Por NELSON RIVERA
La montaña mágica es un tratado del tiempo. Leerla exige abandonarse a su transcurrir, acomodarse a su tempo, en lo sustantivo, un tempo ajeno a la caja de velocidades, a la aceleración constante que es el signo de nuestra época. Por más de mil páginas, Thomas Mann cuenta la historia de un joven que vive por siete años en un sanatorio (ser joven, además de constituir una medida de tiempo existencial, es un estado vital que apenas reconoce el paso del tiempo).
Ubicado en los Alpes Suizos, en las proximidades de Davos, la vida de los internos en el sanatorio Berghof transcurre bajo una específica temporalidad. El tiempo de nuestro héroe, así como el de sus compañeros, atiende a reglas y rutinas únicas que rara vez se interrumpen: se cortan cuando un paciente logra curarse de la tuberculosis y se despide del lugar, cuando otro paciente se exaspera y decide jugársela y abandonar el tratamiento, o cuando alguien es finalmente derrotado por la enfermedad y muere.
A medida que se asciende a la montaña donde está ubicado el sanatorio, el espacio cambia de carácter y algo del mundo conocido, incluso del pasado de los pacientes, queda atrás: es lo que le ocurre a Hans Castorp cuando se instala en el sanatorio, por solo tres semanas. Llega a visitar a su primo, interno desde hace algunos meses. La detección de un leve estado febril durante esa corta estadía cambia la vida del protagonista: vivirá allí durante siete años, hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.
Aclimatarse significa entender que existir, en un sanatorio, casi equivale a esperar. En uno de los primeros diálogos de Castorp con su primo Joachim, este le dice: “No puedes ni imaginar cómo abusan aquí del tiempo de los hombres”. Se vive en ese lugar como en una especie de eternidad, entre hábitos y monotonías. En hibernación. Al poco tiempo de estadía, Castorp le dice a su primo: “El tiempo no posee ninguna realidad. Cuando nos parece largo es largo, y cuando nos parece corto es corto; pero nadie sabe lo largo o lo corto que es en realidad”.
Fiel a sus modos irónicos, Mann nos previene hacia Castorp: en la primera línea de la novela le califica de “modesto”. Huérfano de ambos padres, vive de la herencia recibida. Lleva consigo una inclinación al bien vivir. Es ingeniero, pero según apostilla el autor, poco interesado en el trabajo. Honrado, quizás mediocre y, como consecuencia de su orfandad, libre. En su compañía, Mann nos conduce por el amplio y múltiple recorrido de La montaña mágica.
En búsqueda de la enfermedad
Se ha dicho que La montaña mágica es la más importante novela sobre la enfermedad escrita en la historia de Occidente. Si la experiencia real del autor tiene alguna proyección en el espacio de la ficción, entonces es prudente recordar que Mann, siendo un hombre relativamente saludable, lidió siempre con distintos malestares (a menudo del estómago), lo que le incitó a reflexionar sobre las relaciones entre ánimo y enfermedad. A quienes han leído sus diarios les resulta llamativo sus recurrentes anotaciones hasta de los más mínimos padecimientos: Mann fue un hombre que escuchaba, con extrema atención, el funcionamiento de su propio cuerpo (“la enfermedad hace al hombre más corpóreo, lo convierte enteramente en cuerpo”).
Mann sufría de voracidad: quería saberlo todo. La mera descripción de los ámbitos de su erudición ocuparía decenas de páginas. La anatomía, la fisiología y la sintomatología formaban parte de sus indagaciones. Sabía de la tuberculosis y de la capacidad de la ciencia médica ante la enfermedad, en aquellos años. La enfermedad de Katia, su esposa, lo había aproximado todavía más a las manifestaciones de la enfermedad.
Y tenía una fascinación (que no debe confundirse con ninguna forma de compasión) por el ser humano. Observaba y comprendía. Vivía con esa especie de don (que también perturbaba a Chéjov, por ejemplo) de entender los vaivenes del alma. Percibía hasta las más sutiles emociones. La más efímera variación en el estado del espíritu era registrada por los detectores de su sensibilidad.
Era un esteta, en el sentido más penetrante de la palabra. Mann ‘veía más allá’. Su sentido de la observación no declinaba. Era capaz de seguir los más mínimos movimientos y narrarlos. En otras palabras: podía controlar las escenas que creaba, en este caso, lo que ocurre en las siete mesas del comedor, cinco veces cada día, donde los personajes de la novela escenifican mucho más que sus propias vidas: representan la condición humana en el trasiego de una comunidad. Son su inventario. A un mismo tiempo, su metáfora resplandeciente y su miseria (en el ser incurable, tal era la realidad del tísico en los años en que Mann escribió la novela, subyace una liberación, una desconexión de ciertas ataduras). La enfermedad resalta y difumina. Enfatiza y titubea. Se torna apariencia o desgarro. Enseña al paciente sobre sí mismo y revaloriza los viejos aprendizajes. Solo al paciente le es revelada la verdad de que el tiempo es la enfermedad muda de nuestras vidas. Solo bajo la condición de la enfermedad, la estupidez muestra su recurrente presencia.
