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Por NELSON RIVERA

—Quiero pedirle que me hable de su disposición al bien común. ¿Cuándo apareció? ¿Cómo se transformó en un hecho marcador de su vida y su actividad?

—Diría que se empezó a fraguar en mi infancia, con lo que veía y oía en mi familia y en mi colegio. Una familia numerosa —6 hermanos— con reglas: ordenar el cuarto, comer todos juntos, no “vivir como perros y gatos” peleando, tratar bien a los animales y a cualquier persona que llegara a la casa… y en el colegio de religiosas de San José de Tarbes, en Barquisimeto, con el Concilio Vaticano II promoviendo cambios, y Medellín preocupándose y ocupándose de los pobres en América Latina. Digamos que la sensibilidad se me sembró, aunque no estaba la idea explícita del “bien común”, pero esa sensibilidad hacia el otro es necesaria, si no percibe, si no piensa uno, y si no piensa, no se siente. Más adelante, cuando a los 21 años comienzo a trabajar en Fe y Alegría, cuando aún estudiaba en la universidad, en una normal experimental, en el sur de Maracaibo,  pensando ya en el “bien común” por medio de la educación primaria, yo decía que esa opción era la necesaria: formar de otra manera a los maestros que trabajarían con los niños, se fue ampliando el horizonte, pero explícitamente, “bien común” va apareciendo cuando me vinculo al trabajo y a los temas educativos que tienen que ver con derechos humanos y la construcción de ciudadanía. Entonces, la sensibilidad, la afinación de los sentidos, más la reflexión sobre la importancia de la participación ciudadana para resolver problemas comunes, la vinculación a organizaciones comunitarias, el trabajo de estrechar la escuela a las comunidades del entorno, te van llevando a entender que “el bien común” es también tu bien común. Y desde hace más de 30 años, forma parte del quehacer, tanto profesional como personal.

—La disposición a hacer el bien a los demás, ¿es universal? ¿O es una característica resaltante en unas determinadas personas?

—No tengo duda de que todo el mundo es capaz de hacer el bien, así como estoy convencida de que el comportamiento violento no es natural, es aprendido. Eso lo pude ver en pueblos indígenas, cuando visitaba escuelas de Fe y Alegría en el estado Bolívar ubicadas en comunidades en medio de la selva, comunidades que conservan sus costumbres ancestrales. En esas escuelas no hay violencia escolar. Los niños podían estar la mañana sin su maestro, porque ellos estaban conmigo en reunión y nadie se peleaba. El comportamiento violento es aprendido y también a hacer el bien se aprende y se contagia, como bien lo dice David Hamilton en su libro Los 5 beneficios de ser amable. Se aprende y se enseña, de pequeño, de 0 a 7 años, por imitación, y a medida que se va creciendo hay que hacerlo consciente, la palabra y la acción deben ir de la mano, la coherencia es importante. Yo trabajé hace décadas como voluntaria con niños “huele pega”, en Maracaibo, cualquiera diría que tenían predisposición a la violencia, pero eran susceptibles a hacer el bien. El fundador de Fe y Alegría decía que había más gente buena que mala, igual decía Mandela, en todas partes hay gente buena. Yo estoy convencida de ello, y no creo que tenga una antena para encontrarlas, están por todas partes, pero no suelen hacer bulla, como si lo hace el mal. Si hay un disparo en la comunidad, todo el mundo se entera, pero nadie contabiliza la cantidad de madres y padres que dan la bendición cada día a sus hijos. Los ambientes modelan y es necesario que se visibilicen las buenas obras, no para hacer propaganda, sino para contagiar a otros.

—Sostienen los analistas que vivimos en un mundo signado por el egoísmo, los apetitos desmedidos, el deseo de apropiación, la corrupción, el desconocimiento de los derechos de los demás. ¿Dónde queda el bien común en este escenario? ¿Se le puede considerar un esfuerzo marginal, a contracorriente de las tendencias predominantes en el mundo?

—Es verdad que el escenario mundial es difícil, la desigualdad es muy grande… pero, paradójicamente, hay más difusión de los problemas globales gracias al Internet, las redes sociales, que permiten que usted y yo tengamos acceso a noticias de cualquier parte del planeta, que antes solo circulaban por libros y revistas impresas. Hoy el Internet, las redes sociales, los satélites, todo eso permite que los problemas del calentamiento global, por ejemplo, puedan ser difundidos de manera masiva, cosa que antes era muy difícil, y eso contribuye a la participación más amplia también.

