Enterramos a mi madre con sus cosas: el vestido azul, los zapatos negros sin cuñas y las gafas multifocales. No podíamos despedirnos de otra manera. No podíamos borrar de su gesto aquellas prendas. Habría sido como devolverla incompleta a la tierra. Lo sepultamos todo, porque después de su muerte ya no nos quedaba nada. Ni siquiera nos teníamos la una a la otra. Aquel día caímos abatidas por el cansancio. Ella en su caja de madera; yo en la silla sin reposabrazos de una capilla ruinosa, la única disponible de las cinco o seis que busqué para hacer el velatorio y que pude contratar solo por tres horas. Más que funerarias, la ciudad tenía hornos. La gente entraba y salía de ellas como los panes que escaseaban en los anaqueles y llovían duros sobre nuestra memoria con el recuerdo del hambre.
Si todavía hablo en plural de aquel día es por costumbre, porque el pegamento de los años nos soldó como a las partes de una espada con la cual defendernos la una a la otra. Mientras redactaba la inscripción para su tumba, entendí que la primera muerte ocurre en el lenguaje, en ese acto de arrancar a los sujetos del presente para plantarlos en el pasado. Convertirlos en acciones acabadas. Cosas que comenzaron y terminaron en un tiempo extinto. Aquello que fue y no será más. La verdad era esa: mi madre ya solo existiría conjugada de otra forma. Sepultándola a ella cerraba mi infancia de hija sin hijos. En aquella ciudad en trance de morir, nosotras lo habíamos perdido todo, incluso las palabras en tiempo presente.
Seis personas acudieron al velatorio de mi madre. Ana fue la primera. Llegó arrastrando los pies, sostenida de un brazo por Julio, su marido. Ana parecía atravesar un túnel oscuro que desembocaba en el mundo que habitábamos los demás. Desde hacía meses, se había sometido a un tratamiento con benzodiacepina. El efecto comenzaba a evaporarse. Apenas le quedaban pastillas suficientes para completar la dosis diaria. Como el pan, el Alprazolam escaseaba y el desánimo se abría paso con la misma fuerza de la desesperación de quienes veían desaparecer todo cuanto necesitaban: las personas, los lugares, los amigos, los recuerdos, la comida, la calma, la paz, la cordura. “Perder” se convirtió en un verbo igualador que los Hijos de la Revolución usaron en nuestra contra.
Ana y yo nos conocimos en la Facultad de Letras. Desde entonces, compartimos una sincronía para nuestros propios infiernos. Esta vez también. Cuando mi madre ingresó en la Unidad de Cuidados Paliativos, los Hijos de la Revolución arrestaron a Santiago, su hermano. Ese día apresaron a decenas de estudiantes. Terminaron con la espalda en carne viva por los perdigones, apaleados en una esquina o violados con el cañón de un fusil. A Santiago le tocó La Tumba, una combinación de las tres cosas dosificada en el tiempo.
Pasó más de un mes dentro de aquella cárcel excavada cinco pisos por debajo de la superficie. No había sonidos ni ventanas, tampoco luz natural o ventilación. Solo se escuchaba el paso y el traqueteo de los rieles del metro por encima de la cabeza. Santiago ocupaba una de las siete celdas alineadas, una detrás de la otra, así que no era capaz de ver ni saber quiénes más estaban detenidos junto a él. Cada calabozo medía dos por tres metros. El suelo y las paredes eran blancos. También las camas y las rejas a través de las que hacían pasar una bandeja con alimentos. Jamás les daban cubiertos: si querían comer, debían hacerlo con las manos.
Ana había dejado de tener noticias de Santiago hacía semanas. Ni siquiera recibía ya la llamada por la que pagaban sumas semanales de dinero; tampoco la estropeada fe de vida que le llegaba en forma de fotos, desde un número de teléfono que nunca era el mismo.
No sabemos si está vivo o muerto. “No sabemos nada de él”, me contó Julio en voz muy baja, apartándose de la silla en la que Ana se miró los pies durante treinta minutos. En todo ese tiempo, levantó la mirada para hacer tres preguntas.
―¿A qué hora enterrarán a Adelaida? ―A las dos y media. ―Ya ―murmuró―. ¿Dónde? ―En el cementerio de La Guairita, en la parte vieja. Mi mamá compró la parcela hace mucho tiempo. Tiene bonitas vistas. ―Ya… ―Ana parecía hacer un esfuerzo adicional, como si pronunciar aquellas palabras resultara una tarea titánica―.
―¿Quieres quedarte con nosotros hoy, mientras pasa lo más duro? ―Saldré hacia Ocumare mañana muy temprano para ver a mis tías y dejarles algunas cosas ―mentí―. Te lo agradezco. Tú tampoco lo estás pasando muy bien.