La vida en aquel sanatorio al que llega Hans Castorp tiene algo de anticuado: allí tiene lugar el crepúsculo del siglo XIX. Las cosas transcurren de un modo distinto, en otra zona del tiempo. Y es sobre ese fondo, que por momentos genera una sensación de irrealidad, que Mann construye y pone en movimiento a un notable elenco de personajes, todos afectados por la tisis, y que confluyen en La montaña mágica: el primo de Castorp, Joachim Ziemssen; Lodovico Settembrini, figura que replica los procedimientos de un mentor, y que aquí actúa como el vocero de un humanismo racionalista y de talante ilustrado; Leo Naphta, contrafigura de Settembrini, judío convertido al catolicismo, fogoso y que por momentos hace suyos los argumentos de la Contrarreforma; Claudia Chauchat, la mujer que descubre a Castorp la embriaguez de la pasión (creo recordar que fue Kundera quien escribió que, de no ser por la historia entre Castorp y Chauchat, abandonaría la lectura de La montaña mágica); y Pieter Pepperkorn, señor de arrolladora personalidad: todos humanos en sus trámites, homo humanus en sus dilemas y proyecciones, individuos tomados por la confrontación consigo mismos y con los demás. Seres en estado de debate. Que se interrogan. Que no conciben la existencia como gratuidad u obviedad. Redescubiertos por la enfermedad. Que se escuchan unos a otros. Que se escrutan entre sí, miembros de la corporación humana.
Un hombre, una época
Remitir La montaña mágica solo a la cuestión de la enfermedad es engañoso e insuficiente: la novela es muchas otras novelas: entre ellas, el cuidado relato de la transformación del joven Castorp en un hombre (en algún momento, Mann le señala al lector que su joven protagonista debe aprender a mirar el mundo que le rodea, más allá de la superficie).
Creo que es posible decirlo así: Castorp adquiere una paulatina densidad, sin que se produzca una ruptura. Mann no apela a truco alguno. No introduce un acontecimiento que justifique un posible salto cualitativo en la personalidad de su protagonista. Y aunque al comienzo Mann parece habernos sugerido que no debemos hacernos muchas expectativas con respecto a su héroe (quizás para despertar la sensibilidad del lector hacia el minimalismo de su transcurrir psíquico), en Castorp ocurre esto: en el sanatorio se entrega a la experiencia del estudio. Lo lee todo. Sus experiencias no se limitan a lo afectivo y al carácter de los intercambios. Se hace de conocimientos de origen libresco. Se descubre a sí mismo ejerciendo una piadosa solidaridad hacia otros pacientes. Descubre la música, cuando al sanatorio llega un magnífico gramófono, innovación de la época: los compases de la ópera Aída, de Verdi, le resultan “lo más excelso y admirable que le había sucedido en toda su vida”. Reconoce la insuficiencia profunda que es el sello de la vulgaridad. Escucha a Settembrini (que ha informado a Castorp que trabaja en la producción de una enciclopedia dedicada al sufrimiento) hablar de Voltaire, a Naphta (que en algún momento proclama que la fe es el órgano del conocimiento, y en otro señala que ser hombre es sinónimo de estar enfermo) y a Pieter Peepperkorn (“Peeperkorn hablaba de los venenos y los bálsamos con un dominio impresionante y una coherencia totalmente inusual en él”). Mientras admira a quienes debaten, intuye que hay en lo humano esferas que se escapan hacia lo innombrable. Aprende a vivir con las parcelas de lo incierto que los hombres portamos en nuestros corazones (“uno termina por acostumbrarse a lo sospechoso”), y a escuchar las irrepetibles variaciones del tiempo. Llega un momento donde alcanza a descubrir la luz de lo irremediable en la mirada de otros.
Pero además, La montaña mágica es el minucioso, articulado y lúcido tapiz, no de una época, sino de su final. Mann nos muestra la lógica y el funcionamiento de esa modernidad europea que se acabó el día de agosto de 1914, en que se dispararon los primeros cañonazos de la Gran Guerra. En el microcosmos del sanatorio, en las conversaciones que se producen en las siete mesas, en la inquietud de aquellos seres que libran una lucha secreta con la tuberculosis, hay una manera de vivir, de cuidar las formas y de pensar que interpreta sus últimos compases.
Que La montaña mágica sea una obra extensa es mucho más que el resultado de la ambición de un escritor por componer una novela que diese cuenta de un mundo en declive: la extensión era necesaria para darle forma al lento crepúsculo de un estado de la cultura; para dejar que la intuición avanzara hasta el punto donde se atrevió a vislumbrar el horror en que derivaría el siglo XX (en La montaña mágica Mann anticipa la instauración del terror que tomaría a Europa), y así darle cabida sin restricciones a los largos excursos, piezas discursivas —casi ensayos insertados en el transcurso de la novela— que, además de dar cuenta de la vocación erudita del autor, aparecen como un corte en el estado del conocimiento de la segunda década del siglo XX.
En la novela transcurren siete años; en la experiencia del lector, esto: la sensación de que Hans Castorp es un antiguo conocido, a quien hemos conocido por mucho, mucho tiempo. A medida que el lector se aproxima al final de la novela, Castorp se ha convertido en un veterano del sanatorio. El tiempo ha corrido en silencio (“como la hierba que ningún ojo ve crecer a pesar de que crece continuamente”). Ha estallado la guerra. Mann nos cuenta que nuestro personaje anda más pensativo que de costumbre. Y, de repente, pasa: Castorp deja el sanatorio de Berghof (rompe con la magia, con el hechizo de la montaña) y se suma a un ejército de voluntarios. Se interna en el desgarro de la vida. Y así cierra Mann su obra magna: ni él, que pretendió darle forma al mundo que conoció, ni nosotros, que le hemos acompañado por el largo trayecto de su empresa narrativa, sabremos nunca cuál fue finalmente el destino del joven e inexperto soldado.
*La montaña mágica. Tomas Mann. Traducción: Isabel García Adánez. Editorial Edhasa. España, 2005.