Una vez, ante un suceso personal, me aconsejó: “Transfigurar me gusta más que ‘sublimar’. La transfiguración implica entregarse a una labor de trascendencia: transmutar en oro existencial aquel metal barato que nuestra psique arrastra”. Y eso precisamente fue lo que Armando hizo, esa labor de trascendencia convirtiéndose en el opus alquímico.
De Dionisos al Dios del desierto
Los antiguos griegos sabían que solo puede hablarse de la excelencia de una vida, de su virtud o felicidad, hasta que se ve completada con la muerte, de tal manera que la muerte no corta ni interrumpe, viene a concluir el opus, a otorgarle sentido. Considero que había en la conformación personal de Armando una mezcla de un dios pagano y un austero santo del desierto. Confluían en él, entre otras, esas dos oposiciones: la danza dionisíaca y el temple judeocristiano, la bisagra entre ambos orbes era la inclinación estoica. Sus intentos apolíneos, cifrados en una defensa de la razón, que de cierta manera fue necesaria ante sus quiebres psíquicos, era insuficiente para contener la naturaleza excesiva de Armando, para compensar su aspecto dionisíaco que emergía indetenible de su cuerpo, y se mostró hasta en la misma desmesura de su patología. También convivían en él un tiernísimo niño desvalido que recorría Génova con una bolsa de cerezas y un senex sabio que con lucidez leía los signos de los tiempos.
Aristóteles pensaba que el cuerpo era la actualización progresiva del alma, que ella poseía en potencia nuestro guion vital; mientras que la religión del desierto habla del libre albedrío y de la misión de espiritualizar la materia y ascenderla: “Inagotable capacidad de ser y de transformación en donde germina y crece la sustancia elegida” (Teilhard de Chardin). Se daba en él esa concurrencia: drama griego y libre albedrío judeocristiano; en esas finas cuerdas se columpió Armando hasta sus postrimerías.
El pathos
Desde los inicios de la enfermedad, con la ceremoniosa parsimonia de su voz me habló del cuerpo como límite a nuestro narcisismo, a la omnipotencia inveterada del ego; afirmaba que el cuerpo tenía una voz más poderosa que el intelecto y era el verdadero maestro. Yo escuchaba con atención la voz del héroe antiguo que se rinde ante el fatum y se dispone a descender al inframundo.
Armando recorrería sus días finales en medio de la primera gran pandemia del siglo, escenario sincrónico de su travesía trágica, hecho que determinaría que Luisa Helena Calcaño, su hermana del alma y ángel guardián –como la llamaba–, por misteriosos designios, hubiese quedado atrapada en otro país, sin poderlo acompañar personalmente en este tránsito.
Desde el diagnóstico de diabetes, a principios de año, el poeta se lamentaba de que en lo sucesivo estaría privado de cualquier delicia gastronómica. A medida que se sumaban síntomas, me hablaba de su sufrimiento como el suplicio de Tántalo. Ello conformaba una tragedia pues Armando, a la par que monje laico, era un hombre de placeres, sensual amante de la belleza del mundo y de la alegría. Comenzaba, apenas sospechándolo, su ingreso al inframundo y, por el lado judeocristiano, su travesía en el desierto, donde dejaría de ser el héroe trágico y surgiría el místico, la otra faz de su constitución, que lo había signado durante toda su vida: aquel que debe abandonarse, descrearse –como diría Simone Weil– volverse nada en las manos del Amado.
Una madrugada me escribe: “Estoy literalmente harto de sufrir. Si no fuera un acto supremamente irreligioso y una decepción flagrante para los que confían en mí y un enorme dolor en los que me aman, me lanzaría al vacío desde esta terraza”. Ese personaje –tan humano– que piensa en el suicidio es desplazado de manera categórica y definitiva por el personaje que se siente amado y piensa, a pesar de su dolor, en los que él ama; irrumpe con fuerza su espíritu cristiano y piensa en el hermano. Pudo gracias al amor verse desde el Otro. Conmovida, desde la lejanía de un mensaje de WhatsApp, le escribo. “Sé cómo te sientes, pero lo único que quieres es acabar con el sufrimiento, no con tu vida, el amor te sostiene”.
Progresivamente, Armando tomará consciencia de la malignidad de la lesión y de lo que eso significaba. Me escribe: “Anita, mi esperanza se circunscribe a lo puramente teologal, la confianza absoluta en el hecho incontrovertible de que Dios no me abandona… sé que está y estará a mi lado en todo momento, y que podré morir in manus suas. Los tumores de páncreas suelen ser malignos; por eso digo que me sostiene solo el aspecto trascendental de la esperanza, porque aguardo, con respecto a mi enfermedad, lo peor”. Le reafirmo en la confianza y en ese abandono, y le acoto: “Y no esperes lo peor, ni siquiera de la enfermedad, mi querido Armando, esta avalancha de amor que me abruma y estremece no puede ser lo peor”.