―Ya. ―Ana me dio un beso en la mejilla y se marchó. Quién quiere velar a un muerto ajeno cuando barrunta el suyo. Aparecieron dos maestras jubiladas con las que mi madre aún mantenía contacto: María Jesús y Florencia. Dieron sus condolencias y se marcharon también rápido, conscientes de que nada de cuanto dijeran corregiría la muerte de una mujer demasiado joven para desaparecer. Salieron de ahí apretando el paso, como si intentaran ganar ventaja a la parca antes de que fuera a buscarlas también a ellas. A la funeraria no llegó ni una sola corona de flores excepto la mía. Un centro de claveles blancos que apenas cubría la mitad superior del ataúd.
Las dos hermanas de mi madre, mis tías Amelia y Clara, no acudieron. Eran mellizas. Una era gorda y la otra flaquísima. Una comía sin parar y la otra desayunaba una tacita de caraotas negras mientras daba chupadas a un cigarrillo de liar. Vivían en Ocumare de la Costa, un pueblo del estado de Aragua cercano a la bahía de Cata y Choroní. Ese lugar donde el agua azul lame la arena blanca y al que separan de Caracas carreteras intransitables que se caían a pedazos.
A sus ochenta años, las tías Amelia y Clara habrían hecho, como mucho, un viaje a Caracas en toda su vida. No salieron de aquel poblacho ni siquiera para ir al acto de grado de mi mamá, la primera universitaria de la familia Falcón. Lucía preciosa en aquellas fotos, de pie, en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela: los ojos muy maquillados, el cardado del pelo aplastado bajo el birrete, sujetando el título con las manos rígidas y una sonrisa más bien solitaria, como de mujer con rabia. Mi mamá guardaba aquella fotografía junto con su expediente académico de licenciada en Educación y el anuncio que mis tías contrataron en El Aragüeño, el periódico regional, para que todo el mundo supiera que las Falcón ya tenían una profesional en la familia.
A mis tías las veíamos poco. Una o dos veces al año. Viajábamos al pueblo durante los meses de julio y agosto, a veces en Carnaval o Semana Santa. Les echábamos una mano con la pensión y además ayudábamos a aligerar la carga económica. Mi madre les dejaba algún dinero y de paso las chinchaba: a una para que dejara de comer y a la otra para que comiera. Ellas nos agasajaban con desayunos que a mí me daban náuseas: carne mechada, chicharrón frito, tomate, aguacate y café de guarapo, un brebaje con canela y papelón que colaban con una media de tela y con el que me perseguían por toda la casa. El bebedizo me ocasionó no pocos desmayos, de los que ellas me despertaban con sus quejas de matronas locas.
―¡Adelaida, chica, si mi mamá viera a esta niña, tan flacuchenta y enclenque, le daba tres arepas con manteca! ―decía mi tía Amelia, la gorda―. ¿Qué le haces a esta criatura? Parece un arenque frito. Espérate aquí, m’hija. Ya vengo… ¡No te muevas, muchachita!
―Amelia, deja a la niña; que tú tengas hambre todo el tiempo no significa que el resto también ―respondía mi tía Clara desde el patio mientras vigilaba sus árboles de mango, fumando un cigarrillo.
―Tía, qué haces allá fuera. Entra, ya vamos a comer. ―Espérate, estoy viendo si los sinvergüenzas del terreno de al lado vienen a tumbar los mangos con una vara. El otro día se llevaron tres bolsas.
―Aquí está; cómete solo una si quieres, pero hay tres más ―decía mi tía Amelia, de vuelta de la cocina, con un plato en el que había servido dos bollos de harina rellenos de picadillo de cochino frito―. Falta te hace. ¡Come, come, m’hija, que se enfría! Después de fregar los platos, se sentaban las tres en el patio a jugar bingo hasta que remitiera la plaga, aquellas nubes de zancudos que aparecían puntuales a las seis de la tarde y que espantábamos con el humo que desprendían las brozas secas al contacto con el fuego. Hacíamos una pira y nos juntábamos para verla arder bajo el sol extinto del día. Entonces alguna de las dos, unas veces Clara y otras Amelia, se revolvían en sus poltronas de esterilla y, refunfuñando, decían la palabra mágica: “Difunto”.
Así se referían a mi padre, un estudiante de Ingeniería al que los planes de boda se le borraron de la cabeza cuando mi madre le dijo que esperaba un bebé. A juzgar por la rabia que destilaban mis tías, cualquiera diría que las dejó plantadas a ellas también. Lo recordaban mucho más ellas que mi madre, a la que jamás escuché pronunciar su nombre. Porque de mi papá nunca más se supo. Al menos así me lo contó ella. Me pareció una explicación más que razonable para no extrañar su ausencia. Si él jamás había querido saber de nosotras, por qué teníamos que esperar algo de su parte.
Nunca entendí la nuestra como una familia grande. La familia éramos mi madre y yo. Nuestro árbol genealógico comenzaba y acababa en nosotras. Juntas formábamos un junco, una especie de planta de sábila de esas que son capaces de crecer en cualquier lugar. Éramos pequeñas y venosas, casi nervadas, acaso para que no nos doliera si nos arrancaban un trozo o incluso la raigambre entera. Estábamos hechas para resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra.
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