Hay organizaciones mundiales a favor de la protección del ambiente. Usted, sin haber ido a Las Claritas, un pueblo minero del sur del Estado Bolívar, que conozco muy bien porque iba varias veces al año, pues usted, sin haber ido nunca, puede “ver” los cráteres que la minería está dejando en ese ecosistema, gracias a fotos que publican las organizaciones ambientales en las redes sociales. El papa Francisco ha sido un abanderado en esto de la reflexión sobre el cuidado de la “casa común”, con su encíclica Laudato Si, y ello contribuye a la toma de conciencia y a la acción para exigir a los gobiernos y a las grandes empresas que frenen el calentamiento global. También a que los ciudadanos del mundo veamos que esa también es responsabilidad nuestra. Eso antes era más difícil, crear corrientes de opinión a escala mundial.  No digo que sea fácil, digo que es posible.

Hay organizaciones de derechos humanos con acciones mundiales, como Amnistía Internacional, que puede hacer una acción urgente a favor de alguna víctima en cualquier parte del mundo. ¿Qué no es suficiente? Estoy pensando en cuantos venezolanos han podido salvarse, hacer su tratamiento médico gracias a la solidaridad, cada quien aporta algo y se va llenando el pote. Si no fuera por la solidaridad habría más muertes.

A pesar de toda la corrupción, del afán de acumulación de parte de poderosos, a pesar de la inconciencia en relación con el calentamiento global, se abren espacios para el “bien común”. Así como en Venezuela, a pesar de la Emergencia Humanitaria Compleja y la tentación de optar por la salida individual de “sálvese quien pueda”, siguen existiendo y apareciendo iniciativas que tienen que ver con la defensa de derechos humanos —a pesar de lo riesgoso que ello significa—, así como iniciativas de ayudas solidarias, unas grandes y otras pequeñas que poco se ven.

—¿Es posible estimular en la sociedad la práctica del bien común?

—¡Por supuesto! Las campañas sostenidas a favor de algunas normas, dan resultado hasta que se hacen hábito. Vaya usted a ciertos países y verá que todos los peatones atraviesan la calle por las zonas rayadas, por las esquinas, haya o no fiscales vigilando, vea cómo respetan en semáforo, vea que no hay basura en la calle. Nosotros lo vemos en las escuelas con buena gestión, donde se enseñan habilidades para la vida, no importa si el entorno es violento, es posible enseñar a convivir, es posible enseñar a cuidar, y si nosotros podemos hacerlo en escuelas de zonas vulnerables, es posible masificarlo. En el trabajo de promoción de la convivencia pacífica con madres de sectores populares, se ven los cambios de relación con sus hijos. No digo que sea en “diez fáciles lecciones”, pero yo he visto conversiones de familias y de escuelas.  En Venezuela nos hemos desinstitucionalizado, la norma ha perdido valor, pero eso es reversible, con voluntad política, coherencia, perseverancia, con planes con metas a corto, mediano y largo plazo.

—¿A qué clase de dificultades recurrentes se enfrentan las personas y las organizaciones que se dedican a la acción social? ¿Son remediables? ¿Puede el Estado contribuir de algún modo?

—Nadar contra la corriente puede llevarnos al cansancio, por eso no hay que actuar de manera aislada. Si uno se cansa, ahí está el otro para seguir. La desesperanza es otra dificultad. Si solo se socializan las malas noticias —no se trata de esconderlas tampoco—, si solo vemos con un ojo, podemos llegar a pensar que “todo está perdido”.

La gente que no tiene esperanza no trabaja en pro del bien común, sin ver que ese bien es su bien. Hay que mirar con los dos ojos, el que ve la denuncia y el que ve el anuncio de las buenas noticias. La desesperanza es un obstáculo. El cortoplacismo es una tentación. Hay que tener paciencia y creer en lo que no se ve. Como la maestra de primer grado, siembra en el pequeño y tiene fe que la semilla dará fruto. Hay que entrar en la AAM: la Asociación de la Alabanza Mutua (jajaja), que es capaz de valorar lo que uno hace y lo que hace el otro y decirlo. Eso se contagia. Lo peor, y que no ayuda, es amarrarse a las quejas sin hacer nada.

El Estado tiene una gran responsabilidad, pero se requiere de una ciudadanía activa que sepa exigir, que se organice, que mire más allá. “Donde no se podía, se pudo”, decía el fundador de Fe y Alegría, pero eso no se logra sentándose a esperar que el maná venga del cielo. El Estado tiene que estar al servicio del ciudadano y no al revés. Al Estado le corresponde administrar los recursos públicos, diseñar políticas públicas. Al ciudadano le toca cumplir con sus deberes y pedir cuentas al Estado, expresar qué ve como “bien común”, participar, hacerse oír.

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