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Homenaje a Alfonso Reyes: El helenista

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Por MARIANO NAVA CONTRERAS

El estudio de las clásicas es el estudio de lo que ocurre entre la Antigüedad y nosotros mismos. No solo es el diálogo que mantenemos con la cultura del mundo clásico; también es el diálogo que entablamos con aquellos que antes que nosotros dialogaron con el mundo clásico.

Mary Beard, La herencia viva de los clásicos

Son las tres de una madrugada de 1909 en Ciudad de México y un grupo de jóvenes se entrega fervoroso a la lectura de los clásicos. Ya a esa hora, claro, el cansancio hace mella. Sin embargo uno de ellos se opone con vehemencia a dar por terminada la tertulia “que apenas comienza a ponerse interesante”. Quien cuenta la anécdota es Alfonso Reyes y los fervorosos lectores son nada menos que Pedro Henríquez Ureña –el que no se quiere ir-, José Vasconcelos, Antonio Caso, Jesús Acevedo, Diego Rivera y él mismo, entre otros. Se reunían por las noches en el taller de Acevedo o en la biblioteca de Caso a leer libros de filosofía y literatura. De filosofía les atraía especialmente todo lo que pudiera ser despreciado por el positivismo en boga, de Kant y Schopenhauer a Platón, que desde luego terminará por convertirse en su dios tutelar. De literatura, mucho más que novelas francesas, más bien antiguas poesías y tragedias. Todo había comenzado a partir de una lectura del Banquete, recordaba Reyes. Años después, Henríquez Ureña también recordará: “leímos a los griegos, que fueron nuestra pasión”.

Qué duda cabe de la enorme influencia que ejerció el Ateneo de la Juventud –como terminó por llamarse lo que de aquel modo empezó- en la cultura y el pensamiento, no ya de México sino de toda Hispanoamérica. Cada uno supo aportar, cada quien a su manera; pero ninguno como Reyes siguió cultivando y cosechando hasta el final aquella juvenil “afición de Grecia”. “Euforión le llamábamos”, rememora en una conferencia en Lima Vasconcelos, años más tarde.

Los biógrafos y críticos coinciden en que ya en sus tempranas Ideas estéticas (1910) se hace patente su filohelenismo, las directrices de una pasión helénica que desarrollará con erudición y solvencia, muy a la hora con las tendencias de su tiempo. Los títulos son elocuentes: si La crítica en la Edad Ateniense (1941), una serie de cursos impartidos en la universidad, es, como dice su título, una explicación de la evolución del pensamiento griego a partir del ejercicio de la crítica, La antigua retórica (1942) se publicará en un momento en que la lingüística y la filosofía del lenguaje irrumpen en la comprensión de la política. Otros trabajos como El triángulo egeo (1958) y La jornada aquea (1958) surgen a la luz de los hallazgos arqueológicos que a finales del XIX y comienzos del XX arrojaron nuevas luces sobre el mundo homérico. Mención aparte merecen La filosofía helenística (1959), Geógrafos del mundo antiguo (1958) y Algo más sobre los historiadores alejandrinos (1959), estudios que, hay que decirlo, se enmarcan en un proceso de revalorización de la cultura helenística iniciado décadas antes por W. W. Tarn, en especial con su clásico escrito junto a G. T. Griffith, The Hellenistic Civilisation (1923). Otros estudios como Libros y libreros en la Antigüedad (1955), especie de reescritura del original de H. L. Pinner, The World of Books in Classical Antiquity (1948), demuestran el interés de Reyes por difundir aspectos poco estudiados del mundo griego. Monografías, manuscritos, páginas sueltas y notas de no menor interés, especialmente de historia, mitología y religión, se encuentran compilados en sus Estudios helénicos (1957), así como en los póstumos Afición de Grecia (1960) y Rescoldo de Grecia (1979).

Pero la obra de Reyes no se limita a sus eruditos tratados, sino que también pretende divulgar, traducir y comentar lo más notable que entonces se publica. Traduce libros fundamentales para la comprensión de los antiguos griegos en el siglo XX, como la Introducción al estudio de Grecia de A. Petrie (1946), la Historia de la literatura griega de C. M. Bowra (1948) o Eurípides y su época de G. Murray (1949), los cuales fueron publicados por el Fondo de Cultura Económica. Igualmente comenta los descubrimientos de Chadwick, Ventris y Evans en sus “Noticias de Creta”, por ejemplo, mientras se cartea con W. Jaeger y Agustín Millares Carlo. Con razón dirá Ernesto Mejía Sánchez: “Reyes puso toda su acción y pasión de Grecia en comunicarla a México y a la lengua española”. Esta pasión tampoco esta ausente de sus obras de creación, como se ve en el poema dramático Ifigenia cruel (1924), los sonetos del Homero en Cuernavaca (1949) y la hermosísima colección de ensayos reunidos en Junta de Sombras (1949). No olvidemos tampoco su versión de una primera parte de la Ilíada: el Aquiles agraviado (1951).

El helenismo de Reyes es un caso particular entre los humanistas de Hispanoamérica, y en ese sentido cabe una singular comparación con nuestro Andrés Bello. Si por un lado ambos se nutren de una vigorosa tradición clásica, será en la madurez y el reposo de los años postremos cuando esta formación rinda sus mejores frutos. Es cuando emergen las mejores ideas, los enfoques más originales, las conclusiones más útiles. Reyes, a su vuelta definitiva a México en 1939; Bello, después de su llegada a Chile en 1829. En el ínterin, tiempo trashumante y de vicisitudes, Reyes en Madrid y París, como Bello en Londres, no dejará de profundizar en sus estudios sobre el mundo antiguo. La obra de ambos surge, empero, desde la perspectiva de América, lo que la dota de una originalidad y una frescura, pero también de un pragmatismo que la distingue de lo que entonces se escribe en Europa. Una coincidencia más: el tiempo de Reyes, como el de Bello, es de profundos cambios y reacomodos en la forma de concebir a los antiguos. El de Bello, marcado por el crepúsculo del Neoclasicismo y el surgimiento de la sensibilidad romántica. El de Reyes, bajo la impronta del pensamiento positivo y de los grandes descubrimientos arqueológicos. Quizás no haya pensadores a los que el humanismo clásico hispanoamericano deba más. Ambos supieron estar atentos a las novedades de su tiempo sin menoscabo de la singularidad de su mirada americana.


*Mariano Nava Contreras (Venezuela, 1967) es doctor en Filología Clásica por la Universidad de Granada y profesor en la Universidad de Los Andes (ULA). Entre sus publicaciones: Criollos y afrancesados. Para una caracterización de la Ilustración venezolana (2014), Homero y la cera de Descartes. Fortuna y pervivencia de la antigüedad entre nosotros (2019).

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