Asume de nuevo con toda su potencia espiritual la inminencia del tránsito: “No es poca cosa la entrega confiada al Absoluto, con quien me vincula una vieja historia de amor, un antiguo romance”. Me confiesa que ha estado leyendo el bello texto del místico catalán Ramón Llull: El cántico del amigo y del Amado, y agrega, “me identifico con cada una de sus frases”. Ese vínculo buscado, perdido, retomado entre amante y amado es ahora el sendero que recorre; le escribo del dios que se busca en sus criaturas y lo espera escondido en las moradas marginales del soma, en las vísceras, habitaciones cenicientas atiborradas de memorias sin descifrar.
Nos bastará morir para vivirte
La tarde del día anterior a su fallecimiento, lo encuentro débil pero consciente y tranquilo, su médico, el doctor Samir Kabbabe, le habla con verdad compasiva sobre su estado; luego llegan dos hermanos jesuitas, a los que recibe con efusiva alegría. Vienen a visitarlo y a darle la unción de los enfermos; participo asombrada del ritual sacramental, momento sublime donde los cuatro oramos conmovidos. Al despedirme, Armando me toma de la mano y me dice con inmensa dulzura: “¿Verdad que fue bello todo? Qué bello que estuvieras”.
Armando, quien ha sido ese hombre potente, dionisíaco y monje laico, que ha bajado tantas veces a los infiernos, acude sereno a la encrucijada de la vida donde será examinado en el amor, pero toda encrucijada es también oscuridad y desasosiego.
Al día siguiente, el de su muerte, un grupo pequeño de poetas nos apostamos en la clínica, turnándonos en el acompañamiento. Armando, ya tocado por la anunciada encefalopatía hepática, estaba en delirium, agitado, con chispazos de consciencia. Aún nos reconocía pese al aparataje que nos cubría el rostro.
Estando en ese trance, por obra de la Providencia o de la Gracia (como diría él) experimenté uno de los momentos más excepcionales de mi vida. La poeta Gabriela Kizer y yo estábamos a cada lado de Armando, sosteníamos su cabeza mientras él nos miraba fijamente a cada una. Decía nuestros nombres, intentaba tocarnos los cabellos, se prendaba fuertemente de nuestras manos, repetía ansioso “por favor, por favor”. Se debatía como un niño que tiene miedo de dormir, decía “vámonos, vámonos”. Gabriela le preguntó: “¿Adónde quiere que nos vayamos, Armandito?”. Y su respuesta fue “necesito guarecerme”. Gabriela, transfigurada en dulce arcángel, le habla quedo, le susurra, ambas acariciamos sus cabellos, yo le digo “Armando, nada malo te va a pasar”, lo arrullamos, le recito al oído el salmo 23, “El señor es mi pastor, nada me falta”. Hubiera querido recitarle las coplas a la muerte de Thomas Merton, pero creo que el salmo dice lo mismo en menos palabras. Se tranquilizaba a ratos, nos miraba con unos ojos que ya estaban por mirar hacia otro mundo. “Va a pasar”, le digo, o es ella quien le dice. Poco a poco, íbamos hallando el lugar del guarecerse. Entre los tres se generó muy sutilmente una atmósfera de amor estremecido. Si en este mundo hay algo que con propiedad se llame Amor, se mostró en ese momento. “Duerme tranquilo, Armandito, te amamos”. Ambas sentimos sin decirlo que éramos partícipes del instante precioso donde somos llamados a la nada, al Absoluto. “Cuando tú vienes, tú el vacío el nada el ya”. Creo, con Simone Weil, que solo hay dos instantes de desnudez y pureza perfecta en la vida humana: el nacimiento y la muerte, por ello al Dios encarnado se le adora como recién nacido o como agonizante.
Armando Rojas Guardia, a las pocas horas, se sumergió rodeado de amor en la gran ballena cósmica, y adicionalmente nos regaló el privilegio de acompañarlo en uno de los momentos de pureza perfecta, testimonio de una vida plena –eudaimonia– en el sentido griego, que significa haber hecho con eficiencia la misión asignada, y gozosa en el sentido cristiano, por haber preparado su alma en la belleza y la bondad para ir al encuentro del Amado.
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