Propio o ajeno, el desorden me ha llevado al borde del precipicio. También al Banco de los Trabajadores, a las universidades nacionales y a la nefasta Cantv, que lleva año y medio cobrándome fantasmagóricas llamadas al exterior. Siento hasta en la última fibra de mi cuerpo el vértigo anticipado de la caída. Si no se ha producido aún es porque nadie, en el país, anda en línea recta.
La cola de candidatos al derrumbe supera las ilimitadas trancas de Caricuao y las pacientes filas de Extranjería. A Venezuela le hace falta infraestructura y le sobra desorden. Bueno, a mí también. Hay días, hay épocas –y este fin de año es una de ellas– en que me siento un accidente de carne y hueso. Antes uno se consolaba con las proclamas del petróleo democrático y el fulgor de los derroches de la Venezuela saudita. Algo le tocaba, aunque fuera fallo. Pero a estas alturas tengo la impresión de que el país está entrando en el Bicentenario como si se embarcara en el Andrea Doria.
Sin techos rojos, sin tranvías, sin ciudades, sin unidad, sin literatura. Quedan muy pocas cosas después de haber perdido, además de las bellas ciudades del estado Aragua y el Hotel Majestic, los excedentes de esperanza millonaria: los homenajes a Andrés Bello mientras vivía el doctor Caldera, la obra de Armando Reverón, la Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, la República del Este –una de las más sólidas instituciones nacionales– y la hallaca navideña, ese plato que forma, junto a las plumas de garza, el arpa y el pastel de polvorosa, la cresta de la elegancia criolla.
Este año, todos nos salvaremos de una melancolía definitiva regresando al ritual de las hallacas, milagro de supervivencia en un medio donde todos formamos parte de la quinta columna del ketchup y el sucedáneo enlatado. Uno de los escasos monumentos nacionales todavía en pie, la hallaca, es casi una postrera tabla de salvación, el último vínculo con una infancia de testimonios perdidos. Las hallacas han subsistido hasta ahora que a Venezuela la abandona el precioso petróleo y sus habitantes solo contarán con el castellano, el calor tropical y la irresponsabilidad en el tétrico vientre del futuro.
Las hallacas son aztecas de nacimiento. Pero se hicieron tan venezolanas que entraron en el lenguaje “político” con “el próximo diciembre las hallacas nos las comemos en Caracas” que han declarado varias generaciones de exiliados y aun los alzados de este siglo –se dice que así se expresó Douglas Barrios hace unas dos décadas ante Regis Debray– en las montañas. Multisápidas las prometió Rómulo Betancourt, una de las veces que quisieron tumbarlo.
La hallaca se nacionalizó con tal fuerza que perdió hasta su nombre de origen: ese tamalli azteca que, convertido en tamal, ocupa la extensión de un continente que parte de México y termina en Ecuador.
La hallaca, sin embargo, es venezolana. Si en ella se encuentran vestigios del tamal, la delicadeza de vals que la caracteriza –sobre todo, hay que confesarlo, a la de Caracas–, la perfecta y legible combinación del guiso, la masa y los adornos la colocan a años luz del ancestro común latinoamericano. La caraqueña, que apenas deja sentir el picante y no lleva ni papas ni garbanzos, cuando está hecha con exactitud, es milagrosamente delicada, sobre todo si se calienta al vapor. La masa hervida, pero aliñada, le da un sustento de sobria transparencia a ese guiso de gallina y cerdo cuando en el paladar va encontrándose con la definida presencia de los adornos: ají dulce, cebolla, pasas y almendras, que envuelve el aroma de la hoja de plátano. Si los triquitraques no me hubieran informado hasta la saciedad y la exasperación que el año había entrado en el finalista mes de diciembre, las hallacas que desde hace unos días han comenzado a desfilar por la redonda superficie de mi mesa me lo habrían hecho saber en forma más feliz y placentera.
Los venezolanos siguen siendo, eso sí, buenos bebedores de cerveza, de ron, de whisky, de champagne y otros vinos. Nada más lógico que ahogar las penas del derrumbe en una buena copa, nada más espiritual que combinar la llegada de las hallacas a la mesa con un vino apropiado. En estos días, mientras merodeaba por los alrededores, descubrí un pequeño lote de vinos del Jura en La Confitería. Se trataba de un vin d’Arbois, Domaine de Monfort 1974, de Henri Maire. Este vino tinto claro –gris dicen los franceses– calza a la medida de la hallaca. No solo se le acerca en color sino que, ligero y fino a la vez, no opaca las sutilezas del plato nacional (1). Aunque también un beaujolais de Duboeuf puede encajar en las cenas de fin de año. Yo beberé de ambos, alternándolos de acuerdo al clima de la noche en cuestión, aunque a los dos conviene beberlos más bien frescos.
Los venezolanos siguen estando entre los mayores consumidores de champagne del mundo. Al parecer, esta Navidad no habrán de privarse de su compañía, aunque para asegurarse su dicha infalible les toque gastar los ahorros que les quedan para afrontar la era de vacas flacas que se anuncia. Yo cuando pueda beberé Florens-Louis, Belle Epoque de Perrier Jouet y Grande Dame en los días de aguinaldo. Espero recibir el Año Nuevo con vino y champagne, aturdido por el desorden de cohetes y silbadores, entre absurdos renos de luces, arbolitos de Navidad, comiendo el pan de jamón de Miro Popic y las hallacas de Antonia Colón, porque aunque estemos todos en la víspera del naufragio, a mí que me quiten lo bailao.
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Notas
(1) En realidad, las alianzas con la hallaca son tan variadas como el plato mismo. Las hay que invitan a destapar un Châteauneuf-du-Pape o un Amarone o un Gewürtztraminer. Otras, un vino blanco seco. Como siempre en Venezuela, cualquier combinación es posible.
(De Fihman, B.A. Boca hay una sola. Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2006).
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Las razones del gusto y otros textos de la literatura gastronómica, compilado por Karl Krispin, fue publicado por la Universidad Metropolitana y Cocina y Vino, en 2014.